Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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mejillas, dándole tan modesto porte, cuando en León cruzaba bajo las bóvedas medio derruidas y llenas de andamiaje de la catedral. La de Bayona le pareció linda como un dije de filigrana; pero no pudo oír en ella tan devotamente la misa: se lo estorbaba la pulcritud esmerada del templo, semejante a caja primorosa; los colores vivos de las figuras neobizantinas pintadas sobre oro en el crucero, o la novedad de aquel coro descubierto, de aquel tabernáculo aislado y sin retablo, el moverse de los reclinatorios, el circular de las alquiladoras de sillas. Parecíale estar en un templo de culto diverso del que ella profesaba. Una Virgen blanca, con filetes de oro en el manto, que presentaba el divino infante en una de las capillas de la nave, la tranquilizó algo. Allí rezó buena porción de salves, deshojó las rosas sangrientas del rosario, los místicos lirios de la letanía. Salió del templo con ligero paso y alegre corazón. Lo primero que vio a la puerta fue a Artegui, contemplando con interés la gótica forma de la portada.

      —Ya he puesto cantidad de telegramas a las diversas estaciones, señora—dijo descubriéndose cortésmente al verla—. En especial a la más importante, Miranda de Ebro. Me he tomado la libertad de firmar con su nombre de usted.

      —Gracias... pero ¿qué? ¿no oyó usted misa? exclamó la niña mirándole atenta al rostro.

      —No, señora. Vengo, como le he dicho a usted, de la oficina de telégrafos—contestó él evasivamente.

      —Pues dese usted prisa si quiere alcanzarla. En este mismísimo instante salía el sacerdote revestido....

      Contrajose levemente la faz de Artegui.

      —No oigo misa—repuso entre grave y chancero—. A menos que usted manifestase formal empeño... en cuyo caso....

      —¡No oír misa!—pronunció la niña, y veló sus pupilas el asombro, y turbose toda—. ¿Y por qué no oye usted misa? ¿No es usted cristiano?

      —Supongamos que no lo fuese—balbució él muy quedo, como reo que confiesa su crimen ante el juez, y meneando melancólicamente la cabeza.

      —¡Pues qué es usted.... Dios mío!

      Y Lucía cruzó acongojada las manos.

      —Lo que el Padre Urtazu llamaría... un incrédulo.

      ¡Ah!—gritó ella con ímpetu—. El Padre Urtazu diría que son unos malvados los incrédulos todos.

      —Pudiera añadir el Padre Urtazu que todavía son más infelices.

      —Es verdad—replicó Lucía trémula aún, como arbusto sacudido por el cierzo—. Es verdad: todavía más infelices. El Padre Urtazu no diría, de seguro, otra cosa. ¡Y tan infelices como son! ¡Madre mía del Rosario!

      Inclinó la niña la pensativa frente, y quedose anodada, aturdida por el golpe repentino. El sentimiento religioso, dormido hasta entonces, con todos los demás, en el fondo de su alma plácida y serena, despertábase potente al impensado choque. Iban mezcladas dos sensaciones: de punzante lástima la una, de terror y repulsión la otra. Quería apartarse espantada de Artegui, y aun se derretían de compasión sus entrañas sólo al mirarlo. La gente salía de misa; vertía el pórtico ondas y ondas humanas, y Lucía, en pie, no acertaba a separarse de aquella catedral, erguida y blanca como una mártir cristiana en el circo. Le presentó Artegui en silencio el brazo, y ella, dudosa al pronto, aceptó por fin, caminando ambos automáticamente en dirección al hotel. La mañana, un tanto encapotada, prometía temperatura menos cálida y más grata que la de la víspera. Corría regalado fresquecillo, y tras del celaje brumoso adivinábase la sonrisa del sol, como suele columbrarse el amor al través del enojo.

      —Está usted triste, Lucia—dijo Artegui a la niña afectuosamente.

      —Un poco, Don Ignacio—y Lucía arrancó del pecho doliente suspiro—. Y usted tiene la culpa—añadió en blando son de amenaza.

      —¿Yo?

      —Usted, sí. ¿Por qué dice usted esas tonterías que no pueden ser?

      —¿Que no pueden ser?

      —Sí, señor. ¿Cómo es posible que no sea usted cristiano? Vamos, que no dice usted lo que siente.

      —¿Qué le importa a usted eso, Lucía?—exclamó él, llamándola segunda vez por su nombre—. ¿Es usted acaso el Padre Urtazu? ¿Soy yo alguien que a usted le interese o le importe? ¿Le han de pedir a usted cuenta de mi alma en algún tribunal? ¡Niña!, eso a usted no le va ni le viene.

      —¡No que no! ¡Vaya, Don Ignacio, que hoy está usted de lo más... de lo más desatinado! ¡Que no me ha de importar a mí que usted se condene o se salve, que usted sea cristiano o judío!

      —Judío... lo que es judío no lo soy—respondió Artegui, tratando de dar al diálogo giro festivo.

      —Es lo mismo... renegar de Cristo es ser judío en suma.

      —Dejémonos de eso, Lucía; no quiero verla a usted con ese gesto; ¡se pone usted fea!—dijo en tono desahogado él, aludiendo por vez primera a las condiciones físicas de Lucía—. ¿Qué desea usted ahora? ¿Quiere usted que la lleve a ver alguna curiosidad de este pueblo? ¿El hospital? ¿Los fuertes?

      Hablaba afable cual nunca, y Lucía se aplacó, como las crespas olas al cubrirlas capa de aceite.

      —¿No podríamos salir a dar una vuelta por el campo? Me muero por los árboles.

      Artegui torció hacia el teatro, ante cuyo pórtico aguardaban dos o tres cochecillos de los llamados cestos. Hizo breve seña al más próximo, y el auriga vasco, alzando su fusta, halagó con ella el anca de las tarbesas jaquitas, que, la cerviz enhiesta, se prepararon a arrancar. Saltó Lucía, recostándose en el ligero vehículo, y Artegui se acomodó a su lado, ordenando:

      —Camino de Biarritz.

      Salió el carruaje veloz como un dardo, y Lucía cerró los ojos, gozando en no pensar, en sentir las rápidas caricias del viento, que echaba atrás las puntas de su corbata, los undívagos mechones de su cabellera. Pintoresco y ameno, el camino merecía, no obstante, una mirada. Eran cultivadas tierras, casas de placer con picudos techos, parques ingleses de fresco césped y menuda grama, amarillenta ya, como de otoño. Al divisar torcida vereda que, desviándose de la carretera, culebreaba por entre los sembrados, detuvo Artegui con un grito al cochero, y dio a Lucía la mano para que descendiese. Buscó el vasco el abrigo de unas tapias donde parar sin riesgo el sudoroso tronco, y Artegui y Lucía se internaron a pie siguiendo el senderito, ella delante, recobrada su alegría infantil, su gozar inocente en el cansancio del cuerpo. La cautivaba todo, las flores del trébol, que salpicaban de una lluvia de pintas carmesíes el verdinegro campo; las manzanillas tardías y los acianos pálidos en las lindes, las digitales que cogía risueña haciéndolas estallar con las dos manos, los rizados airones del apio, las acogolladas coles, puestas en fila, separada cada fila por un surco, semejante a una trinchera. La tierra, de puro labrada, abonada, removida, tenía no sé qué aspecto de decrepitud. Sus poderosos flancos parecían gemir, sudando una humedad viscosa y tibia, mientras en los linderos incultos, al borde del caminillo, quedaban aún rincones vírgenes, donde a placer crecían las bellas superfluidades campestres, las gramineas vaporosas, las florecillas multicolores, los agudos cardos.

      No cabiendo juntos por la angosta senda, iban Lucia y Artegui uno tras otro, si bien Artegui a veces se echaba a campo traviesa, sin gran respeto de la ajena propiedad. Detuvo al fin la niña su indisciplinada carrera al pie de espesos mimbrales,

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