Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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cree que habrá hombres en esos luceros? ¿Serán como nosotros, señor de Artegui? ¿Comerán? ¿Beberán? ¿Andarán?

      —Lo ignoro. Una sola cosa puedo asegurarle a usted de ellos; pero esa, con pleno conocimiento y entera certeza.

      —¿Cuál?—interrogó la niña curiosamente, mirando, a la vaga luz de los astros, el rostro descolorido de Artegui.

      —Que sufrirán como nosotros sufrimos—contestó él.

      —¿Cómo lo sabe usted?—murmuró ella impresionada por aquel hondo acento—. Pues a mí se me figura que en las estrellas, que son tan bonitas y lucen tanto, no ha de haber penas, ni riñas, ni muertes, como acá.... ¡Si allí debe de ser la gloria!—afirmó alzando la mano, para señalar al refulgente globo de Júpiter.

      —El dolor es la ley universal, aquí como allí—dijo Artegui, mirando fijamente al Adour, que corría, negro y silencioso, a sus pies.

      Poco más departieron, hasta volverse al hotel. Hay conversaciones que despiertan pensamientos profundos y tras de las cuales pega mejor el silencio que palabras frívolas. Lucía, quebrantados los huesos, sin saber por qué, se afianzaba fuertemente en el brazo de Artegui, y él andaba despacio, con su aire de indiferencia. Las últimas frases del diálogo fueron casi desapacibles, casi hostiles.

      —¿A qué hora llega el tren de mañana?—preguntó Lucía de pronto.

      —El primero, a las cinco o cosa así.

      La voz de Artegui era seca y dura.

      —¿Iremos a esperarlo, a ver si viene el señor de Miranda?

      —Irá usted si gusta, señora; en cuanto a mí, permítame usted que me niegue.

      Tan agrio era el tono de la respuesta, que Lucía se quedó sin saber qué decir.

      —Van mozos del hotel—añadió Artegui—con usted, o sin usted, a esperar a los trenes. No necesita darse el madrugón... a no ser que su ternura conyugal sea tan viva....

      Lucía bajó la frente y se le encendió la faz, como si un hierro hecho ascua le aproximasen. Al entrar en el hotel, la dueña se acercó a ellos; su sonrisa, avivada por la curiosidad, era aún más complaciente y obsequiosa que antes. Les explicó que había olvidado un requisito: preguntar el nombre del señor y de la señora y su país, para apuntarlo en la lista de viajeros.

      —Ignacio Artegui, madame de Miranda, españoles—declaró Artegui.

      —Si el señor tuviese una tarjeta—osó decir la hostelera.

      Artegui entregó el pedazo de cartulina, y la fondista se deshizo en cortesías y cumplimientos, cual si implorase perdón por aquella fórmula.

      —Hará usted—ordenó Ignacio—que al esperar mañana al tren de España, pregunten por monsieur Aurelio Miranda.... ¡no se olvide usted! que le digan que madame está aquí en este hotel, sin novedad, y que le aguarda.... ¿Entendido?

      — Parfait —contestó la francesa.

      Diéronse las buenas noches Lucía y Artegui en el umbral de sus respectivos cuartos. Lucía, al desnudarse, vio sobre la mesa los paquetes de sus compras de ropa blanca. Se mudó con delicia, y acostose creyendo dormir como una bienaventurada, a semejanza de la noche anterior. Mas no gozó de tan regalado reposo, sino de un sueño inquieto y desigual. Acaso la novedad del lecho, su propia blandura, hicieron en Lucía el efecto que suelen hacer en las personas habituadas a la vida monástica, de quienes se puede decir con paradójica exactitud que la comodidad les incomoda.

      —VI—

      Al despertar a Lucía con un bol de café con leche, diole la camarera, por primer noticia, la de que monsieur Miranda no había venido en el tren de España. Saltó del lecho, y se vistió en un decir Jesús, tratando de reanudar sus dispersos recuerdos, y mirando la habitación con la sorpresa que suelen los que, no habiendo viajado nunca, amanecen en lugar desacostumbrado y nuevo. Miró al reloj de sobremesa: eran las ocho. Salió al pasillo, y tecleó suaves golpecitos en la puerta del cuarto de Artegui.

      Estaba éste en mangas de camisa, terminando sus operaciones de tocador, y al oír que llamaban, enjugose aprisa manos y rostro, se echó por los hombros la americana y fue a abrir.

      —Don Ignacio... buenos días. ¿Estorbo?

      —No por cierto. Entre usted, si gusta.

      —¿Está usted vestido ya?

      —O poco menos.

      —¿Sabe usted que no vino el señor de Miranda?

      —Ya me lo han advertido.

      —¿Qué me dice usted de eso? ¿No es una cosa muy rara?

      Ignacio no contestó. Comenzaba, en efecto, a parecerle algo y aun algos extraña la conducta de aquel recién casado, que así abandonaba a su mujer la noche de novios, dejándola en un vagón de ferrocarril. Por fuerza algún incidente desagradable, imprevisto, había ocurrido al Miranda incógnito, cuyo destino, por singular caso, influía así en el suyo de cuarenta y ocho horas acá.

      —Voy—dijo—a telegrafiar a todas partes, a las principales estaciones de la línea, a Alsasua, a.... ¿quiere usted que telegrafíe a León, a su padre de usted?

      —¡Dios nos libre!—exclamó Lucía—; capaz es de tomar el tren para venir a buscarme, y de ahogarse en el camino con el asma... y con el disgusto. No, no.

      —De todas suertes, voy a dar los pasos..

      Y Artegui embutió los brazos en los de su americana, y echó mano al sombrero.

      —¿Va usted a salir?—preguntó Lucía.

      —¿Quiere usted algo más?

      —¿Sabe usted... sabe usted que ayer era sábado y que hoy es domingo?

      —Así suele suceder todas las semanas—contestó Artegui con afable burla.

      —No me entiende usted.

      —Pues explíquese. ¿Qué se le ocurre?

      —¿Qué se me ha de ocurrir sino ir a misa como todo el mundo?

      —¡Ah!—exclamó Artegui. Y después añadió—: Pues es cierto. Y quiere usted....

      —Que usted me acompañe. No he de ir sola a misa, me parece.

      Sonriose Artegui una vez más, y la niña reparó cuán de perlas caía la sonrisa en aquel rostro, apagado y tétrico de ordinario. Era como la aurora cuando pinta de rosa los pardos montes; como el rayo del sol cuando rasga los crespones de un día brumoso. Vivían los ojos, vivían las mejillas sumidas y pálidas, renacía la juventud en aquel semblante marchito por tribulaciones misteriosas, y empañado por perpetuos celajes obscuros.

      —Debía usted estar siempre risueño, Don Ignacio—exclamó Lucía—. Aunque—añadió reflexionando—del otro modo se parece usted más a usted.

      Artegui,

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