Pacto entre enemigos. Ana Isora
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Pacto entre enemigos - Ana Isora страница 16
—Vamos, Marco —dijo, comenzando a dudar—, no me digas que tú no haces lo mismo en esas tierras del norte, ¡eres un soldado! —afirmó, riéndose.
—Y además, con alguien de la familia… —repuso el hombre, mientras la besaba—. Vamos, Marco —dijo con crueldad—. Únete a nosotros.
El oficial lo ignoró. Observó a Pudentilla, con tanta profundidad en la mirada que la chica empezó a sentirse incómoda.
—Yo no, Pudentilla —dijo—. Yo no te engaño. Pero si tú lo consideras normal… —añadió— que lo disfrutes.
Marco se dio la vuelta, dejando tras de sí a una atónita Pudentilla. Dominando el dolor, bajó los escalones con rapidez, haciendo caso omiso de las súplicas de la joven, que se había levantado y lo seguía.
—¡Marco, Marco…! ¡No te pongas así! —Pudentilla lo alcanzó en la puerta. Jadeaba—. Reconozco que deberíamos haber hablado de lo que esperábamos antes de que me acostase con Numerio. ¡Pero es natural, Marco! Él es muy guapo. Y tú te habías ido.
Marco alcanzó el zaguán. La miró, sombrío.
—¿Con él, Pudentilla? —dijo—. Conoces mi historia.
Pudentilla no tuvo nada que decir. Marco abrió la puerta y salió a la calle.
A medida que se alejaba de aquella maldita domus y de la que siempre había considerado su compañera, Marco se fue serenando, pero con la calma afloró el dolor. Se sentía muy triste, tanto que hubiese llorado si no lo hubieran educado para ser fuerte. No lo hizo, pese a todo. En lugar de ello, vagó por las calles, dejándose perder por aquel laberinto. Pudentilla le había hecho trampa, pero eso no era lo más grave. Lo más grave era con quién.
Aún confuso, bajó por el Viminal. Sus idas y venidas le llevaron hasta una taberna. No era alguien que ahogase sus penas en la bebida, pero aquel día podía considerarse una excepción, así que sacó su bolsa. Si iba a gastar en aquel brebaje, al menos que no le echaran por falta de dinero. Nada más entrar, captó cierta excitación entre los clientes, que charlaban en corrillos.
—Hoy hay subasta, si pudieses verlas…
—Ya lo he hecho. Hay una rubia maravillosa. Ay, si yo pudiera trasladarme a Germania sin que los teutones me degollasen…
Hubo una carcajada. Marco frunció el ceño. Había olvidado lo cerca que estaba el mercado, en el que se vendía una buena provisión de carne humana, siervos para todos los gustos. Con el objeto de facilitar la venta, los pobres desgraciados eran exhibidos sobre tarimas, con un cartelillo que especificaba sus habilidades. Los “sirvientes para otros usos” eran casi siempre prostitutas. De ahí la excitación de los hombres. No podrían permitirse una aunque ahorrasen todo el año, pero disfrutaban mirando y oliendo, deleitándose con las cautivas que eran expuestas ligeras de ropa para el contento de cualquier varón. Marco luchó por apartar esa imagen de su mente. La esclavitud no le producía indiferencia desde que había estado en el norte. Allí las matanzas eran algo habitual y el principal modo de hacerse con prisioneros. Sabía que los astures habrían sido vendidos a alguna mina, donde solo les quedaba morir. Rellenó el vaso de alcohol, malhumorado. Aquella conversación no había contribuido a producirle un mayor sosiego.
—Hola —dijo una joven, al cabo de unos minutos—, ¿estás solo?
Marco levantó la vista. Ante él se hallaba una de las camareras del local, de piel sedosa y largas pestañas. Marco sabía que su interés por él no era gratuito: las camareras solían acostarse con los clientes, y cobrando. Pero Marco estaba demasiado cansado para echarla de allí y, además, había sido amable. Resultaba bueno tener una conversación que no acabase en un nuevo problema:
—Claro —dijo, sin explicarle que no pensaba usarla—. Siéntate si lo deseas.
La camarera lo hizo, con una sonrisa, y Marco se preguntó qué desgracias la habrían llevado hasta allí, a tener que aparentar interés por un desconocido cualquiera. Al menos, intentaría comportarse de modo honesto, cosa que no había hecho Pudentilla.
—¿Problemas? —preguntó ella.
Marco esbozó una sonrisa triste:
—Algo así —dijo él—. Venga, te invito a comer. Hoy no sirves.
La joven miró al hostelero, encantada, y este le dio permiso. Ahora sí estaba contenta. Parecía haber hecho un buen negocio con aquel cliente. El oficial la miró, con cierta tristeza.
—¿No vas a comer tú? —le preguntó, intrigada.
—No, hoy solo voy a beber.
La chica negó con la cabeza, con aire experto.
—Ay… esto deja intuir una amante. ¿Era guapa, mi hombre?
Marco se encogió de hombros:
—De alguna forma. Pero no resultaba muy íntegra.
La joven lo observó, con una mirada seductora.
—Deja que yo lo arregle —susurró, mientras empezaba a meter su mano debajo de la mesa—. Arriba hay un cuarto… Yo te haré olvidar a esa mala pécora. Conmigo disfrutarás de lo que ella no te ha dado en años… déjame cuidarte.
Marco se retiró hacia atrás. La joven le había puesto una mano en la entrepierna, y había intentado darle un masaje. Pero él no era ningún putero. No era eso lo que buscaba.
—Lo siento —dijo—. Hoy no. Solo intento ser cortés. No quiero que me des nada a cambio.
La joven lo miró, sorprendida. Aquella era la primera vez que le ocurría algo así. Guardó un silencio desconcertado y entonces, pudieron oír las conversaciones de los demás clientes.
—Qué tetas tenía, qué tetas…
—Uah, había una pelirroja preciosa.
Aquel último detalle trajo recuerdos a la cabeza del oficial, que por algún motivo aumentaron su agobio. El norte… Procuró beber en silencio, mientras la camarera acababa su comida. Cuando lo hubo hecho, se despidió. No aguantaba continuar allí, soportando la charla de aquellos ebrios. Ni siquiera en la bebida podría consolarse. Y, si lo hacía, corría el peligro de parecérseles.
El sol de Roma volvió a golpearle con fuerza cuando abandonó la taberna. Había pasado algo más de una hora, y la calle estaba llena de romanos que regresaban a casa con sus “adquisiciones”. Había de todo tipo. Marco parpadeó, intentando sobreponerse a la luminosidad, y decidió que ya era tiempo de que él también volviese a su insula. Al menos, si quería beber, podría hacerlo en la intimidad. Lo malo era que desde allí tendría que atravesar ese gigantesco mercado, y ver por sí mismo de lo que hablaba la clientela. La