Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—¡Y vamos! que eso de casarse no sucede todos los días... y es natural que trastorne un poco... es cosa grave, muy grave, ya me lo avisó el Padre Urtazu..., y así es que yo anoche no pegué ojo, y conté todas las horas, las medias y los cuartos que dio el cuco de la antesala... a cada campanada que oía.... ¡tam, tam!, exclamaba yo ¡maldito! aguárdate, que voy a taparme la cara con las sábanas, y a llamar el sueño, y no volverás a hacer de las tuyas..., pero ni por esas. Ahora, como ya pasó, es lo mismo que cuando hay que saltar un foso muy ancho: se salta, ¡zas!, y ya no se piensa en ello. ¡Se acabó!
Miranda se reía, sentado próximo a su novia, mirándola de cerca y hallándola muy linda, transformada casi con el tocado de viaje y la animación que encendía sus mejillas y arrebolaba su fresca tez. Lucía también comenzaba a recobrar la antigua familiaridad con Miranda, algo interrumpida últimamente por la novedad de la situación respectiva de ambos.
—No se ría usted de mis tonterías, señor de Miranda—murmuró la niña.
—Hazme el favor de no equivocarte, hija... me llamo Aurelio, y debes hablarme de tú como yo a ti.... ¿sabes?
Todo este diálogo pasaba en discreto tono, a media voz, inclinados el uno hacia el otro ambos interlocutores, con misterioso y casi amante silabeo. El testigo de vista, silencioso, recostado en un ángulo, imponía a la plática de los esposos, plática llana y corriente, cierta intimidad y secreto que acrecentaban su atractivo, dándole visos de tierno coloquio. Las mismas cosas, dichas en alto, serían indiferentes y sencillas por demás. De ordinario sucede así, que no sean las palabras importantes en sí mismas, sino por el tono con que se pronuncian y el lugar en que se colocan, a la manera de menudas piedrecillas que incrustadas convenientemente en la labor de mosaico, ya dibujan un árbol, ya una casa, ya un rostro.
Detúvose al cabo el tren en Venta de Baños, y las luces de la estación mostraron su encendida pupila a través de la niebla leve de sosegada noche de otoño.
—¿Es aquí? ¿Es aquí donde nos bajarnos y se cena?—preguntó Lucía, a quien el suceso, nuevo para ella, de una cena en la estación, abría a un tiempo apetito y curiosidad.
—Aquí—contestole Miranda en tono mucho menos regocijado—. ¡Ahora, cambio de tren! ¡Los suprimiría todos! No hay cosa más incómoda. Busque usted el equipaje para que no se lo lleven a Madrid... mueva usted todos esos embelecos....
Diciendo lo cual, cogió de la red manta, saco y lío de paraguas; pero Lucía con su juvenil vigor y sus hábitos de hija del pueblo arrebatole de la mano lo más pesado, el saco, y brincando, ligera como un ave, al suelo, dio a correr hacia la fonda.
Sentáronse a la mesa dispuesta para los viajeros, mesa trivial, sellada por la vulgar promiscuidad que en ella se establecía a todas horas; muy larga y cubierta de hule, y cercada como la gallina de sus polluelos, de otras mesitas chicas, con servicios de té, de café, de chocolate. Las tazas, vueltas boca abajo sobre los platillos, parecían esperar pacientes la mano piadosa que les restituyese su natural postura; los terrones de azúcar empilados en las salvillas de metal, remedaban materiales de construcción, bloques de mármol blanco desbastados para algún palacio liliputiense. Las teteras presentaban su vientre reluciente y las jarras de la leche sacaban el hocico como niños mal criados. La monotonía del prolongado salón abrumaba. Tarifas, mapas y anuncios, pendientes de las paredes, prestaban al lugar no sé qué perfiles de oficina. El fondo de la pieza ocupábalo un alto mostrador atestado de rimeros de platos, de grupos de cristalería recién lavada, de fruteros donde las pirámides de manzanas y peras pardeaban ante el verde fuerte del musgo. En la mesa principal, en dos floreros de azul porcelana, acababan de mustiarse lacias flores, rosas tardías, girasoles inodoros. Iban llegando y ocupando sus puestos los viajeros, contraído de tedio y de sueño el semblante, caladas las gorras de camino hasta las cejas los hombres, rebujadas las mujeres en toquillas de estambre, oculta la gentileza del talle por grises y largos impermeables, descompuesto el peinado, ajados los puños y cuellos. Lucía, risueña, con su ajustado casaquín, natural y sonrosada la color del semblante, descollaba entre todos, y dijérase que la luz amarillenta y cruda de los mecheros de gas se concentraba, proyectándose únicamente sobre su cabeza y dejando en turbia media tinta las de los demás comensales. Les trajeron la comida invariable de los fondines: sopa de hierbas, chuletas esparrilladas, secos alones de pollo, algún pescado recaliente, jamón frío en magrísimas lonjas, queso y frutas. Hizo Miranda poco gasto de manjares, despreciando cuanto le servían, y pidiendo imperativo y en voz bastante alta una botella de Jerez y otra de Burdeos, de que escanció a Lucía, explicándole las cualidades especiales de cada vino. Lucía comió vorazmente, soltando la rienda a su apetito impetuoso de niño en día de asueto. A cada nuevo plato, renovabásele el goce que los estómagos no estragados y hechos a alimentos sencillos hallan en la más leve novedad culinaria. Paladeó el Burdeos, dando con la lengua en el cielo de la boca, y jurando que olía y sabía como las violetas que le traía Vélez de Rada a veces. Miró al trasluz el líquido topacio del Jerez, y cerró los ojos al beberlo, afirmando que le cosquilleaba en la garganta. Pero su gran orgía, su fruto prohibido, fue el café. No acertaremos jamás los mínimos y escrupulosos cronistas del señor Joaquín el Leonés, cuál fuese la razón secreta y potísima que le llevó a vedar siempre a su hija el uso del café, cual si fuese emponzoñada droga o pernicioso filtro: caso tanto más extraño cuanto que ya sabemos la afición desmedida, el amor que al café profesaba nuestro buen colmenarista. Privada Lucía de gustar de la negra infusión, y no ignorante de los tragos que de ella se echaba su padre al cuerpo todos los días, dio en concebir que el tal brebaje era el mismo néctar, la propia ambrosía de los dioses, y sucedíale a veces decir a Rosarito o a Carmela:
—Deja, que en casándome, yo tomaré café. ¡Pues no!
No era muy genuino, ni muy aromático el del fondín de Venta de Baños; y con todo eso, al introducir en sus labios por vez primera la cucharilla, al sentir el leve amargor y el tibio vaho que la penetraban, experimentó Lucía hondo estremecimiento, algo como una expansión de su ser, cual si a un tiempo se abriesen sus sentidos, semejantes a capullos de arbusto que a la vez florecen todos. La copa de chartreuse , bebida despacio, le dejó en la lengua y en los dientes un aroma penetrante y fortalecedor, una sed grata, ligerísima, que apagaban los sorbos últimos del café, saturados del fino polvillo que en remolinos lentos se depositaba en el fondo de la taza.
—¡Si viniese papá ahora—murmuró—, qué diría!
Miranda y Lucía fueron los últimos en alzarse de la mesa. Los restantes viajeros se desparramaran ya por el andén a fin de coger sitio en el expreso, que acababa de llegar y detenerse, vibrante aún de su rápida marcha, en la estación.
—Vamos—advirtió Miranda—, vamos, que el tren va a salir.... No sé si hallaremos un departamento desocupado.
Emprendieron su peregrinación, recorriendo la línea de vagones, en busca del departamento vacío. Halláronle, al fin no sin trabajo, y tomaron posesión de él, arrojando sus fardos en los almohadones. La luz opaca del farol, filtrándose a través de la cortinilla de azul tafetán; el gris uniforme y mate del forro, que parecía blanquecina colgadura; el silencio, la atmósfera reposada, sucediendo a la claridad brutal y a la confusa batahola del fondín, convidando estaban a apacible sueño y sosiego. Desabrochó Lucía la goma de su sombrero, colocándolo en la red.
—Estoy aturdida—dijo pasándose la mano por la frente—. Me pesa algo la cabeza; tengo calor.
—Los licores.... Las bebidas—respondió festivamente Miranda—. Descansa un instante, mientras facturo el equipaje. Es formalidad precisa aquí....
Diciendo esto, levantó uno de los cojines del coche; metió debajo su manta enrollada para que formase cabecera, alzó el brazo