Pacto entre enemigos. Ana Isora
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Читать онлайн книгу Pacto entre enemigos - Ana Isora страница 6
Magilo pareció sorprenderse. Aquel romano no respondía a las ideas que tenían los saelinos sobre su pueblo, y eso le desconcertó. No parecía algo propio de un oficial admitir una derrota, sin eufemismos ni paños calientes. Recordó dónde estaba y decidió apartar ese detalle de su cabeza: tenía cosas más urgentes que discutir.
—No soy un traidor —dijo—, y puedo demostrarlo. Mi tribu no entiende que es absurdo seguir resistiendo. Algunos ya se han retirado a las montañas y renuncian a la lucha, pero yo soy miembro de un grupo que peleará hasta el exterminio. Y no lo deseo. Prefiero la grandeza y la civilización de Roma, aunque para ello algunos de mis conocidos deban sucumbir. Si ellos caen para que la guerra termine y el norte quede pacificado para siempre, que así sea.
Ahora fue a Marco a quien le tocó sorprenderse. Hacía no tanto tiempo que Viriato había muerto víctima de una traición, vendido por sus propios hombres. Cualquiera que hubiese escuchado esa historia (y las demás que le sucedieron, Viriato iba camino de convertirse en una leyenda), sabría qué papel había tomado Roma en aquel asunto; y se lo pensaría dos veces antes que hacer tratos con ella. Pero allí estaba aquel astur, dispuesto a desoír tan buenos consejos y pactar con los romanos. Lo miró, con una curiosidad renovada.
—Voy a suponer que sea cierto que quieras ayudarnos —dijo—. Pero me pregunto ¿por qué? ¿Qué buscas?
Magilo pareció incómodo. Aquella parte de la conversación era la que más le preocupaba, pues no había muchas maneras de seguir escondiendo su propósito. Uno podía ser un mártir, un héroe, un genio, pero en cuanto pedía una recompensa… Ah, en cuanto pedía una recompensa. Entonces, ni todas las razones del mundo hubiesen podido convencer a los militares de que no lo miraran como lo que era en realidad: un traidor.
—Yo… yo no pido dinero —dijo. Si hubiera tenido menos prestancia, se hubiese retorcido las manos—. No es riqueza lo que busco. —Miró a los romanos fijamente y entonces recuperó su altivez—. Mis compañeros ya no me escuchan. Han renunciado a mis buenos consejos para entregarse a una guerra sin fin. Han preferido a su líder —se interrumpió, durante un momento— antes que a su druida. Nosotros, los sacerdotes, hemos tenido una presencia fuerte en las tribus galas durante años. Pero en el norte de Hispania, esta ya era débil, y ahora se está disolviendo por efecto del conflicto. Bien, algunos se conforman. Yo no. No puedo permitir que desaparezcan las antiguas costumbres. Los pueblos han de respetar a su sacerdote, ¡somos su unión con la Divinidad! Y si nos… la olvidan, tienden a sucumbir, como ya está pasando. —Se encogió de hombros—. Yo lo único que hago es evitar que se prolongue esta agonía inútil. Vosotros acabaréis con los resistentes, premiaréis a los que se sometan, y a mí me daréis un destino en un templo hispano importante, donde se me valore y pueda comunicarme con el Más Allá.
Marco se mantuvo tranquilo. El cinismo de aquel personaje le repugnaba, pero lo disimuló. Los traidores siempre eran útiles.
—Deseas más influencia —dijo—. Está bien, eso puede arreglarse. ¿Pero qué nos darás a cambio?
Los ojos de Magilo brillaron:
—Tengo aquello que más ambicionáis, lo que puede acabar con vuestros padecimientos: conozco el sitio donde se esconden los resistentes, su último refugio. Podréis caer sobre ellos y sofocar esta guerra que tanto ha durado: toda, toda Hispania, pacificada finalmente y a los pies de Roma, ¿no es ese un tesoro por el que merece la pena pagar cualquier precio? —dijo, con una sonrisa febril.
Marco observó a Publio, cuya mirada ansiosa era un reflejo de la del mismo druida. Todas sus reticencias se estaban esfumando en pos de una ganancia mayor: caer derrotado ante los astures hubiera supuesto una mancha muy oscura en su historial, pero, ¿y si abortaba ese riesgo, derrotando a los últimos rebeldes que se atrevían a plantarle cara al emperador? ¿No sería eso la gloria, el enaltecimiento de su nombre? Podía valer hasta un desfile triunfal, y todo el mundo sabía que ese era el máximo honor que podía recibir un ejército romano. Cientos de gentes alabándoles, lanzando hojas de olivo; y los caudillos que tanto daño les habían hecho, los jefes de los astures, ejecutados en el Tullianum. Oh, sí. Merecía la pena pagar el precio ridículo que le exigía aquel joven druida.
Marco negó con la cabeza. Publio estaba perdiendo la perspectiva. El peligro de que aquella alimaña les engañase seguía siendo muy real, y su superior parecía haberse olvidado de él. De pronto, ya no existía la posibilidad de que el astur solo estuviese evitando la muerte.
—Piénsalo —le dijo, cuando ambos estuvieron en un lugar apartado—. Sabes que los astures aman las escaramuzas. Para ellos, no habría forma más fácil de enviarnos a la muerte.
Publio lo miró, molesto:
—Debes de pensar que soy idiota. No voy a seguir las indicaciones de un bárbaro sin comprobarlas primero. Enviaré una avanzadilla. Nadie que merezca la pena sucumbirá.
—Pero…
La mirada de Publio se hizo más fría:
—Creo que el nuevo rango de centurión primus pilus te afecta. Olvidas que soy tu superior. Que me ayudes es algo que te consiento para contentar a los hombres, pero no eres nadie. Es más, si deseas continuar siendo lo que eres, te sugeriría que no me dieras más consejos.
Marco asintió, tragándose el orgullo.
—Como desees —dijo. Esperaba, más por la tropa que por ellos mismos, que el imbécil de su superior estuviera en lo cierto. A él el desfile le daba igual, pero no le gustaba ver morirse a sus hombres. Si para terminar con aquella guerra tenían emplear un traidor, que así fuese.
Publio volvió a dirigirse a él:
—Vete a decirle al salvaje que es nuestro prisionero. Que solo obtendrá lo que quiere cuando sepamos que no nos engaña. Y que, si comprobamos que es un ardid, lo va a pasar muy mal —dijo Publio, con expresión feroz—: morirá en la cruz.
Era un destino terrible, pero los astures eran capaces de inmolarse con tal de matar más romanos. Supuso que Publio pretendía que al menos, no les resultase dulce.
—Ah, y Marco… Voy a enviar una partida de ojeadores adonde el druida nos indique. He dicho que no se perderá nadie que merezca la pena. Intenta que ese no sea tu caso.
Marco hizo un esfuerzo por conservar la calma. No estaba bien visto golpear a un superior, y además, Publio era un incompetente: en cuanto obtuviese su ansiado cargo político, regresaría a Roma y los dejaría en paz.
—Por supuesto, señor. ¿Aviso a los hombres?
—No: escógelos tú. Así tendrás el gusto de discernir quién se merece correr ese riesgo. Es una gran responsabilidad. Espero que disfrutes —dijo, antes de despedirse.
Marco deseó más que nunca que lo alcanzase un rayo.
—¡Es cierto!
Magilo no mentía. El rostro iluminado de sus hombres cuando regresaron de cumplir su misión así se lo indicó. Habían visto el refugio de los astures, un conjunto de chozas endebles y calles cubiertas de barro; bueno para repeler el ataque de otra tribu, precario si lo que se pretendía era enfrentar a la legión romana. En realidad, los astures no eran tontos, y habían situado su refugio con mucho tino y no poca estrategia. El pueblo se hallaba en una hondonada, medio escondido, con centinelas colocados en lo alto del castro que vigilaban su territorio