Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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estupefacta al no ver a Miranda allí.

      —El señor de Miranda tendrá mi billete—dijo dirigiéndose al empleado, como si éste hubiese de conocer forzosamente a Miranda.

      El empleado, desorientado, se volvió hacia el viajero, tendida la diestra.

      —No me llamo Miranda—murmuró éste.

      Y como viese al empleado furioso, dispuesto a interpelar a Lucía con grosero ademán, añadió:

      —¿Venía alguien con usted, señora?

      —Sí, señor...—contestó Lucía, atribulada ya—. Pues claro está que venía... venía don Aurelio Miranda, mi marido...—y al decirlo, sonriose involuntariamente, de lo nueva y peregrina que se le figuraba tal expresión en su boca.

      —Muy niña parece para casada—pensó el viajero; pero recordando el anillo que había visto lucir en el meñique, añadió en alta voz:

      —¿De dónde venían ustedes?

      —De León. Pero qué, ¿no está? ¡Virgen Santa! Caballero... dígame usted... permitame....

      Y olvidando que el tren andaba, iba a abrir la portezuela rápidamente, cuando el empleado la detuvo asiéndola del brazo con vigor.

      —Eh, señora—dijo en voz ruda—, ¡pues no ve usted que se mata! No se puede salir ahora. ¿Está usted loca? Y acabemos, que yo necesito el billete.

      —No lo tengo; ¡cómo he de hacer, si no lo tengo!—pronunció Lucía acongojada, preñándosele de lágrimas los ojos.

      —Tendrá usted que tomarlo en la primera estación, y pagar multa.

      Y el empleado gruñó más fuerte.

      —No moleste usted más a la señora—dijo el viajero terciando muy a tiempo, que ya empezaban a rodar por las mejillas de Lucía lagrimones como avellanas—. ¡So desatento!—prosiguió con cólera—, ¿no ve usted que ha ocurrido a esta señora un suceso que no podía prever? Ea, márchese usted, o por mi nombre....

      —Ya ve usted, caballero, que tenemos nuestra obligación... nuestra responsabilidad....

      —Váyase usted noramala. Tome usted para el billete de la señora.

      Diciendo esto, introdujo la diestra en el bolsillo de su americana, y sacó unos papeles grasientos y verdosos, cuya vista despejó al punto el perruno entrecejo del empleado, que al recibir el billete bajó dos o tres tonos el diapasón de su bronca voz.

      —Perdone usted—dijo al cogerlo y guardárselo en su sucia y desflorada cartera.... La palabra de usted bastaba. Al pronto le desconocí; pero ahora recuerdo muy bien de su fisonomía, y caigo en la cuenta de que le conozco mucho, y también he conocido a su padre, señor de Artegui....

      —Pues si me conoce—repuso severamente el viajero—, sabrá que gasto pocas palabras ociosas.... Abur.

      Y empujando al importuno hacia fuera, cerrole la portezuela en las narices. Pero súbitamente la abrió otra vez, y ceceando al empleado, que ya corría con no vista agilidad por la angosta plataforma de los estribos, gritole en voz sonora:

      —¡Psit... psit... eh!, que si hay por esos vagones algún señor de Miranda, avísele usted que aquí está su señora.

      Hecho lo cual, se sentó en el rincón, y bajando el vidrio, respiró con ansia el vivificante fresco matinal. Lucía, secando sus ojos del segundo llanto vertido en el curso de tan pocas horas, sentía extraordinaria inquietud de una parte, de otra inexplicable contentamiento. La acción del viajero le causaba el gozo íntimo que suelen los rasgos generosos en las almas no gastadas aún. Moríase por darle las gracias, y no osaba hacerlo. Él, entretanto, miraba amanecer, con la misma atención que si fuese el más nuevo y entretenido espectáculo del mundo. Al fin se resolvió la niña a atreverse, y con balbuciente labio dijo la mayor tontería que en aquel caso decir pudiera (como suele suceder a cuantos piensan mucho y preparan anticipadamente un principio de diálogo).

      —Caballero... es que yo no podré pagarle a usted lo que le debo hasta que encontremos a Miranda. Él llevaba los fondos....

      —Yo no presto dinero, señora—contestó apaciblemente el viajero, sin volver la faz ni dejar de mirar el alba, que rompía por los cielos envuelta en leves vapores de rosa y nácar.

      —Bien... pero no es justo que usted, así, sin conocerme....

      El viajero no contestó.

      —Y dígame usted, por Dios—añadió Lucía con inflexiones infantiles en su voz pura—, ¿qué será de Miranda? ¿Qué le parece a usted de mi situación? ¿Qué hago yo ahora?

      Giró el viajero en su asiento, y quedó frente a Lucía, con aspecto de hombre a quien obligan a ocuparse en lo que no le importa y que se resigna a ello. El timbre fresco de la voz de Lucía le volvió a sugerir la misma reflexión de antes.

      —Imposible parece que esté casada. Cualquiera pensará que sale de un colegio.—Y, de recio, preguntó:

      —Vamos a ver, señora; ¿dónde dejó usted a su marido? ¿Lo recuerda usted?

      —¿Qué sé yo? Si me dormí....

      —¿Y dónde se durmió usted? ¿No lo sabe usted tampoco?

      —En la estación donde cenamos.... En Venta de Baños. Miranda se bajó a facturar el equipaje, y me dijo que descansase un rato, que procurase dormir....

      —¡Y lo ha procurado usted bien!—murmuró con una media sonrisa el viajero—. Duerme usted desde allá... cinco horas seguidas, de un tirón....

      —Pero... es que ayer madrugué tanto.... Estaba rendida.

      Y Lucía se frotó los ojos, cual si otra vez sintiese en ellos la comezón del sueño. Después buscó en su moño dos o tres horquillas, recogiéndose con ellas la rebelde trenza.

      —¿Me ha dicho usted—interrogó el viajero—que venían ustedes de León?

      —Sí, señor.... La boda fue a las once de la mañana; pero yo tuve que madrugar para disponer el refresco...—refirió Lucía con su sencillez de niña no hecha al trato social—. Las tres y media eran cuando salimos de León....

      El viajero la miraba, empezando a comprender el enigma. La niña le daba la clave de la mujer.

      —Debí figurármelo—dijo para su sayo—. ¿Llegaron ustedes juntos hasta Venta de Baños?—preguntó a Lucía después.

      —Sí, sí... allí cenamos. Miranda se quedó sin duda facturando....

      —No puede ser.... La operación de facturar termina siempre a tiempo suficiente para que los viajeros tomen el tren.... Algún incidente imprevisto, algún contratiempo debió de ocurrirle.

      —¿No le parece a usted... diga usted con franqueza... lo habrá hecho a propósito, eso de dejarme?

      Tan pueril y sincera congoja revelaba el semblante de Lucía al pronunciar esto, que la seria boca del viajero hubo de sonreírse nuevamente.

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