Pacto entre enemigos. Ana Isora
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Читать онлайн книгу Pacto entre enemigos - Ana Isora страница 8
Los hombres asintieron, confortados, aunque a nadie le pasó desapercibido que su líder escondía un poso de inquietud bajo aquel aparente buen humor. Aldana los dejó marcharse y, cuando se hubieron ido, volvió a subir a lo alto de la muralla.
—¿Se sabe algo? —preguntó al centinela.
El hombre negó. Era mayor, pero seguía teniendo una vista de águila, y sabía perfectamente por lo que le estaba preguntando Aldana. Al fin y al cabo, la había visto crecer, era él quien había presentado a sus padres cuando ambos eran jóvenes.
—No, aún no hemos visto ninguna comitiva. Pero yo conocí a esa tribu, Aldana, y son cobardes. El druida aún debe estar intentando convencerlos.
Aldana asintió, ceñuda, y procuró esconder su inquietud. En realidad, su sentimiento no estaba tan fuera de lugar. Magilo llevaba ausente bastante tiempo, teniendo en cuenta la distancia que separaba a las dos tribus, y su marcha había dado pie a todo tipo de especulaciones. Ninguna era buena. A Aldana se le encogía el corazón cada vez que pensaba en la posibilidad de que los romanos hubieran podido atraparle, ya no solo por ella misma, sino también por toda la tribu. La muerte del sacerdote hubiera supuesto un golpe brutal para sus gentes, cansadas de malas noticias. Los romanos ya les habían quitado mucho.
—Bueno, continuaremos atentos —afirmó, con falsa entereza—. Abieno, avísame si los ves. Yo haré la segunda guardia: voy a afilar mis cuchillos y después descansaré un rato. Pero no olvides despertarme antes de la medianoche.
Abieno asintió y se apoyó en el escudo, pensando que Aldana había hecho bien en doblar el número de centinelas. El esfuerzo que requería eso a la aldea era notable pero, ¿no se suponía que su misión era resistir? Los latinos no aceptarían una capitulación sin esclavizar a sus gentes. Y ninguno deseaba pasar el resto de su vida complaciendo a un tirano mediocre. Antes, Aldana, él o el resto de sus hombres preferían la muerte.
Aldana despertó dos horas más tarde, movida por unas manos cariñosas pero insistentes.
—Aldana… Aldana…
La astur se incorporó, somnolienta. Abieno estaba a su lado, y la oscuridad lo envolvía todo. Quiso hablar, pero el centinela se llevó una mano a los labios. La preocupación la despejó por completo. Algo iba mal.
—Tienes que venir —le susurró muy quedamente—. Ahí fuera, en la muralla… ven.
Aldana se lanzó a por su espada y siguió al centinela. El pueblo dormitaba en silencio, y solo los rastrojos apagados de alguna hoguera daban a entender que allí había habido vida.
—¿Qué ocurre? —susurró. La expresión grave de sus hombres no presagiaba nada bueno.
—Allí lejos, en la espesura… Fíjate.
La astur miró al frente y lo que sintió la hizo sudar frío. Apenas se percibía en la oscuridad, pero había movimiento entre los árboles. Si Aldana no hubiese criado animales o ido de caza, hubiera podido consolarse pensando que tan solo era un oso, pero había hecho todas esas cosas y sabía que aquel modo de moverse no se correspondía con ninguna bestia.
—¿Crees…? —preguntó uno de sus hombres.
—Sí —afirmó ella—. Elaeso, ve y avísalos a todos. Guarda silencio. En cuanto a nosotros… —les llegó un tintineo metálico. Aldana tomó aire—, preparad las armas.
Los hombres se apostaron detrás de la muralla, protegidos por las rocas y con el arco dispuesto. Durante unos minutos, nada sucedió. Aldana escuchaba el canto de la curuxa, y quiso creer que todo aquello había sido un exceso de celo y que nadie les deseaba ningún mal, o que quien regresaba era Magilo con las nuevas fuerzas. Pero entonces Docio, primo mayor del druida y el más imbécil de sus hombres, intervino:
—¿No creéis que os preocupáis por nada? —dijo, escéptico. Su tono de voz se podía oír hasta en Roma—. Yo no creo que los legio…
Aldana quiso matarlo, pero se le adelantaron. Con un susurro, una flecha cayó sobre su garganta y se la atravesó de parte a parte. Atónitos, los astures le observaron mientras boqueaba inútilmente, buscando asidero, hasta que se precipitó en medio de un charco de sangre. No fue el único.
—¡Aggg!
—¡Abieno!
Aldana ignoró el peligro para intentar acercarse al que había sido el mejor amigo de su padre, pero no hubo nada que hacer. A su alrededor, las flechas volaban. Con horror, Aldana contempló cómo caían Lubba y Albenes. Estaban diezmando a sus hombres.
—¡Vamos! ¡A las armas! —bramó. El cuerno comenzó a sonar.
Llovía fuego. Los romanos habían planeado asarlos vivos, y las techumbres de paja de sus chozas eran un blanco óptimo para sus flechas. Un olor característico, mezcla de brea y cenizas, impregnó pronto el ambiente. Aldana estaba furiosa, pero no pudo dejar de notar que aquello tenía una ventaja: el incendio había iluminado la noche; y ahora podía ver a sus enemigos. Rápidamente, se arrodilló y comenzó a cargar el arco.
—Tureno, Eburo, controlad a las familias —pidió—. Ayudadlas a apagar el fuego si es necesario. Borno…. trae más arqueros. Quiero estar en la muralla dirigiendo nuestra defensa. —Tensó la cuerda—. Y cuando esto termine, os prometo por los dioses que voy a adornar mi choza con el penacho de su centurión —masculló, antes de disparar. La flecha hizo un recorrido perfecto y se clavó en un soldado romano. Aldana esbozó una sonrisa.
El embate de sus enemigos había sido cruel, pero pronto pudieron sobreponerse al factor sorpresa. Aldana descubrió, con alivio, que todo lo que había revisado, pulido y hecho les resultaba útil. La muralla estaba perfecta, los hombres eran ágiles.
Observó a la tropa romana: de momento no podían pasar a la ofensiva, pero sí contenerles lo suficiente como para que el combate se convirtiera en un asedio. Y después, ya se vería. Dio un par de órdenes para que se protegiesen las entradas, porque si los romanos lograban atravesar las puertas, ni los dioses podrían salvarlos. Un número indeterminado de hombres se aprestó a colocarse allí; y fue tarea de su líder, junto con otros arqueros, procurar que los legionarios no llegaran a acercarse siquiera. Los cadáveres comenzaban a amontonarse en el foso.
—¡Disparad a los oficiales! —ordenó, protegiéndose con el escudo. Tres flechas impactaron contra él—. ¡Y ocupaos de las escalas, incendiadlas! Que ningún enemigo se acerque, no deben trepar por la muralla.
Aldana derribó a un optio, que cayó vociferando al suelo, y se acercó a Umarilo:
—Busca al portaestandarte —le dijo—, los romanos temen perder el águila; vamos a ver si conseguimos mantenerlos entretenidos con esa estupidez.
Umarilo volvió a cargar.
—No lo veo —dijo—, deben de haberlo derribado ya, son muy pocos. Lo estamos haciendo bien —añadió, satisfecho.
La joven recorrió el paisaje y comprobó que Umarilo tenía razón. Eran muy pocos, pero eso no significaba que su soldado estuviese en lo cierto. Un hálito de sospecha prendió en sus ojos, y se llevó la mano al idolillo que colgaba de su armadura.
—Que la Diosa me valga…