Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—V—
Sería pasada una hora, o quizás hora y media, cuando oyó Lucía herir con los nudillos a la puerta de su cuarto, y abriendo, se halló cara a cara con su compañero y protector, que en los blancos puños y en no sé qué leves modificaciones del traje, daba testimonio de haber ejercido ese detenido aseo, que es uno de los sacramentos de nuestro siglo. Entró, y sin sentarse, tendió a Lucía un portamonedas, amorcillado de puro relleno.
—Aquí tiene usted—dijo—dinero suficiente para cuanto pueda ocurrírsele, hasta la llegada de su marido. Como estos días suelen los trenes sufrir mucho retraso, creo que no vendrá hasta la madrugada; pero de todas suertes, aunque no llegase en diez días o en un mes, le alcanza a usted para esperar.
Mirábale Lucía cual si no comprendiese, y no alargaba la mano para tomar el portamonedas. Él se lo introdujo en el hueco del puño.
—Yo tengo que salir ahora a unos asuntos.... Después cogeré el primer tren que salga. Adiós, señora—añadió ceremoniosamente: y dio dos pasos hacia la puerta.
Entonces ya la niña, comprendiendo, y descolorida y turbada, le asió de la manga de la americana, exclamando:
¿Pero qué... cómo? ¿Qué quiere decir eso del tren?
—Lo natural, señora—pronunció con su ademán cansado el viajero—. Que sigo mi ruta; que voy a París.
—¡Y me deja usted así... sola! ¡Sola aquí, en Francia!—gimió Lucía con el mayor desconsuelo del mundo.
—Señora... esto no es ningún desierto, ni corre usted el riesgo menor, tiene usted dinero, es lo único que hace falta en tierra francesa; estará usted muy bien servida y atendida, yo se lo fío....
—Pero.... ¡Jesús, sola, sola!—repetía ella sin soltar la manga de Artegui.
—Dentro de breves horas estará aquí su marido de usted.
—¿Y si no viene?
—¿Por qué no ha de venir? ¿De dónde saca usted que no vendrá?
—Yo no digo eso—balbució Lucía—; sólo digo que si tardase....
—En fin—murmuró Artegui—, yo tengo también mis ocupaciones.... Es fuerza que me vaya.
No contestó Lucía cosa alguna; antes le soltó, y desplomándose otra vez en el sillón, ocultó el rostro entre ambas manos. Artegui se llegó a ella, y vio que su seno se alzaba a intervalos desiguales, como si sollozara. Entre sus dedos saltaban gotitas de agua, cual saltan de la esponja al comprimirla.
—Alce usted esa cara—mandó Artegui.
Lucía enderezó el rostro sofocado y húmedo, y a pesar suyo, sonriose al hacerlo.
—Es usted una niña—pronunció él en grave tono—, una niña que no tiene obligación de saber lo que acontece en el mundo. Yo, que lo he visto... más de lo que quisiera, sería imperdonable en no desengañarla. El mundo es un conjunto de ojos, oídos y bocas, que se cierran para lo bueno y se abren para lo malo gustosísimas. Mi compañía le hace a usted ahora más daño que provecho. Si su marido de usted no tiene un criterio excepcional—y no hay razón para que lo tenga—, maldita la gracia que le hará encontrarla a usted tan acompañada.
—¡Ay, Dios mío! ¿Y por qué? ¿Qué sería de mí si no le hubiese hallado a usted tan a tiempo? Puede que el bárbaro del empleado me metiese en la cárcel. Yo no sé lo que hará el señor de Miranda; pero lo que es el pobre papá... besaría en donde usted pisa. Estoy segura de ello.
Y Lucía, con un movimiento de apasionada y popular gratitud, hizo ademán de inclinarse ante Artegui.
—Un marido no es un padre...—contestó éste—. Lo racional, lo sensato, señora, es que me vaya. Ya telegrafié a Miranda de Ebro para que, en el caso de hallarse allí su esposo, le digan que está usted aquí en Bayona esperándole. Pero de fijo estará en camino.
—Márchese usted, pues.
Y Lucía volvió a Artegui la espalda, reclinándose en la ventana de codos.
Permaneció Artegui un rato indeciso, de pie en mitad de la estancia, mirando a la niña, que sin duda se estaba sorbiendo las lágrimas silenciosamente. Al fin se acercó a ella, y hablándole casi al oído:
—Después de todo—murmuró—, no hay para qué se apure usted tanto. ¡Guarde usted sus lágrimas, que si vive, tiempo y ocasión tendrán de correr!
Bajando aún más su voz timbrada, añadió:
—Me quedo.
Volviose Lucía con la rapidez de un muñeco de resorte, y batiendo palmas, gritó como una loca:
—Muchas gracias, muchas gracias, señor de Artegui. ¡Ay!, ¿pero se queda usted de veras? Estoy fuera de mí de contenta. ¡Qué gusto, Dios mío! Pero...—dijo de pronto reflexionando—, ¿puede usted quedarse? ¿No le cuesta ningún sacrificio? ¿No le molesta?
—No—respondió Artegui con faz sombría.
—Aquella señora... aquella Doña Armanda que le aguarda a usted en París.... ¿le necesitará también?
—Es mi madre—pronunció Artegui.
Y la respuesta pareció a Lucía satisfactoria, aun cuando realmente no resolviese la duda que acababa de expresar.
Artegui, entretanto, rodando un sillón hasta tocar con la mesa, se sentó, y acodándose sobre el tapiz, escondió el rostro entre las manos, meditabundo. Lucía, desde el hueco de la ventana, observaba sus movimientos. Cuando vio que eran corridos hasta diez minutos sin que Artegui diese indicios de menearse ni de hablar, fuese aproximando quedito, y con voz tímida y pedigüeña, balbuceó:
—Señor de Artegui....
Alzó él el rostro. El velo de niebla cubría otra vez sus facciones.
¿Qué quiere usted?—dijo broncamente.
—¿Qué tiene usted? Me parece que se ha quedado usted así..., muy cabizbajo y muy triste... supongo que será por... lo de antes.... Mire usted, si ha de estar usted tan afligido... creo que prefiero que usted se vaya, sí, señor.
No estoy afligido, estoy... como suelo. ¡Ah!, como usted apenas me conoce, le cogerá de nuevo mi modo de ser.
Y viendo a Lucía que permanecía de pie y con aire contrito, le señaló el otro sillón. Trájolo Lucía arrastrando hasta ponerlo frente al de Artegui, y tomó asiento.
—Hable usted de algo—prosiguió Artegui—; hablemos.... Necesitamos distraernos, charlar... como esta tarde.