Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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suficiente la preparación, un día, después de haber tomado café y leído El Progreso Nacional con el señor Joaquín, le pidió redondamente a su hija.

      Quedose el Leonés hecho un papanatas, sin saber qué decir ni qué cara poner. Realizábase del todo su sueño: el ingreso de Lucía en la esfera señoril tan ambicionada. Mas seamos justos con el señor Joaquín: no le faltó, en tan supremos instantes, la percepción lúcida de ciertos puntos negros de la boda. Vio las edades diferentes, la hacienda de Miranda incógnita, y clara y cierta la rica dote de su hija; en suma, tuvo intuiciones pasajeras del cálculo inicuo que envolvía la demanda. El demandante se mostró hábil estratégico previniendo en cierto modo la sospecha, y anticipándose a los pensamientos del padre.

      —Yo—dijo—no tengo bienes de fortuna; poseo mi carrera, eso sí (Miranda había aprovechado los primeros años de su juventud haciéndose licenciado en Derecho, como suele la mayoría de los españoles), y si el destino me faltase, me sobran ánimos para trabajar y abrir bufete con muy lucida clientela en Madrid. Deseo que mi mujer goce de cómoda posición, pero para ella, por ella sola; nada para mí; yo me basto a mí mismo. La diferencia de caudal me retrajo mucho tiempo de pedir a Lucía; pero pudo más el afecto que me inspira tan preciosa e inocente criatura.... Así y todo, a no asegurarme Colmenar que usted es persona desinteresada y de ánimo generoso, no me decidiera nunca....

      —El señor Colmenar me favorece más de lo que merezco—respondió muy hueco el Leonés—; pero estas cosas han de pensarse.... Dese usted una vuelta por ahí....

      —Dentro de quince días vendré a saber su resolución—repuso discretamente Miranda cogiendo el sombrero.

      Pasolos dado a Satanás, porque era ciertamente ridículo para un hombre de sus ínfulas y categoría pedir la hija de un tendero de ultramarinos, y haber de esperar, como quien dice, en la antesala de la lonja, a que se dignasen abrirle la puerta. Entretanto, el señor Joaquín, leyendo solo el periódico y paladeando solo el café, venía a echarle muy de menos, e íbase arraigando en su mente la idea de la boda. Cada día consideraba más adecuado para yerno al amigo de Colmenar. Con todo, hizo lo que suelen las gentes que gustan de seguir su inclinación sin contraer responsabilidad: asesorarse con algunas personas acerca del asunto, esperando que su aprobación le escudase. Hubo de salirle frustrado el intento. El Padre Urtazu, consultado primero, exclamó con su franqueza navarra:

      —A gato viejo rata tierna. No se pierde el don almibarado y pulido. ¿Pero no ve, desgraciado, no ve que el merengue ese puede ser padre de Lucía? ¡Sabe Dios las liebres que en su vida habrá corrido! Santísima Virgen ¡qué de historias llevará escondiditas en los bolsillos del levitín!

      —Pero usted, ¿qué haría en mi caso, Padre Urtazu?

      —¿Yo? Pensarlo, en vez de quince días, un año; ¡y otro año después, por lo que pudiera tronar!

      —¡Por vida de la Constitución! Usted, Padre, no ha notado los méritos del señor don Aurelio.

      —Los méritos... los méritos.... ¡vaya unos méritos! ¡Pch, pch! ¡Si es mérito ir todo sopladico, y enseñando diez centímetros de puño de camisa... y darla de mozalbete, estando peor que yo, que canas tengo, pero al menos no se me cae la hoja!

      Y el Padre Urtazu se tiraba enérgicamente de los cortos cabellos entrecanos que en sus sienes crecían, fuertes como matas de abrojos.

      —¿Qué dice a eso la chica?—interrogó después de súbito.

      —No hemos hablado aún....

      —¡Pues eso es lo primero, desgraciado! ¡Ay, que con los años se nos va reblandeciendo la mollera! ¿A qué aguarda?

      Vélez de Rada fue todavía más terminante y categórico.

      ¡Casar a su hija de usted con Miranda!—gritó enarcando las cejas y colérico y descompuesto—. ¡Está usted loco! ¡El mejor ejemplar de raza que de diez años a esta parte encontré! ¡Una niña que tiene glóbulos rojos en la sangre, bastantes para surtir a cuantas muñequillas anémicas se pasean por Madrid! ¡Una estatura! ¡Un equilibrio! ¡Unos diámetros! Y con Miranda, que... (aquí la discreción profesional selló los labios del médico, y reinó silencio en la estancia.)

      —Señor Rada...—osó decir el señor Joaquín, que no entendía bien.

      —¿Sabe usted, sabe usted cuál es el deber del padre que tiene una hija como Lucía? Pues buscar, como otro Diógenes, un hombre que en constitución y riqueza de organismo la iguale, y unirlos. ¿Le parece a usted que con este descuido que hay en los enlaces, con los sacrílegos consorcios que solemos presenciar entre naturalezas pobres, viciadas, enfermas, y naturalezas sanas, es posible que muy pronto, a la vuelta de tres o cuatro generaciones, sobrevenga la decadencia fatal de estos pueblos de Europa? O qué, ¿se puede impunemente transmitir a nuestros tataranietos veneno y pus, en vez de sangre?

      Salió el señor Joaquín del gabinete del Esculapio un tanto asustado, pero aún más confuso, sirviéndole únicamente de consuelo el pensar que las desdichas vaticinadas a su prosapia no ocurrirían hasta dentro de un siglo lo más pronto. Y el último percance que en sus consultas matrimoniales le esperaba, fue con una hermana suya viejísima, en sus mocedades planchadora y hoy pensionada y socorrida de su hermano. La infeliz, que arrastrado, había con su difunto vida de perros, exclamó en cascajosa voz, alzando las secas manos y meneando la cabeza temblona:

      —¿Miranda? ¿Miranda? Será un pillo, un condenado: ¡todos los hombres son unos condenados! que los parta un ra....

      No quiso oír más el Leonés, y dio por terminadas las consultas.

      Faltaba el fondo de la cuestión, el parecer de Lucía. Quebrábase el padre la cabeza en busca de un medio diplomático de averiguarlo, cuando la misma niña se lo proporcionó.

      —Papá—interrogó un día con la mejor fe del mundo—, ¿estará enfermo el señor de Miranda? Hace días que no viene por aquí.

      Asió de los cabellos la ocasión el Sr. Joaquín y expuso los planes de Miranda. Lucía escuchaba atenta, con la sorpresa pintada en sus brillantes ojos.

      —Mire usted—pronunció al cabo—. Pues acertaban Rosarito y Carmela al asegurar que el señor de Miranda venía a esta casa por mí. ¡Pero, quién lo dijera!

      —Vamos, hija; ¿qué le contesto a ese señor?—preguntó afanoso el Leonés.

      —¿Papá... qué sé yo? Nunca pensé que quisiera casarse conmigo.

      —Pero a ti.... ¿te gusta el señor de Miranda?

      —Sí que me gusta. Todavía es muy buen mozo, declaró Lucía con naturalidad.

      —¿Y su genio... y su trato...?

      —Muy obsequioso, muy amable.

      —¿Te repugna la idea de que viviese siempre aquí... con nosotros?

      —No tal. Al contrario. Si me divierte mucho cuando viene.

      —Pues.... ¡por vida de la Constitución! ¡Tú también estás enamorada del señor de Miranda!

      —Mire usted.... ¡eso sí que me parece que no! Yo no he pensado despacio en esas cosas, ni sé cómo será el enamorarse; pero se me figura que debe ser así... más de bullanga, y que entrará... vamos, más de prisa y más recio.

      —Pero

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