Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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maletín, que dejó caer a su lado, sobre los cojines. Cerrando la portezuela, sentose en un ángulo, pegada la frente al vidrio, frío como el hielo y empañado por el rocío de la noche. No se veía más que la negrura exterior, que apenas contrastaba la confusa penumbra del andén, el farolillo del guarda que lo recorría, y los mustios reverberos aquí y allí esparcidos. Cuando el tren rompió a andar, pasaron unas chispas, rápidas como exhalaciones, ante el cristal en que apoyaba su rostro el recién llegado.

      —IV—

      Al cual no dejó de parecer extraña y desusada cosa—así que, cesando de contemplar las tinieblas, convirtió la vista al interior del departamento—el que aquella mujer, que tan a su sabor dormía, se hubiese metido allí en vez de irse a un reservado de señoras. Y a esta reflexión siguió una idea, que le hizo fruncir el ceño y contrajo sus labios con una sonrisa desdeñosa. No obstante, la segunda mirada que fijó en Lucía le inspiró distintos y más caritativos pensamientos. La luz del reverbero, cuya cortina azul descorrió para mejor examinar a la durmiente, la hería de lleno; pero según el balanceo del tren, oscilaba, y tan pronto, retirándose, la dejaba en sombra, como la hacía surgir, radiante, de la obscuridad. Naturalmente se concentraba la luz en los puntos más salientes y claros de su rostro y cuerpo. La frente, blanca como un jazmín, los rosados pómulos, la redonda barbilla, los labios entreabiertos que daban paso al hálito suave, dejando ver los nacarinos dientes, brillaban al tocarlos la fuerte y cruda claridad; la cabeza la sostenía con un brazo, al modo de las bacantes antiguas, y su mano resaltaba entre las obscuridades del cabello, mientras la otra pendía, en el abandono del sueño, descalza de guante también, luciendo en el dedo meñique la alianza, y un poco hinchadas las venas, porque la postura agolpaba allí la sangre. Cada vez que el cuerpo de Lucía entraba en la zona luminosa, despedían áureo destello los botones de cincelado metal, encendiéndose sobre el paño marrón del levitín, y se entreveía, a trechos de la revuelta falda, orlada de menudo volante a pliegues, algo del encaje de las enaguas, y el primoroso zapato de bronceada piel, con curvo tacón. Desprendíase de toda la persona de aquella niña dormida aroma inexplicable de pureza y frescura, un tufo de honradez que trascendía a leguas. No era la aventurera audaz, no la mariposuela de vuelo bajo que anda buscando una bujía donde quemarse las alas; y el viajero, diciéndose esto a sí mismo, se asombraba de tan confiado sueño, de aquella criatura que descansaba tranquila, sola, expuesta a un galanteo brutal, a todo género de desagradables lances; y se acordaba de una estampa que había visto en magnífica edición de fábulas ilustradas, y que representaba a la Fortuna despertando al niño imprevisor aletargado al borde del pozo. Ocurriósele de pronto una hipótesis: acaso la viajera fuese una miss inglesa o norteamericana, provista de rodrigón y paje con llevar en el bolsillo un revólver de acero de seis tiros. Pero aunque era Lucía fresca y mujerona como una Niobe, tipo muy común entre las señoritas yankees , mostraba tan patente en ciertos pormenores el origen español, que hubo de decirse a sí mismo el que la consideraba: «no tiene pizca de traza de extranjera.» Mirola aun buen rato, como buscando en su aspecto la solución del enigma; hasta que al fin, encogiéndose levemente de hombros, como el que exclamase: «¿Qué me importa a mí, en resumen?», tomó de su maletín un libro y probó a leer; pero se lo impidió el fulgor vacilante que a cada vaivén del coche jugaba a embrollar los caracteres sobre la blanca página. Se arrimó nuevamente entonces el viajero a los helados cristales, y se quedó así, inmóvil, meditabundo.

      El tren seguía su marcha retemblando, acelerándose y cuneando a veces, deteniéndose un minuto solo en las estaciones, cuyo nombre cantaba la voz gutural y melancólica de los empleados. Después de cada parada volvía, como si hubiese descansado, y con mayores bríos, a manera de corcel que siente el acicate, a devorar el camino. La diferencia de temperatura del exterior al interior del coche, empañaba con un velo de tul gris la superficie del vidrio; y el viajero, cansado quizá de fundirlo con su hálito, se dedicó nuevamente a considerara la dormida, y cediendo a involuntario sentimiento, que a él mismo le parecía ridículo, a medida que transcurrían las horas perezosas de la noche, iba impacientándole más y más, hasta casi sacarle de quicio, la regalada placidez de aquel sueño insolente, y deseaba, a pesar suyo, que la viajera se despertara, siquiera fuese tan sólo por oír algo que orientase su curiosidad. Quizá con tanta impaciencia andaba mezclada buena parte de envidia. ¡Qué apetecible y deleitoso sueño; qué calma bienhechora! Era el suelto descanso de la mocedad, de la doncellez cándida, de la conciencia serena, del temperamento rico y feliz, de la salud. Lejos de descomponerse, de adquirir ese hundimiento cadavérico, esa contracción de las comisuras labiales, esa especie de trastorno general que deja asomar al rostro, no cuidadoso ya de ajustar sus músculos a una expresión artificiosa, los roedores cuidados de la vigilia, brillaba en las facciones de Lucía la paz, que tanto cautiva y enamora en el semblante de los niños dormidos. Con todo, un punto suspiró quedito, estremeciéndose. El frío de la noche penetraba, aun cerrados los cristales, a través de las rendijas. Levantose el viajero, y sin mirar que en la rejilla había un envoltorio de mantas, abrió su propio maletín y sacó un chal escocés, peludo, de finísima lana, que delicadamente extendió sobre los pies y muslos de la dormida. Volviose ésta un poco sin despertar, y su cabeza quedó envuelta en sombra.

      Fuera, los postes del telégrafo parecían una fila de espectros; los árboles sacudían su desmelenada cabeza, agitando ramas semejantes a brazos tendidos con desesperación pidiendo socorro; una casa surgía blanquecina, de tiempo en tiempo, aislada en el paisaje como monstruosa testa de granítica esfinge; todo confundido, vago, sin contornos, flotante y fugaz, a imitación de los torbellinos de humo de la máquina, que envolvían al tren cual envuelve a la presa el aliento de fuego de colérico dragón. Dentro del coche silencio religioso; dijérase que era un recinto encantado. El viajero corrió el transparente azul, cubriendo la lámpara; recostose en una esquina cerrados los ojos, y, estirando las piernas, las apoyó en el asiento fronterizo. Así pasaron estaciones y estaciones. Dormitaba él un poco, y después, asombrado del silencio y largo sopor de Lucía, levantábase, receloso de que la hubiese sobrecogido un síncope. Iba a ella, inclinándose, y otra vez tornaba a su rincón, habiendo percibido el ritmo acompasado del pacífico respirar de la niña.

      Difusa y pálida claridad comenzaba a tenderse sobre el paisaje. Ya se discernía la forma de montañas, árboles y chozas; la noche se retiraba barriendo las tembladoras estrellas, como una sultana que recoge su velo salpicado de arabescos argentinos. El estrecho segmento de círculo de la luna menguante se difumaba y desvanecía en el cielo, que pasaba de obscuro a un matiz de azul opaco de porcelana. Glacial sensación corrió por las venas del viajero, que subió el cuello de su americana y llegó los pies instintivamente al calorífero, tibio aún, en cuyo seno de metal danzaba el agua, produciendo un sonido análogo al que se oye en la cala de los buques. De improviso se abrió bruscamente la puerta del departamento, y saltó dentro un hombre ceñudo, calada la gorra de dorado galón, en la mano una especie de tenacilla o sacabocados de acero.

      —¡Los billetes, señores!—gritó en voz seca e imperiosa.

      El viajero echó mano a su chaleco y entregó un trozo de cartón amarillo.

      —¡Falta uno! El billete de la señora. ¡Eh, señora!, ¡señora! ¡El billete!

      Agitábase ya Lucía en su asiento, y echando abajo el chal escocés e incorporándose, se frotaba asombrada los ojos con los nudillos, a la manera de las criaturas soñolientas. Tenía revuelto y aplastado el pelo, y muy encendido el lado del rostro sobre que reposara; una trenza suelta le descendía por el hombro, y, destrenzándose por la punta, ondeaba en tres mechones. Arrugada la blanca enagua, se insubordinaba bajo el vestido de paño; un lazo de un zapato se había desatado, flotando y cubriendo el empeine del pie. Lucía miraba en derredor con ojos vagos e inciertos; estaba seria y atónita.

      —¡El billete, señora! ¡Su billete de usted!—seguía gritándole el empleado, con no muy afable tono.

      —El billete...—repitió ella. Y de nuevo tendió la vista en torno, sin lograr sacudir totalmente el estupor del sueño.

      —Sí,

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