Pacto entre enemigos. Ana Isora
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Читать онлайн книгу Pacto entre enemigos - Ana Isora страница 15
Marco se despidió de Rufo con un apretón firme, pero las últimas palabras resonaron en su cabeza durante mucho tiempo. Había ido a ver a Calpurnia, y no parecía pasarlo mal. No obstante, Marco sabía que la situación de la mujer en Roma no era la más halagüeña. Él había recorrido otros lugares, casi siempre en misiones diplomáticas, y eso le había permitido abrir la mente y notar que la mujer estaba mejor tratada en las tribus del norte, donde la cultura era matriarcal y las hembras heredaban de sus esposos. La situación de Calpurnia le preocupaba, y empezó a preguntarse si Rufo no tendría algo de razón. Calpurnia podía seguir disfrutando de los bienes de su marido (Servio no la hubiera dejado desamparada); pero Marco sabía que si su medio hermano conseguía heredar, la domus y demás posesiones del muerto serían una fuente de inagotable conflicto, ya que Numerio intentaría siempre vender lo que la viuda tenía derecho a usar para su subsistencia, aunque no fuese la propietaria. A ello se refería el usufructo, su única fuente de protección por aquel entonces.
Marco dio un par de paseos para aclararse las ideas. Nunca se había planteado la posibilidad de casarse, en parte porque como militar no le estaba permitido. Era cierto que muchos legionarios, pese a no tener cónyuge, mantenían una relación de pareja muy similar al matrimonio, aunque sin la formalidad del mismo. Las mujeres solían establecerse cerca de los campamentos más grandes, y poco a poco iba formándose una pequeña ciudad[5]. Pero Marco y Pudentilla nunca habían llegado tan lejos: Pudentilla se negaba a dejar la espléndida Roma y Marco no la obligaba a ello. En realidad, su relación no era algo muy serio: ambos se llevaban bien y con eso bastaba. Por eso proponerle matrimonio resultaba un paso tan grande, y Marco se sentía incómodo al pensarlo. No obstante, era una buena amiga y se le ocurrían personas peores con las que compartir el resto de su existencia. Al final, decidió exponerle todo su caso, con la esperanza de que a la joven se le ocurriese una buena idea y, si no era así y deseaba casarse, que al menos conociese la sinceridad de sus motivos. Marco no hubiera pensado en el matrimonio sin aquella ley, pero Pudentilla era su compañera y no quería engañarla. Tomarían ellos juntos la decisión, como adultos. Después de meditarlo, se sintió mejor.
No quiso postergar su visita a casa de la joven. Teniendo en cuenta que nada más poner un pie en Roma, Rufo había sabido encontrarlo, sus deberes sociales habían quedado momentáneamente pospuestos: ni Pudentilla ni nadie sabían que había llegado ya. Pero en el fondo eso lo beneficiaba, pensó Marco, mientras se anudaba la túnica. Pudentilla y él habían estado escribiéndose, le daría una gran sorpresa.
El centurión cruzó las calles hasta alcanzar la arteria principal de Roma, procurando esconder su agobio. La campaña del norte había agravado su fobia a la muchedumbre. Al igual que en el puerto, los codazos y empujones de la multitud acabaron por aturdirle, y tuvo que hacer un esfuerzo para poder continuar. Pero una vez que su mente comprendió que no estaba en medio de la lucha, pudo sentirse más a gusto.
El camino que llevaba al monte Celio era amplio y agradable. La ciudad tenía siete colinas, y el Celio era una de ellas. Se trataba de un barrio lujoso y elitista, preparado para acoger a las mayores fortunas de Roma, junto con el Quirinal. Pudentilla era una de esas almas dichosas con una domus en semejante paraíso. No obstante, a Marco nunca le había impresionado su riqueza, y su relación se basaba meramente en el agrado mutuo. Después de haber conocido a su propia parentela, Marco era muy reacio a emparejarse con alguien solo por dinero; y la nueva norma lo sacaba de sus casillas.
La residencia de Pudentilla se hallaba en la parte más alta y, pese a los nervios, el centurión se admiró por la belleza del paisaje. El Celio estaba cuajado de jardines de los que sobresalían hermosas estatuas, con una vista directa sobre los tejados de Roma. El conjunto, realizado con tanta finura, ofrecía una extraña paz. Marco llegó a la domus de la dama y se presentó en la puerta. Un nuevo esclavo, fibroso y de rasgos duros, salió a su encuentro. El oficial intentó explicarse:
—Soy Marco Ticio Aquila, centurión. Resido en el Velia y conozco a tu ama desde hace años. Te ruego que le anuncies mi presencia: ella te confirmará lo que digo.
El siervo lo miró con desconfianza. Dijo algo en su lengua gutural, quizás teutónica, y luego se apartó para dejarle paso. Marco entró, sorprendido. Pudentilla debería poner a alguien que resguardase mejor la puerta. Pero le había venido bien, así que pasó al zaguán y no protestó. El patio se encontraba tranquilo.
Pudentilla era viuda, por lo que su familia no resultaba muy extensa, y la domus transmitía el mismo sentido de recogimiento y paz que el resto del monte. Una pequeña fuente aportaba una nota de frescor. Marco miró la casa que tan bien conocía. A diferencia de Calpurnia, Pudentilla había podido heredar de su padre, y no de su marido; y eso junto el hecho de ser hija única le había dado una cómoda existencia. Marco oyó ruidos al fondo de la domus, cerca de un segundo patio, que conformaba la parte más íntima de la mansión, donde los patronos hacían su vida lejos de la servidumbre. Vio pasar a una esclava. ¿Se estaría preparando para recibirle? Esperaba que sí: estaba ansioso por verla.
Marco esperó y esperó, durante mucho tiempo. Pese a la consideración debida, empezaba a impacientarse. No había hecho todo aquel camino con su pierna herida para luego recibir largas. Los esclavos de Pudentilla no parecían hablar muy bien el idioma, tal vez no la hubieran avisado. Miró a su alrededor. Otro sirviente, más joven esta vez, estaba saliendo de las escaleras que conducían al comedor. Marco lo detuvo.
—Perdona, muchacho —preguntó—, ¿sabe tu ama que estoy aquí? Llevo esperando bastante tiempo.
El joven pareció sorprenderse, lo que confirmó a Marco sus sospechas. Pero hubo algo más: miró hacia arriba, mostrando cierto miedo, que luego se trocó en burla al observar al centurión. Marco frunció el ceño. Ya no le apetecía ser tan amable:
—Ve —dijo— y avísala.
El muchacho echó a correr. Marco lo aguardó inquieto. No quería rendirse a la suspicacia, pero había estado años en el ejército y sabía cuando las cosas no eran lo que parecían. Del fondo de la domus le llegó una risita. El murmullo de la fuente no le dejaba oír más, pero se dijo que ya estaba bien. Sin esperar por nadie, recogió su capa y se internó en la mansión.
El patio de atrás estaba en silencio. Marco aguardó hasta que las risitas volvieron a oírse y luego miró hacia arriba. Salían de las habitaciones, en el segundo piso. Una zarpa cruel le hizo su presa. Procurando no hacer ruido, comenzó a subir por la escalera.
Marco había vivido muchas batallas, pero aquel corto trayecto de veinte escalones fue lo más duro que había hecho nunca. Ensordecido por su propio corazón, esperaba, no, deseaba, que aquel sentimiento fuese tan solo un desvarío suyo y que Pudentilla siguiera siendo la amiga fiel con la que había compartido tan buenos momentos. Al llegar arriba, se detuvo. Por primera vez, Marco se sintió cobarde. Quería seguir creyendo que todo seguiría igual, pero no le apetecía abrir la puerta para comprobarlo. Aguardó allí unos segundos, que se le hicieron eternos. Después, un ruido sospechoso colmó su paciencia, y se precipitó hacia el interior.
Pudentilla se encontraba medio echada mientras recogía sus cosas. Su peinado y su cuerpo eran tan hermosos como siempre, y tenía un brillo vivaracho en los ojos. Marco la observó, paralizado. Estaba desnuda, y la habitación olía… Sin alterarse, la joven se dio la vuelta y miró al oficial, con un rictus divertido en la mirada.
—Marco… —dijo, sonriendo. Luego rio—. ¡Es bueno tenerte de vuelta!
Marco contempló el cuarto, atónito. Debajo de las