Pacto entre enemigos. Ana Isora
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Читать онлайн книгу Pacto entre enemigos - Ana Isora страница 10
El niño la observó, poco convencido, y Aldana se agachó a abrazarle para evitar que notase su tristeza. Quería que viviese bien, y no como un esclavo, por eso estaban haciendo esto.
—Hala, vete —le dijo, revolviéndole la cabellera—, y cuida de Deva, necesita un hermano mayor.
La madre la miró, con una leve sonrisa:
—Buena suerte, Aldana. Y Elaeso. Os estamos agradecidos.
—Buena suerte a vosotros. ¡Venga, huid!, no hay tiempo.
Las familias echaron a correr por la oscuridad de los túneles que conducían a un amplio valle, hasta que Aldana los perdió de vista. Aferró su espada. Había llegado el momento de volver a la lucha y morir como una guerrera. Pero entonces…
—¿Adónde vas, bonita?
—¡Cuidado, Aldana!
El latino solo llegó a rozarla, pero Elaeso no tuvo tanta suerte. Lo habían atravesado.
Aldana observó aquel desastre y su mirada se oscureció.
—Hijo de perra…
El militar se echó hacia atrás, alarmado. No sabía quién era aquella mujer, ni tampoco hubiese esperado que se le echase encima con un arma. Pero, cuando detuvo el golpe de la joven, se echó a reír. La chica podía ser valiente, pero le faltaba una cosa: fuerza. Y un brazo sano.
—¿Te ha acariciado una flecha, zorrita? —repuso, comenzando a divertirse—. Espera, que yo también sé hacerlo. Voy a probar otra vez.
Aldana sudó frío al recibir un nuevo impacto. La varilla de madera todavía sobresalía en su peto, y el militar la había visto. Sabía que podía jugar con ella hasta aburrirse, o hasta que su presa se desmayara. Aldana tiritó, débil, e intentó buscar una salida. En vano. Sus hombres estaban todos muertos o en el último estertor, y los otros latinos comenzaban a rodearla.
—Déjala ya, Caius. No es peligrosa.
Aldana los contempló a todos, con sus cotas, sus cascos y su rostro lampiño, tan ajenos a aquellas tierras del norte, y quiso morirse. No la iban a matar, tenían otros planes para ella; y si la herida no era lo suficientemente grave, tampoco los Dioses se la llevarían consigo. A la desesperada, se arrojó a por su faltriquera, donde guardaba las hojas de tejo que todos los astures conservaban por si alguna vez tenían que envenenarse, para evitar la tortura o la esclavitud.
—¡Quieta!
Aldana dejó caer la bolsa y empezó a sangrar: el romano había estado a punto de separarle la muñeca del brazo. A empellones, la arrojaron a tierra y comenzaron a golpearla con saña. Aldana sintió un último impacto, brutal, y luego el mundo empezó a oscurecerse.
Pero antes de irse aún pudo oír, muy lejos, el llanto de un niño que despedía a su compañera.
—Aldana… Aldana.
—Blecaeno… —dijo. Y la debilidad acabó por rendirla.
Capítulo 4
Marco tardó en estar lo bastante recuperado como para ponerse de nuevo en pie. El médico le había sugerido guardar cama y descansar, pero aun así hizo un esfuerzo y se acercó al campo de batalla en cuanto pudo. De la aldea solo quedaban rastrojos. El saqueo, como siempre, había sido terrible; y no era raro ver a los militares llevando y trayendo cosas. Publio, que había mandado levantar allí un nuevo cuartel, se tomaba sus tareas con calma. Había hecho inventario del botín y de los prisioneros (pocos, puesto que la mayoría se había suicidado), premiado a sus hombres y recogido el alimento de los rebeldes. No había crucificado a nadie, y Marco suponía que esperaba que los astures le reportasen un buen dinero al llegar a Roma. Él, por su parte, se sentía derrotado. La pierna no había hecho otra cosa que dolerle y sumirle en la semiinconsciencia, y se notaba débil. Se apoyó en su bastón.
—Legionario —preguntó—, ¿habéis enterrado ya a los caídos?
El militar, que llevaba en las manos parte del botín, apoyó su carga en el suelo y asintió.
—En aquella esquina, junto a la muralla —dijo, señalándola con el dedo—. Intentamos ocuparnos de los heridos, pero al final acabaron muriendo casi todos. La mayoría se envenenó —repuso, encogiéndose de hombros—. De cualquier forma, ya no suponen un problema. ¿Quiere que le acompañe hasta la fosa?
Marco le dio las gracias, pero declinó el ofrecimiento. Quería ir solo, y aún no sabía muy bien por qué.
La tierra estaba apisonada allá donde habían plantado las tumbas. Marco cojeó a duras penas, observándolo todo. Hacía frío y llovía, y eso, junto con la presencia de los muertos, volvía a aquel lugar especialmente triste. La aldea había sido aniquilada. Solo los montes habían sido testigos de su epopeya, y podrían recordarla para siempre. Marco suspiró. Pese a la victoria, se sentía un fracasado. Hubiese querido evitar la muerte de la astur, y allí estaba ella, en la fosa. Se removió, incómodo: el dolor de la pierna no le dejaba pensar. Solo cuando cambió de postura y pudo apoyarse en su bastón, descubrió el pequeño objeto que le había estado estorbando.
Era un idolillo. Tal vez hubiese sido tallado meses atrás y algún astur lo hubiera atado a un cordel para llevarlo sobre la ropa. Representaba a una hembra, una de tantas mujeres que conformaban el panteón indígena. Marco lo acarició, pensativo. Tenía una belleza especial. Sin saber muy bien por qué, le dio la vuelta y se lo guardó. No era muy devoto de los dioses astures, pero hubiese sido incapaz de dejarla allí.
—De manera que no has encontrado nada que te demuestre que esa mujer está viva.
Había cierto reproche en la voz de Publio, pero Marco no lo culpó. Por una vez, comprendía al oficial. Su comportamiento era extraño, incluso para él mismo. Nadie se interesaba así por una salvaje, y menos si había resultado ser un mosquito molesto y traicionero para la legión. No obstante, era el único que había puesto su vida en las manos de ese mismo mosquito y había vivido para contarlo, por lo que tenía perfecto derecho a actuar así.
—No —dijo—. ¿Y…?
—¡Ya te he dicho que no estaba entre los prisioneros que envié a Roma mientras te atendían! Había varias mujeres, pero ninguna era ella —repuso—. Olvídala. Era un demonio y estará mejor muerta. Que yazca en su montaña, esa a la que la quería tanto —añadió, con cierto desdén.
Marco se pinzó la nariz. Estaba muy cansado. Los gritos de Publio lo alteraban como si hubiera bebido mucho la noche anterior, pero era una persona sobria. Hubiese ido a ver al médico si no se encontrase ya en su tienda. El tribuno notó su estado y bajó la voz.
—Lo siento, Marco. A veces olvido que estás herido. Pero luchaste con valor la otra noche —dijo—. Espero que no sea la última.
Sus palabras sonaban gozosas a pesar de la expresión triste, y Marco lo miró con curiosidad. ¿Qué le estaría ocultando Publio?
Iba a preguntarle, pero en ese momento entró el médico.
—A ver, sus grandezas —saludó.