Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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heredad se cultivaban. En la blanca cinta de la carretera distinguieron un punto negro: el cesto con las jacas. No picaba el sol; su luz se cernía por un velo de nubes, y la campiña tenía tonos mates, verdes glaucos, amarilleces areniscas, lejanías delicadamente cenicientas, suaves matices que se copiaban en la ciénaga tranquila.

      —Esto es muy hermoso, Don Ignacio—dijo Lucía por decir algo, pues pesaba sobre su alma el silencio, la soledad profunda del lugar—. ¿No le gusta a usted?

      —Sí que me gusta—contestó Artegui distraídamente.

      —Bien que a usted parece que no le gusta nada.... Siempre está usted como cansado... es decir, cansado no, es más bien triste. Mire usted—siguió la niña, asiendo de un flexible mimbre y divirtiéndose en coronarse con la obediente rama—, ¡a que no es usted capaz de creer que su tristeza se me va pegando, y que también yo me hallo así... no sé cómo, preocupada, vamos! Diera... lo que no sé por verle contento y... natural, como son todos los hombres. Usted no tiene el mirar ni la cara como los demás, Don Ignacio.

      —Pues viceversa—respondió él—; a mí se me comunica su alegría de usted, y a veces aún gasto mejor humor del que usted misma gastaría. También el júbilo es contagioso.

      Díjolo atrayendo a sí otra rama de mimbre que descortezó con las uñas, arrojando las tiras de película tierna al pantano, y mirando fijamente los círculos que en el agua abrían al caer.

      —Claro está que sí—afirmó Lucía—. Y si usted quisiera ser franco, si usted se decidiese a... confiarme lo que así le aflige, vería cómo en un santiamén le disipaba yo esa sombra que tiene en la cara. No sé por qué se me figura que tanta seriedad, tanto ceño, tanto caimiento de animo, no nace de que usted sea desdichado de veras, sino allá de.... ¡qué sé yo!, de niñerías, de ideas sin ton ni son que le bullen a usted en los cascos. ¿A que acerté?

      —Tan plenamente—exclamó Artegui soltando la rama de mimbre y asiendo la mano de la niña—, que ahora me confirmo en creer que los seres puros poseen cierta presciencia, cierta intuición maravillosa y singularísima, negada a los que conocemos, en cambio, el triste misterio del vivir.

      Lucía, seria e inmutada, miraba a su compañero de viaje.

      —¡Lo ve usted!—acertó a pronunciar por fin, buscando en los ángulos de su boca la sonrisa, y hallándola a duras penas—. De modo que ya pasaron todas esas ideas sin fundamento, que son como los castillos de naipes que me hacía padre siendo yo chiquita; soplaba, y, ¡patatás!, al suelo.

      —En eso yerra usted, hija—dijo Artegui soltándole la mano con uno de sus lánguidos movimientos de autómata—. Es lo contrario lo que sucede. Cuando nace y se engendra la tristeza de alguna causa, puede desaparecer si la causa cesa; pero si la tristeza brota espontáneamente como esas malas hierbas y esos juncos que usted ve al borde del pantano; si está en nosotros; si forma la esencia de nuestro ser mismo; si no se encuentra aquí ni allí solamente, sino en todas partes; si ninguna cosa de la tierra alcanza a darle alivio, entonces... créame usted, niña, el enfermo está desahuciado. No hay esperanza.

      Hablaba sonriente, pero era su sonrisa semejante a la luz que alumbra un nicho.

      —Pero, sepamos...—interrogó Lucía a pesar suyo con angustiosa y febril curiosidad—. ¿Pesa sobre usted alguna desdicha? ¿Alguna pena grande?

      —Ninguna de las que el mundo llama tales.

      —¿Tiene usted familia... que le quiera?

      —Mi madre me adora.... ¡y si no fuese por ella!—declaró Artegui abandonándose, como mal de su grado, a la dulce corriente de la confianza.

      —¿Y su padre de usted?

      —Murió años ha. Era vascongado, emigrado carlista, hombre de grande energía, de muchos ánimos: internáronle en Francia, viose pobre y solo, trabajó como se había batido... como un león, hasta llegar a poder establecer una vasta agencia de comercio, enriquecerse, adquirir en París casa propia, y casarse con mi madre, que es de una familia distinguida de Bretaña, legitimista también. No tuvieron más hijo que yo: me adoraron, sin descuidar mi educación ni excederse en mimos y locuras; estudié, vi mundo; dije que quería viajar, y me abrió mi madre su bolsa anchamente; tuve, hombre ya, algún capricho, muchos caprichos, y se cumplieron. He visto los Estados Unidos y el Oriente, sin hablar de Europa; paso los inviernos en París, y los veranos suelo visitar España; mi salud es buena y no soy viejo. Ya ve usted que soy lo que suele la gente denominar... un mimado de la fortuna, un hombre feliz.

      —Es cierto—dijo Lucía—; pero ¡quién sabe si por eso mismo estará usted así! He oído decir que para que el pan sepa bien hay que ganarlo: verdad que yo no lo gano, y hasta ahora no me amargó.

      —Tiempo hubo—murmuró Artegui como respondiéndose a sí mismo—en que creí provenía mi indiferencia de la seguridad de mi vida, y en que deseé deberme a mí mismo, a mí solo, el subsistir. Dos años rehusé los auxilios de mis padres, y, entrando en calidad de socio industrial en una gran empresa, dime a trabajar con ardor. Gané más de lo necesario; me seguía, como rendida amante, la suerte; pero aquella especulación sin tregua ni entrañas me provocaba náuseas, y quise probar alguna labor en que entendimiento y cuerpo fuesen unidos, y en que la ganancia no alcanzase más que a no dejarme morir de hambre. Estudié la medicina, y, aprovechando la guerra que a la sazón ardía en el Norte de España, vine al cuartel de Don Carlos. El nombre de mi padre me abrió todas las puertas y me dediqué a ejercer en los hospitales....

      —¿Fue entonces cuando curó usted a Sardiola?

      —Exactamente. Tenía el pobre diablo un metrallazo horrible: partida la mejilla, interesada la mandíbula, y desangrándose a más andar por la arteria. Una cura difícil, pero afortunadísima. Muchas hice entonces, y fue aquel el tiempo en que menos me acosó el cansancio moral. Pero en cambio....

      Artegui se detuvo, temeroso de proseguir.

      —Diga usted, diga usted—interrogó Lucía ansiosamente.

      —¡Para qué, señora! ¿para qué? Ni sé por qué le he contado a usted ya tantas cosas ridículas, y para usted, probablemente, ininteligibles... como son los sueños del demente para los cuerdos.

      —No, señor—declaró Lucía ofendida—; le entiendo a usted muy bien, y en prueba de ello voy a adivinar eso que se calló. ¡Verá usted que sí!—gritó, cuando Artegui hubo meneado sonriendo la cabeza—. Usted se aburrió menos en esa temporada en que fue médico de afición; pero en cambio... con ver tanto muerto, y tanta sangre, y tanta barbaridad, aún se volvió usted más... más judío que antes. ¿No es así? ¿Di o no di en ello?

      Artegui la miró, y con mudo asombro frunció el entrecejo sin replicar.

      —¿Y quiere usted que le diga? Pues eso, eso es lo que usted tiene, y por lo que está usted tan a mal con la suerte y consigo mismo. Si usted fuese buen cristiano podría usted estar triste, pero... de otra manera, vamos, de otra manera; con tristeza más dulce y más resignada. Porque quien espera irse al cielo, sabe sufrir acá y no se desespera.

      Y como Artegui, silencioso y apretados los labios volviese a otra parte la cabeza, murmuró la niña, en voz suave como una caricia:

      —Don Ignacio, el padre Urtazu me ha dicho que había unos hombres que no querían admitir lo que la Iglesia enseña y creemos nosotros, pero que allá... a su manera, a su capricho, en fin, adoraban a un Dios que ellos se forjaban... y creían en la otra vida también, y en que el alma no muere al

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