Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—Miranda de Ebro—contestó él lacónicamente.
—¡Qué sed tengo!—murmuró Lucía—. Diera por un vaso de agua....
—Bajémonos: beberá usted en la fonda—respondió Artegui, a quien el imprevisto suceso comenzaba a sacar de su abstracción. Y saltando el primero, ofreció el brazo a Lucía, que se apoyó sin ceremonias, y a impulsos de la sed, echó a correr hacia la cantina, donde algunas botellas empezadas, naranjas a medio exprimir, tarros de horchata y jarabe, frasquitos de azahar, se disputaban un mostrador cubierto de zinc y unos estantes pintados de amarillo. Sirviéronle el agua, y sin dar tiempo a que se disolviese el bolado, la bebió a sorbetones, de prisa; sacudió los mojados dedos, limpiándose después con su pañolito.
Artegui pagó.
—Muchas gracias—dijo ella mirando a su taciturno acompañante—. A gloria me ha sabido. Cuando hay sed.... Muchas gracias, señor don.... ¿cómo se llama usted?
—Ignacio Artegui—pronunció él con visos de extrañeza.
La ingenuidad suele parecerse al descaro, y sólo el candor de aquellos ojos límpidos que se clavaban en él pudo hacer que el viajero distinguiese entre ambas cosas.
—¿No quiere usted algo más?—murmuró—. ¿Desayunarse? ¿Café o chocolate?
—No, no... lo que es por ahora, no siento apetito.
—Pues espéreme en el coche. Voy a arreglar el asunto de su billete de usted.
Volvió en breve, y el tren comenzó de nuevo su marcha, que de noche parecía vertiginosa y fatigosa de día. El sol iba ascendiendo a su cenit, y el calor se anunciaba por ráfagas tibias y pesadas, alientos de fuego que encendían la atmósfera. Ligero polvillo de carbón, procedente de la máquina, entraba por las ventanas, depositándose en los blanquecinos cojines y en el velo de percal que preservaba el respaldo de los asientos. A veces, contrastando con el tufo penetrante del carbón de piedra, venía una bocanada del agreste perfume de los encinares y las praderías, extendidas a uno y otro lado del tren. Tenía el país mucho carácter: eran las Vascongadas, rudas y hermosas. Por todas partes dominaban el camino amenazantes alturas, coronadas de recias casamatas o fuertes castillos recientemente construidos allí para señorear aquellos indomables cerros. En los flancos de la montaña se distinguían anchas zanjas de trincheras o líneas de reductos, como cicatrices en un rostro de veterano. Altos y elegantes chopos ceñían las bien cultivadas llanuras, verdes e iguales, a manera de un collar de esmeraldas. De entre el blanco y limpio caserío se destacaban las torres de los campanarios. Lucía se signaba al verlas.
Al pasar por delante de Vitoria un recuerdo acudió a su mente. Se lo trajeron las largas alamedas que adornan y cercan la ciudad.
—Parecen los árboles de León—murmuró suspirando.
Y añadió en voz más baja, como hablándose a sí misma:
—¡Qué hará ahora el pobre papá!
—¿Se ha quedado su padre de usted en León?—preguntó Artegui.
—Sí, en León.... Si él supiese lo que pasa, tendría un terrible disgusto. ¡Él, que me hizo tantos cientos de encargos y advertencias! Que tuviésemos cuidado con los ladrones... con las enfermedades... con no tomar sol... con no mojarnos.... Vamos, cuando lo pienso....
—¿Es anciano su padre de usted?
—Viejecito, viejecito... pero muy guapo y bien conservado, más hermoso que un oro para mí. Yo logré la suerte de tener el mejor padre de toda España... no ve sino por mis ojos el pobre.
—¿Es usted única, acaso?
—Sí, señor... y huérfana de madre desde que era así—explicó Lucía bajando la extendida mano y colocándola a la altura de sus rodillas—. ¡Qué! ¡si aún mamaba cuando se murió mi madre! Y mire usted, esa fue la única desgracia que yo tuve; porque por lo demás, personas habrá felices, pero más de lo que yo lo fui....
Artegui posó en ella sus ojos dominadores y profundos.
—¡Era usted feliz!—repitió, como un eco del pensamiento de la niña.
—¡Vaya! Sí que lo era. El Padre Urtazu me decía a veces: cuidado, chiquilla; mira que Dios te lo está pagando todo adelantado, y después, cuando te mueras, ¿sabes tú lo que va a decir? Que no te debe nada.
—¿De suerte que usted—preguntó Artegui—nada echaba de menos en su tranquila existencia de León? ¿No deseaba usted nada?
—Deseaba, sí... algunas veces, sin saber qué. Ahora pienso que lo que deseaba era esto: salir, variar algo de vida. Pero no me impacientaba, porque me parecía que, tarde o temprano, llegaría a lograrlo; ¿no es cierto? El Padre Urtazu solía reírse de mí, exclamando: paciencia, que cada otoñillo trae su frutillo.
—El Padre Urtazu.... ¿es jesuita?
—¡Jesuita... y más sabio! Entiende de cuanto Dios crió. Yo algunas veces, por desesperar a doña Romualda, que es la directora de mi colegio, le decía: De mejor gana aprendería con el Padre Urtazu, que con usted.
—¡Y ahora—pronunció Artegui, con la brutal curiosidad de unos dedos que abren a viva fuerza un capullo de flor—, sería usted más feliz que nunca! ¡Digo! ¡Casarse nada menos!
No percibió Lucía el tono irónico que dieron a aquella frase los labios de su acompañante, y respondió con sinceridad:
—Le diré a usted.... Siempre deseé casarme a gusto del viejecito, y no afligirlo con esos amoríos y esas locuras con que otras muchachas desazonan a sus padres.... Mis amigas, digo algunas, veían pasar por delante de su ventana a un oficial de la guarnición.... ¡zas! ya estaban todas derretidas, y carta va y carta viene.... Yo me asombraba de eso de enamorarse así, por ver pasar a un hombre.... Y como al fin nada se me daba de los que pasaban por la calle, y al señor de Miranda ya le conocía, y a padre le gustaba tanto... calculé: ¡mejor! así me libro de cuidados, ¿no es verdad? cierro los ojos, digo que sí y ya está hecho... Padre se pone muy contento y yo también.
Artegui se quedó mirándola tan fijamente, que Lucía sintió, digámoslo así, el peso y el calor de aquellos ojos en sus mejillas, y encendiose toda en rubor, murmurando:
—¡Le cuento a usted cada tontería! Como no tenemos de qué hablar....
Seguía él escudriñando con la vista el franco y juvenil semblante, como una hoja de acero registra la carne viva. Harto sabía que el desahogo y libertad revelan quizá más ausencia de malicia que la cautelosa reserva; mas con todo eso, le maravillaba la extremada sencillez de aquella criatura. Era preciso, para entenderla, observar que la salud poderosa del cuerpo le había conservado la pureza del espíritu. Nunca enlanguideciera la fiebre aquellos ojos de azulada córnea; nunca secara aquellos fresquísimos labios la calentura que consume a las niñas en la difícil etapa de diez a quince. La imagen más adecuada para representar a Lucía, era la de un cogollo de rosa muy cerrado, muy gallardo, defendido por pomposas hojas verdes, erguido sobre recio tronco.
Agobiaba el calor, cada vez más sofocante. Al llegar a Alsasua, quejose nuevamente Lucía de sed, y Artegui, ofreciéndole el brazo, la condujo al comedor de la fonda, recordándole que era razón tomar algo, puesto que tantas horas habían transcurrido