Pacto entre enemigos. Ana Isora

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Pacto entre enemigos - Ana Isora HQÑ

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Cernunnus!

      —¡Tiranos de mierda! ¡Acabad con ellos!

      Aquellos insultos, pronunciados en la lengua bárbara, le produjeron un extraño sosiego. Sus oponentes eran una tropa extranjera, y él organizó a los suyos para que cerrasen aún más las filas, eliminando cualquier hueco por donde pudiese penetrar un astur. El efecto fue inmediato. Los indígenas se estrellaban contra los escudos, furiosos al ver que no habían logrado romper la defensa. Ahora, el combate sería más largo y difícil. Haciendo un supremo esfuerzo, los romanos consiguieron abrirse camino, empujando aquella ola humana.

      Los astures parecieron vacilar, pero solo por un instante. Marco evitó un doloroso corte en la pantorrilla, aunque otros no tuvieron tanta suerte. Cualquier roce con aquellos filos era mortal a la fuerza, debido al veneno; por lo que el combate se volvió mucho más peligroso. Más militares cayeron, mientras los otros luchaban por cubrir su espacio. Marco miró al frente, ceñudo. Aunque hubieran podido sobreponerse, no durarían mucho si los astures continuaban diezmándolos de aquella forma. Tenía que acabar como fuese con la emboscada. Volvió a fijarse en su líder, aquel jinete imberbe y arrogante. Tuvo una idea.

      —¡Cuidado!

      Un legionario se derrumbó encima de otro, y los bárbaros empujaron con toda su fuerza. La fila titubeó. Los salvajes soltaron un grito de júbilo: la formación acababa de romperse. Sin embargo, el rostro de Marco permaneció serio. En cierto modo, aquel inconveniente lo beneficiaba. Vio al jinete avanzar hacia ellos, a gritos, y en el último segundo tomó una lanza del suelo. Aquella era su oportunidad.

      El pilum cruzó el campo, veloz, y fue a clavarse en la ijada del animal. Incapaz de dominarlo, el joven cayó a tierra, y con la confusión ninguno de sus hombres corrió a ayudarle. Estaba tan próximo… Marco apretó los dientes.

      El choque fue intenso, rudo y salvaje. Ambos se enfrentaron con saña, rodeados de una muchedumbre que apenas supieron ver. En la lucha solo existía el siguiente objetivo, y Marco tanteó al astur, con una estocada. Quería alcanzar sus órganos, pero el chico era ágil, aunque no muy fuerte. Un golpe más bastó para comprender que no resistiría mucho tiempo. Se empleó a fondo.

      Ni toda la técnica del mundo podría suplir aquella falta de fuerza. El joven parecía saberlo, pero eso solo le sirvió para que pelease con más empuje. Marco tuvo que protegerse varias veces, evitando el arma de su enemigo. Este intentó herirle, y Marco esbozó una leve sonrisa:

      —¡Solo las niñas cortan en vez de clavar!

      El astur apretó los dientes, furioso. Marco apenas podía verle el gesto, pero se lo imaginaba. Cuando intentó ir a por él, levantó el escudo y le dio un potente golpe. El joven se tambaleó. El borde de hierro le había herido en el rostro, y ahora sangraba a raudales. Marco lo utilizó de nuevo. Aturdido, su oponente trastabilló hacia atrás y cayó a tierra.

      Marco se lanzó a por él. Quería matarlo antes de que se levantase, pero el peligro alentó el espíritu de supervivencia del astur. Cuando iba a darle con el gladio, respondió al ataque, enganchando su propio filo bajo el escudo, de tal manera que consiguió alzarlo un poco. Le lanzó una patada. Marco se desequilibró.

      —¡Maldita sea!

      Cayeron uno encima del otro. Marco intentó quitarle el arma, pero el astur continuaba debatiéndose como una bestia. Se enzarzaron en un sucio combate, a puñetazos y mordiscos, y solo gracias a sus músculos consiguió desarmarlo y poner su gladio bajo la carótida. Aquel animal le había hecho sangrar, pero por fin lo tenía.

      —¿Tienes miedo, bárbaro? —preguntó—. ¡Déjame verte!

      El astur intentó resistirse. Marco fue inflexible. Con un potente empujón, lo agarró del casco y consiguió retirar su última defensa. La cabeza de su enemigo estalló en llamas.

      Pelo y más pelo, liso y de un llamativo color rojo, asomaba por debajo del metal. Atónito, Marco se percató de que estaba apoyado sobre una especie de «blandura», y no sobre unos pectorales fuertes de varón. Jadeó, incrédulo.

      Una mujer.

      El enemigo de los romanos, líder de los astures y su pesadilla en aquel momento era una mujer.

      Marco tardó apenas un minuto en sobreponerse, pero fue bastante. Como una pantera, la astur se arrastró por debajo y agarró la espada.

      —¡No!

      Un dolor ardiente le hizo callar. La muy víbora le había herido en el rostro. Cegado por la sangre, Marco quiso defenderse, pero la astur le golpeó de nuevo y el centurión cayó a tierra. La patada en la mandíbula había sido brutal. Parpadeó, confuso. La astur le había quitado el gladio. Ahora, el indefenso era él.

      El tiempo pareció detenerse. Marco observó la punta de la espada, que tantas veces le había servido bien, y que ahora iba a terminar con su vida. Solo se oían las respiraciones de los dos enemigos, y durante unos segundos, así continuó. Fue él quien quebró el silencio.

      —¿Qué más esperas, astur? —dijo—. No voy a suplicarte. Mátame.

      La joven levantó la espada, y en el último momento Marco cerró los ojos. Pero no sintió el golpe. En su lugar, oyó un grito de cólera y un impacto contra el suelo.

      Sin saber muy bien si estaba muerto o vivo, el centurión separó los párpados. Aún tenía la cabeza sobre los hombros, y su fiel gladio reposaba ante él, clavado en la tierra. La astur le había perdonado la vida.

      Estupefacto, Marco la miró. Su gesto reflejaba un profundo odio, pero no hizo amago de cambiar de idea. En su lugar, dejó que el romano se incorporase y le dio un nuevo golpe.

      —¡Desaparece! —bramó, utilizando su idioma.

      La lucha daba sus últimos coletazos. Sin añadir nada más, la astur reunió a sus hombres y se evaporó con ellos en la niebla.

      Marco se quedó solo, impactado aún por lo que acababa de ocurrir.

      Perdonarle la vida al romano trajo a Aldana de cabeza durante las horas siguientes. No solo no había sido capaz de llevar el combate tan bien como había supuesto, sino que no había tenido el valor de acabar con una de sus alimañas. Así pues, los hombres tuvieron que aguantar una actitud taciturna y silenciosa durante el resto del trayecto, y Aldana fue sintiéndose cada vez más molesta conforme avanzaba el camino. Sus compañeros no hubieran dudado, y ello la hacía una mala líder, indigna de suceder a su padre. La única explicación que encontraba (y que en el fondo, sabía correcta), era que matar defendiéndose resultaba distinto a acabar con la vida de un hombre desarmado, mediante una ejecución; pero eso no la satisfacía. Las categorizaciones morales sobraban en una guerra en la que llevaban las de perder.

      Pese a todo, pudo calmarse al divisar los tejadillos de las chozas, sobresaliendo de la escondida hondonada en la que se habían refugiado. Adoraba a su pueblo: a los ancianos, que le habían contado historias de pequeña, acunándola; a los niños, alegres en medio de la guerra y que eran la última esperanza de una tribu oprimida por el águila de Roma; incluso a sus animales, tranquilos y circunspectos como si ellos también formasen parte del primer grupo. Aldana había jurado proteger todo aquello, y moriría antes de dejarse capturar. Sonriendo, abrió los brazos cuando Deva salió de entre la multitud.

      —¡Aldana! —gritó la niña, contenta—. ¿Los has machacado? Mamá dice que sí.

      —He

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