Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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      La niña jadeaba con dulcísima fatiga, y la voz de Perucho, sonando en el hueco de su oído, le parecía sorda y atronadora como el ruido del Avieiro al saltar en las rocas. Un frío sutil corría por sus venas, y una felicidad sin nombre ni medida la agobiaba. Con la cabeza dijo que sí.

      —¿Conmigo?, ¿todo el día?, ¿me das palabra?

      —Sí —balbució ella, incapaz de articular otra frase.

      —Pues a las seis sales por el corral. Allí estoy yo esperando. ¡Adiós!

      Perdiendo casi el sentido, Manuela notó que de nuevo la estrechaban, y luego la dejaban suavemente en tierra. Abrió los ojos a tiempo que Perucho corría ya en dirección de los Pazos.

      7

~Parte II~

       Capítulo 1

      Se vistió la montañesa su ropa de diario, falda y chaqueta de lanilla a cuadros blancos y negros; y apenas había tenido tiempo más que para frotarse apresuradamente el rostro con la toalla y atusarse el pelo ante un espejo todo estrellado por la alteración del azogue, cuando, oyendo dar las seis en el asmático reloj del comedor, salió de su cuarto andando de puntillas y bajó la escalera que comunicaba con la cocina, en aquel momento solitaria. Deslizose por el corredor de las bodegas, que conducía a las elegantes habitaciones de la familia del Gallo; y apenas dio tres pasos por él, una mano musculosa, aunque rehenchida y juvenil, asió la suya, y se sintió arrastrada, en medio de la oscuridad, hacia la puerta. Salieron de los Pazos, y con deleite inexplicable, bebieron juntos la primer onda de fresco matutino.

      Aunque el sol calentaba ya, aún se veía, sobre el azul turquesa del cielo, al parecer lavado y reavivado por el copioso orvallo nocturno, la faz casi borrada de la luna, semejante a la huella que sobre una superficie de cristal azul deja un dedo impregnado de polvillo de plata.

      Sin decirse palabra, asidos de la mano, caminando unidos con andar ajustado y rápido, siguieron la linde de los trigos segados ya, humedeciéndose los pies al hollar la hierba y el tapiz de manzanillas todas empapadas de helado rocío, próximo a convertirse en escarcha. Cosa de un cuarto de hora andarían así, ascendiendo hacia la falda del monte, donde empezaban a escalonarse los paredones para el cultivo de las vides; y Perucho, —en vez de aflojar el paso, lo apretaba más. A pesar de su ligereza de cabrita montés, Manuela mostró querer detenerse un instante.

      —Anda, mujer, anda —dijo él imperiosamente.

      —Hombre, ya ando… pero déjame tomar aliento. ¿Qué discurso es este de ir como locos?

      —Es que no quiero que se despierten tu padre y el forastero, y te echen menos, y te envíen a buscar.

      —¡El forastero! A tales horas dormirá como un santo. Buenos son esos señores del pueblo para madrugar. No sé cómo no crían lana en el cuerpo.

      —Bien, bien… yo me entiendo y bailo solo. Desviémonos de casa lo más que podamos, y ya descansaremos después.

      Al salir de la breve zona fértil y risueña del valle, empezaba el paisaje a hacerse melancólico y abrupto. Abajo quedaban los maizales, los centenos y trigales a medio segar, los Pazos con su gran huerto, su vasto soto, sus terrenos de labradío, sus praderías; y el sendero, escabroso, interrumpido muchas veces por peñascales, caracoleaba entre viñedos colgados, por decirlo así, en el declive de la montaña. En otras ocasiones, al trepar por aquel sendero, la pareja se entretenía de mil modos: ya picando las moras maduras; ya tirando de los pámpanos de la vid, por gusto de probar su elástica resistencia y de descubrir entre el pomposo follaje el racimo de agraz en el cual empieza a asomar el ligero tono carminoso, parecido al rosado de una mejilla; ya bombardeando a pedradas los matorrales para espantar a los estorninos; ya rebuscando unas fresas chiquitas, purpúreas, fragantes, que se dan entre las viñas y son conocidas en el país por amores. Hoy, con la prisa que llevaba Perucho, no les tentaba la golosina. El mancebo subía por la recia cuesta con el sombrero echado atrás, la frente sudorosa, el rostro hecho una brasa (pues el sol se desembozaba y picaba de firme), y sosteniendo a Manuela por la cintura, o, mejor dicho, empujándola para que anduviese más veloz. Al llegar a lo alto, cerca ya de la casa de la Sabia, la niña se detuvo.

      —¿Qué te pasa?

      —No puedo más… ahogo… ¡Rabio de sed!

      —¿Sed? Allá arriba beberemos, en el arroyo.

      —Tú por fuerza chocheaste. ¿A dónde señalas? ¿Al Pico—Medelo? ¿A los Castros?

      —Pues vaya una cosa para asustarse. Ya tenemos ido más lejos.

      —Si no bebo pronto, rabio como un can. No ves que con la prisa salí de casa en ayunas…

      —Bueno, pues a ver si la señora María nos da una cunca de leche. Pero despáchala luego, ¿estás? No te entretengas en conversación.

      Ligera otra vez como una corza, a la idea de beber y refrescarse, cruzó Manuela bajo el emparrado, y empujó la cancilla de la puerta de la Sabia. La horrible vieja ya había dejado su camastro; pero sin duda por acabar de levantarse, o a causa del calor, estaba sin pañuelo ni justillo, en camisa, con sólo un refajo de burdo picote, ribeteado de rojo: los copos de sus greñas aborrascadas le cubrían en parte el negro pescuezo, sin ocultar la monstruosa papera. —¡Leche! Dios la dé —contestó la sibila mirando de reojo a los dos muchachos. Todas las vacas enfermas; una recién operada, ya sabían los señoritos; ni tanto así de hierba con qué mantenerlas; la fuente sequita y el prado que daban ganas de llorar… ¡Leche! Que le pidiesen oro, que le pidiesen plata fina; pero leche… Y ya Manuela, desalentada por las exageraciones de la bruja, iba a conformarse con un poco de agua y suero, que la hechicera aseguraba ser regalo de un yerno suyo. Pero Perucho le arrancó de las manos el cuenco de barro lleno de aquella insípida mixtura.

      —Pareces tonta… ¿Que no hay leche? Vamos a ver ahora mismo si la hay o no la hay.

      Vertió el líquido que llenaba el cuenco, y se metió por el establo medio atropellando a la vieja que se le atravesaba delante. ¡No haber leche! ¡No haber leche para él, para el nieto de Primitivo Suárez, para el hijo de Sabel, la que había estado más de diez años haciendo el caldo gordo y enriqueciendo a aquel atajo de pillos de casa de la Sabia! Hasta piezas de loza estaba viendo en el vasar que conocía porque en algún tiempo guarnecieron la cocina de los Pazos… ¡Tenía gracia, hombre, no haber leche! ¡Condenada bruja! Perucho se sentía animado de esa cólera que nos inflama cuando llegamos a la edad adulta contra las personas que hemos tenido que soportar, siéndonos muy antipáticas, en nuestra niñez. Determinado iba, si las vacas no tenían leche, a sangrarlas. Encendió un fósforo y alumbró las profundidades de la cueva: lo primero con que tropezaron sus ojos fue con unas ubres turgentes, unos pezones sonrosados, lubrificados por la linfa que rezumaba de la odre demasiado repleta. Arrimó el cuenco, echó mano… , calentó con dos o tres fricciones o golpecitos… ¡Santo Dios! ¡Qué chorro grueso, perfumado, mantecoso! ¡Qué bien soltaba la blanda teta su río de néctar, y qué calientes gotas salpicaban los párpados y labios de Perucho al ordeñar! ¡Qué espuma cándida la que se formaba en la cima del cuenco, rebosando en burbujas que, al evaporarse, dejaban un arabesco, una blanca orla de randas sobre el barro! Loco de gozo, Perucho acarició el grueso cuello de la vaca, salió con su tazón lleno, y se lo metió a Manuela en la boca.

      —¿Que no había leche, eh, señora María de los demonios? —gritó—. ¿Que no había leche? Para mí lo hay todo ¿me entiende usted? ¡Caracoles! ¡Como vuelva a mentir! ¡Por embustera le

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