Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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correr un poco. Como una saeta se emboscó entre los árboles de la orilla, y desapareció en la espesura dándose traza para que Perucho no supiese dónde se había metido. Pero al muchacho le asustó aquella pequeña contrariedad como si realmente su amiga se le perdiese de vista, y gritó llamándola con oprimido corazón y angustiada voz: tan angustiada, que Manuela salió al punto de los matorrales, renunciando a continuar el juego.

      —¿Qué te pasa? —dijo riéndose al ver el semblante demudado de Perucho.

      —¿Qué… ? Que no me hagas judiadas… Vamos juntos, ¿entiendes? Tú no te apartes de mí. ¿Dónde estabas? No, no sirve esconderse.

      —Pues cálzame —exclamó ella sentándose en un peñasco.

      La calzó enjugándole antes los pies húmedos con la falda de su americana, y bromeando ya sobre el enfado y el susto del escondite.

      —Y ahora… —murmuró la niña mientras él lidiaba con un botón empeñado en resbalarse del ojal —¿a dónde vamos? ¿Seguimos como locos?

      —Ahora… ahora ven conmigo… Ya pararemos, mujer.

      Echaron monte arriba, alejándose de la refrigerante atmósfera del río. Aquella montaña era más áspera aún, y en el suelo dominaban las carrascas y las encinas, que daban alguna sombra; pero siendo muy agria la subida, en los puntos descubiertos quemaba el sol de un modo insufrible. Manuela jadeaba siguiendo a Perucho, que parecía llevar un objeto determinado, pues miraba a un lado y a otro para orientarse. Al fin, divisó una encina vieja, un tronco perforado y hueco donde aún gallardeaba algún ramaje verde en lugar de la copa desmochada; dio un grito de júbilo, metió la cabeza dentro con precaución, luego la mano, armada de una navaja, luego el brazo todo… y al cabo de unos cuantos minutos de manipulación misteriosa, sacó en triunfo algo, algo que hizo exhalar a la montañesa clamor alegre.

      ¡Un panal soberbio de miel rubia, pura y balsámica, de aquella miel natural, un millón de veces más sabrosa que la de colmena, como si el insecto, libre ciudadano de su inocente república, ajena al protectorado del hombre, libase un néctar más puro en los cálices de las flores, un polen más fecundo en sus estambres, elaborase un propóleos más adherente para afianzar la celdilla, y emplease procedimientos de destilación más delicados para melificar la esencia de las plantas, el jugo precioso recogido aquí y acullá, en el prado, en la vega, en el castañar, en el monte!

      Manuela chillaba, reía de placer.

      —Pero tú mucho discurres… Pero ¿de dónde sacaste eso… ? Pero tú creo que echas las cartas como la Sabia… ¿Quién te contó que ahí había miel?

      —¡Boba! ¡Gran milagro! Supe que unos hombres de las Poldras pillaron en este sitio un enjambre… pregunté si habían registrado el nido de la miel y contestaron que no, que ellos sólo andaban muertos y penados por las abejas, para llevarlas al colmenar… Yo dije ¡tate!, pues los panales han de estar allí, en un árbol hueco… Ya ves cómo acerté. ¿Qué tal el panalito? ¡Pecan los ojos en mirarlo!

      —¿Y si estuviesen en el tronco las abejas, ahora que andan tan furiosas con la borrachera de la flor del castaño? Te comían vivo.

      —¡Bah! Yo sé la maña para que no piquen… Hay que meter poco ruido, moverse despacio y bajarse al suelo cuando le sienten a uno…

      —¡A comer, a comer la miel! —gritó la montañesa palmoteando.

      —Ven, aquí hay una sombra, ¡una sombra que da la hora!

      Era la sombra la de una encina cuyas ramas formaban pabellón, y que caía sobre un ribazo todo estrellado de flores monteses, donde crecía el tojo o escajo tan nuevo y tierno, que sus pinchos no lastimaban. Además parecía como si la mano del hombre hubiese labrado allí esmeradamente un asiento, a la altura exigida por la comodidad. Perucho sacó su navaja, y del bolsillo del chaquetón hizo surgir el pedazo de brona tomado contra la voluntad de su dueña la Sabia. Partiolo en dos mitades desiguales, dando la mayor a su compañera; y el panal de miel se sometió al mismo reparto. Sentada ya, tranquila, descansando de la larga caminata y del calor sufrido, con esa sensación de bienestar físico que produce el reposo después de un violento esfuerzo muscular, y la pregustación de un manjar delicioso, virgen, fresco, sano, que hace fluir de la boca el humor de la saliva, Manuela, antes de hincar el diente en la miel puesta sobre el zoquete de pan, tocó en el hombro a su compañero:

      —Mira, en comiéndola nos largamos, y vuelta a casita… ¿eh? Ya me parece que dieron las doce en el campanario de Naya… Sabe Dios a qué hora llegaremos allá, y lo que andarán preguntando por nosotros.

      Él le echó el brazo al cuello, y con los dedos le daba golpecitos en la garganta.

      —Hoy no se vuelve —murmuró casi a su oído.

      Pegó un respingo la muchacha.

      —¿Tú loqueas? Si fuese en otro tiempo… bien, nadie se amoscaría; pero ¿ahora que está el tío Gabriel? Se armaría un ruido endemoniado por toda la casa.

      Perucho le tiró de la trenza.

      —Hoy no se vuelve… No me repliques, que no puede ser. Hoy no se vuelve… ¿Sabes por qué? Por lo mismo, por eso… porque está tu tío, tu caballero de tío. Calla, calla, vidiña… Si quieres volver, vuélvete tú sola, muy enhorabuena; yo me quedo aquí… Yo no voy más a los Pazos.

      —A mí se me figura que tú chocheaste. Lo que a ti se te ocurre, no se le ocurre ni al mismo Pateta. ¡No volver a los Pazos! Pues apenas se alborotaría aquello todo.

      —¿Y qué nos importa, di? —murmuró el mancebo con ardorosa voz—. Tú eres muy mala, Manola: sí señor, muy mala; tú no me quieres a mí así, a este modo que yo te quiero. ¡Qué me has de querer! Ni siquiera sabes lo que es cariño… de este. ¿Lo entiendes? Pues no lo sabes. Vamos, yo no digo que tú no me quieras una miajita; si me muriese, llorarías, ¡quién lo duda!, llorarías una semana, un mes… y te acordarías de mí un año… y soñarías conmigo por las noches, y después… te casarías con el tío Gabriel, y se acabó… se acabó Perucho.

       Su voz temblaba, enronquecida por la pasión.

      —¡Qué cosas dices! ¡Con el tío Gabriel! —exclamó la montañesa dilatando las pupilas de asombro y limpiándose distraídamente con el pañuelo la boca untada de pegajosa miel.

      —O con otro del pueblo, otro señor elegante y de fachenda, así por el estilo… ¡Malacaste! Oye tú: aquí en la aldea no se hace uno cargo de ciertas cosas… pero allá en el pueblo… los estudiantes… unos con otros… nos abrimos los ojos… nos despabilamos… ¿estás? Allá… cuando me preguntaban los compañeros que si tenía novia y que por qué no tomaba una en Orense… atiende, atiende… les dije así: —Tengo mi novia, ya se ve que la tengo, y es más bonita que todas las vuestras, y se llama Manuela, Manuela Ulloa… —. Y ellos a decir: —¿Quién?, ¿la hija del marqués? —La misma que viste y calza… decid ahora que no es bonita, morrales… —. Y ellos con muchísima guasa me saltan: —En la vida la vimos… pero esa no es para ti, páparo… Esa es para un señor, porque es una señorita, hija de otro señor también… y tú eres hijo de una infeliz paisana… ¿eh?, date tono, date tono… —. Le santigüé las narices al que me lo cantó, pero me quedé pensando que lo acertaba… ¿Entiendes? Y tanta rabia me entró, que me eché a llorar como si fuese yo el que hubiese atrapado los soplamocos… Mira si sería verdad… que a… aún… aún…

      Manuela, que

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