Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—Eso es, Don Ignacio—exclamó Lucía—, que en sana razón no pensaría usted lo que... lo que dijo allí.
—Yendo con usted—prosiguió él—, con una criatura joven y leal, que ama la vida y siente, y cree, ¿quién me metía a mí a hablar de nada triste, ni exponer desvaríos abstrusos, convirtiendo el paseo en cátedra? ¡Ridiculez igual! soy un majadero. Lucia—añadió con naturalidad y sin la menor expresión de amargura—, usted dispensa mi falta de tino, ¿no es cierto?
—Sí, Don Ignacio—murmuró ella bajo.
Artegui arrastró el sillón, y sentose cerca del fuego también, alargando manos y pies hacia la llama.
—¿No siente usted frío ya?—preguntó a Lucía.
—No, señor. Un calor muy agradable, al contrario.
—¿A ver esas manos?
Lucía, sin levantarse, entregó sus manos a Artegui, que las halló tibias y suaves, y las soltó presto.
—Con la lluvia—añadió—, no pude llevarla a usted un poco más lejos, hacia la parte de Biarritz, donde hay tan bonitas quintas y parques al estilo inglés. Ni hemos disfrutado casi de la hermosa campiña. ¡Qué bien olían los henos y los tréboles! Y la tierra. El olor de la tierra labrada es algo acre, pero muy grato.
—Lo que olía bien, eran unas mentas que vi al borde del pantano. Siento no haberme traído ramas.
—¿Quiere usted que vaya por ellas? Pronto estaría de vuelta....
—¡Jesús, María y José! ¡Qué disparate, Don Ignacio! ¡ir ahora por las mentas!—dijo Lucía; pero el placer de la oferta tiñó de púrpura su rostro.
—¿Oye usted cómo diluvia?—agregó por mudar de asunto.
—La mañana no anunciaba este turbión—repuso Artegui—. Es muy húmeda toda Francia en general, y esta cuenca del Adour no desmiente la regla. ¡Lástima no haber podido recorrer Biarritz! Hay allí palacios y comercios monísimos. La llevaría a usted a ver la Virgen que, desde una roca, parece que sosiega el Océano.... Más hermosa idea artística no se puede dar.
—¿Cómo? ¿la Virgen?—preguntó muy interesada Lucía.
—Una estatua erigida sobre unos peñascos.... Al ponerse el sol, es un efecto maravilloso: la estatua parece de oro, y la rodea un mar de fuego.... Es una aparición.
—¡Ay, Don Ignacio! ¿me llevará usted mañana?—gritó Lucía, dilatados los ojos con el afán y alzando sus manos suplicantes.
—Mañana...—Artegui se quedó otra vez pensativo—. Pero, señora—pronunció ya con diverso tono—, ¡hoy debe llegar su marido de usted!
—Es verdad.
Cesó de suyo el diálogo, y ambos interlocutores miraron el fuego, y aún Artegui le añadió leña, porque menguaba. Crujieron los inflamados tizones, y algunos se abrieron, hendiéndose como la granada madura; saltaron mil chispas, y medio se desmoronó el ígneo edificio bajo el peso de los nuevos materiales. Lamió suavemente la llama el reciente pasto que le ofrecían, y al fin comenzó a clavarle sus lenguas de áspid, arrancando con cada beso ardiente un chasquido de dolor. Aunque no fuese todavía muy remota la hora meridiana, estaba el aposento casi obscuro, tal era al exterior el aguacero y el negror del cielo.
—No ha almorzado usted, Lucía—recordó de pronto Artegui, levantándose—. Voy a decir que le traigan a usted el almuerzo aquí.
—¿Y usted, Don Ignacio?
—Yo... almorzaré también, abajo, en el comedor. Es ya muy hora.
—Pero ¿por qué no almuerza usted aquí, conmigo?
—No, abajo—replicó él avanzando hacia la puerta.
—Como usted quiera... pero yo no tengo ganas. No me traiga usted nada. Estoy... así, vamos, no sé cómo.
—Tome usted algo... ha cogido usted frío y le conviene entrar en reacción.
—No... aún si usted almorzase aquí, me animaría tal vez—, insistió ella con tenacidad de niña voluntariosa.
Encogiose Artegui de hombros como aquel que se resigna, y tiró del cordón de la campanilla. Cuando un cuarto de hora después entró el camarero con la bandeja, ardía el fuego más que nunca claro y regocijado, y las dos butacas, colocadas a ambos lados de la chimenea, y el velador cubierto de níveo mantel, convidaban a la dulce intimidad del almuerzo. Brillaban las limpias copas, las garrafas, la salvilla, las vinagreras, el aro de plata del mostacero: los rábanos, nadando en fina concha de porcelana, parecían capullos de rosa; el lenguado frito presentaba su dorado lomo, donde se destacaba el oro pálido de las ruedas de limón, y el verde chamuscado de las ramas de perejil; los bisteques reposaban sangrientos en lago de liquida manteca; y en las transparentes copas de muselina destellaba el intenso granate del Borgoña y el rubio topacio del Chateau—Iquem. Al entrar y salir; al dejar cada plato, o recogerlo, reíase el camarero, para su sayo, de la enamorada pareja española, que quería habitación aparte, para luego almorzar así, mano a mano, al halago de la lumbre. A fuer de francés de raza, el sirviente aprovechaba la situación, subiendo el gasto. Había presentado a Artegui la lista de los vinos, y se permitía indicaciones y consejos.
—El señor querrá Champagne helado.... Se lo traeré en garrafa, es más cómodo.... Las ananas que hay en la casa son excelentes: voy a traer... El Málaga nos llega directamente de España: ¡oh! el vino de España... ¡clac! no hay como la España para vinos....
Y fueron viniendo botellas, aumentándose copas a la ya formidable batería que cada convidado tenía ante sí; anchas y planas, como las de los relieves antiguos, para el espumante Champagne; verdes y angostas, finísimas, para el Rhin; cortas como dedales, sostenidas en breve pie, para el Málaga meridional. Apenas llegó Lucía a catar dos dedos de cada vino; pero los iba probando todos por curiosidad golosa; y, un tanto pesada ya la cabeza, olvidando deliciosamente las peripecias del paseo matinal, se recostaba en la butaca, proyectando el busto, enseñando al sonreír los blancos dientes entre los labios húmedos, con risa de bacante inocente aún, que por vez primera prueba el zumo de las vides. La atmósfera de la cerrada habitación era de estufa: flotaban en ella espirituosos efluvios de bebidas, vaho de suculentos manjares, y el calor uniforme, apacible de la chimenea, y el leve aroma resinoso de los ardidos leños. Lindo asunto para una anacreóntica moderna, aquella mujer que alzaba la copa, aquel vino claro que al caer formaba una cascada ligera y brillante, aquel hombre pensativo, que alternativamente consideraba la mesa en desorden, y la risueña ninfa, de mejillas encendidas y chispeantes ojos. Sentíase Artegui tan dueño de la hora, del instante presente, que, desdeñoso y melancólico, contemplaba a Lucía como el viajero a la flor de la cual aparta su pie. Ni vinos, ni licores, ni blando calor de llama, eran ya bastantes para sacar de su apático sueño al pesimista: circulaba lenta en sus venas la sangre, y en las de Lucía giraba pronta, generosa y juvenil. Hermoso era, sin embargo, para los dos el momento, de concordia suprema, de dulce olvido; la vida pasada se borraba, la presente era como una tranquila eternidad, entre cuatro paredes, en el adormecimiento