Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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ojos y clavados en el techo, se sintió anonadada, invadida por un sopor, un recogimiento profundo de todo su ser. Artegui, en tanto, mudo y sereno, permanecía enhiesto en su butaca, orgulloso como el estoico antiguo: acre placer le penetraba todo, el goce de sentirse bien muerto, y cerciorarse de que en vano la traidora Naturaleza había intentado resucitarle.

      Y así se estuvieran probablemente hasta sabe Dios cuándo, a no abrirse de golpe la puerta, apareciendo en ella un hombre; no el camarero, ni menos el esperado Miranda, sino un mozalbete de algunos veinticuatro o veinticinco años, mediano de estatura, pronto y desenfadado de modales. Traía el sombrero puesto, y lo primero que se veía de su persona era el reluciente alfiler de la corbata, y las botas de caña clara, atrevidas, cortas, un tanto manolescas. Causó la entrada de este nuevo personaje una transformación a vista en la escena: mientras Artegui se levantaba furioso, Lucía, vuelta a la conciencia de sí misma, pasó las manos por las sienes, enderezose en el sillón adoptando actitud reservada, pero con las pupilas vagas aún, perdidas en el espacio.

      —Hola, Artegui.... ¿Usted por aquí? Lo veo, lo veo ahora mismo en la tablilla, y vengo a escape...—pronunció imperturbable el recién venido. Y de pronto, haciendo como que reparaba en Lucía, inclinose con soltura, descubriéndose, sin añadir otra palabra.

      —Señor Gonzalvo—respondió Artegui recatando el enojo bajo un tono glacial—, muy amigos nos habremos vuelto desde que no nos vemos. En Madrid....

      —¡Usted siempre tan inglés, tan inglés!—pronunció sin turbación ni encogimiento el mancebo—. Mire usted; ya sabe usted que soy franco, franco; en Madrid andábamos cada cual a nuestro negocio y a nuestro gusto; pero en el extranjero, en el extranjero agrada encontrar paisanos. En fin, dispense usted; dispense usted; veo que vine a molestarle; lo siento por la señora....

      Nueva reverencia, mientras sus ojos entornados se cosían cínicamente al rostro de Lucía, alumbrado por los moribundos tizones.

      —No, espere usted—gritó Artegui levantándose y asiéndole de una manga sin ceremonia, al ver que volvía la espalda. Ya que ha entrado usted aquí sin más ni más, es preciso que sepa usted que no me coge en ninguna aventura escandalosa, ni de eso nace mi enojo por su importunidad.

      —Hombre, hombre, hombre; si yo no pregunto...—dijo él encogiéndose de hombros.

      —Me importa un bledo lo que creyese usted de mí.... Pero esta señora es... una mujer honrada; por incidentes que no son del caso viene sola, y la acompaño hasta entregársela a su esposo....

      Y viendo la media sonrisa de su interlocutor, añadió:

      —Le aconsejo a usted que me crea, porque mi reputación de verídico es quizás la única que en el mundo aprecio....

      —Le creo a usted; le creo a usted...—dijo sencilla y sinceramente el mozo—; usted pasa por algo raro, raro; pero muy franco también... Además, yo soy práctico, práctico, práctico en la materia, y bien distingo las verdaderas señoras....

      Díjolo haciendo tercera vez venia a Lucía, con gentil desembarazo. Levantose ella, instintivamente digna, y serio y compuesto el rostro le devolvió el saludo. Artegui se adelantó entonces, y soltó la fórmula sacramental:

      —El señor don Pedro Gonzalvo, la señora de Miranda.

      Miranda.... Sí, sí, lo he visto, lo he visto abajo escrito en la tablilla también... conozco un Miranda que se habrá casado estos días... solterón, solterón....

      —¿Don Aurelio?—preguntó Lucía a pesar suyo.

      —Justo.... Le trato mucho, mucho.

      —Es mi marido—murmuró ella.

      Encendiéronse rápidamente en una llamarada de curiosidad las mejillas del mancebo, y clavó de nuevo en Lucía sus ojos chicos examinándola implacablemente.

      —Miranda.... ¡Ah! ¡Conque es usted la señora, la señora de Aurelio Miranda!—repitió, sin ocurrirsele decir más. Pero, discretamente indicadas, le bullían en los labios las preguntas de tal modo, que Artegui se impuso la penitencia de narrarle todo la acaecido de pe a pa. Escuchaba él, refrenando con su práctica del mundo, la risa maliciosa que le asomaba a las facciones. Era evidente que al mozo calaverilla le divertía infinito el cómico percance conyugal del calaverón rancio. Un rayo de sol vergonzante rompía las pardas nubes, y recortaba sobre el fondo obscuro la cabeza linfática, rubia, la tez pecosa, las facciones delicadas, pero no exentas de rasgos característicos, del mancebo. Sus manos blancas y femeniles atormentaban la cadena de acero del reloj, y en el meñique de una de ellas rojeaba grueso carbunclo, al lado de otro aro inocente, sortija de colegiala, sobrado estrecha para el dedo, una crucecica de perlas sobre un círculo de oro.

      —Y, en resumen, ¿de Miranda, no se sabe nada, nada?—preguntó oído el relato.

      —Nada hasta hoy—afirmó gravemente Artegui.

      —Hombre, es divino ¡es divino!—masculló el mozalbete entre dientes, riéndose más bien con los ojos que con la boca—. ¡Lance igual! Estará chistoso Miranda; estará chistoso.

      Artegui le miraba fijamente, sorprendiendo en sus pupilas la risa indiscreta. Con solemne seriedad, le interrogó:

      —¿Es usted amigo de Don Aurelio Miranda?

      —Sí, mucho, mucho...—ceceó rápidamente Gonzalvo, que solía al pronunciar comerse dos o tres letras de cada palabra, repitiendo en cambio la palabra misma dos o tres veces, lo que hacía galimatías peregrino, sobre todo cuando hablaba colérico, barajando o suprimiendo vocablos enteros:

      —Mucho, mucho—prosiguió—. En todas partes, hombre, en todas partes, me lo encontraba en Madrid.... Fue una temporada del, ¿cómo se llama?, del Veloz Club, del Veloz Club, y estaba abonado con nosotros, con los muchachos, a ése, vamos... a Apolo, a Apolo.

      —Me felicito—exclamó Artegui sin menguar un ápice en seriedad—. Pues, señora—siguió volviéndose a Lucía—, ya tiene usted aquí lo que tanto le hubiera convenido encontrar dos días hace: un amigo de su esposo, que con harta más razón, motivo y derecho que yo, puede servirla de rodrigón hasta que el señor Miranda aparezca.

      A esta inesperada salida, Gonzalvo sonrió inclinándose cortésmente, como hombre de mundo acostumbrado a todo género de situaciones; pero Lucía, con el rostro atónito, encendido aún, se echó atrás, en ademán de rehusar la nueva escolta que se le brindaba.

      Interrumpió la escena muda el camarero, entrando y presentando a Artegui en una bandejilla un sobre azul, que encerraba un telegrama. No era dable en Artegui palidecer, y, sin embargo, visiblemente se tornaron aún más descoloridos sus pómulos al leer, roto el sobre, lo que el parte decía. Nubláronse sus ojos, y por instinto buscó el apoyo de la chimenea, en cuya tableta de mármol se recostó. A este punto, Lucía, vuelta ya de su asombro primero, se lanzaba a él, y poniéndole las dos manos en los brazos, le suplicaba ansiosamente:

      —Don Ignacio, Don Ignacio... no me deje usted así.... Para lo que falta ya.... ¿qué trabajo le cuesta a usted quedarse? Yo no conozco a este señor... en mi vida le he visto....

      Artegui oía maquinalmente, como oyen los catalépticos. Al fin se desató su lengua. Miró a Lucía sorprendido, cual si la viese por primera vez, y con voz debilitada pronunció:

      —Me voy a París ahora mismo.... Mi madre se muere.

      Sintió

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