Pacto entre enemigos. Ana Isora

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Pacto entre enemigos - Ana Isora HQÑ

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sus golpes aún le resquemaban. Posó a Deva en el suelo y se ocupó de los adultos. Estos no mostraban la misma expresión alegre de la chiquilla. En el pueblo se habían quedado algunas mujeres, que ahora se acercaban entre trémulas y esperanzadas, para ver si sus maridos habían sobrevivido. A Aldana le angustiaban mucho aquellos momentos, pero esta vez no tenía qué temer. Su posición en la lucha había sido tan buena que solo habían tenido algunos lesionados, y no de gravedad. Los romanos no podían presumir de lo mismo: la mayoría de sus hombres untaban las armas con tejo, de manera que cualquier corte resultaba mortal a la fuerza. La propia Aldana se había quedado sin él al compartirlo, lo cual venía a confirmar que le había perdonado la vida a aquel soldado, literalmente. La certeza no la hizo sentir mejor. Pero una figura salió de entre la multitud, y a la guerrera se le olvidaron todas sus cuitas.

      —¡Magilo! —exclamó feliz.

      El hombre y ella se abrazaron y Aldana notó que por fin estaba en casa. Magilo era su prometido, un varón de actitud recta y amable que siempre le daba consejos. La relación rompía muchas tabúes, porque Magilo llevaba sobre sus espaldas el peso de la espiritualidad astur, al ser familia de un importante druida galo. Pronto lo sería él también, aunque en Hispania aquellas figuras no tuvieran tanto peso. No obstante, en tiempos difíciles, todos apreciaban que alguien tuviese buena mano con los dioses; y nadie se metía con ella por su elección, pese a la costumbre. Magilo le acarició el rostro con suavidad:

      —Tienes sangre —le dijo.

      —No toda es mía —aclaró ella.

      De hecho, la mayor parte pertenecía al romano. Magilo frunció el ceño, pero no dijo nada.

      —¿Has hecho lo que te pedí?

      Aldana deseó poder ignorar la pregunta, pero no le parecía correcto engañar de esta forma a su prometido. Suspiró, cansada:

      —No —dijo—. Y ya sabes por qué. No es algo que me parezca noble.

      Magilo guardó silencio, y su mirada se volvió fría. Dejó de acariciarla. Aldana notó el cambio de actitud, sin culparle.

      —Entiendo que ese clan no te guste, porque sus gentes en otro tiempo nos rechazaron. Pero no podemos tratar a todo el mundo como a los traidores, Magilo. No es fácil oponerse a Roma. La gente tiene miedo. Hoy, ellos han enriquecido a la legión, es verdad, pero también nos prestaron ayuda cuando quisimos saber dónde estaban esas fuerzas. No me parece correcto presionarlos para que tomen las armas, cuando ya han perdido tanto. Nuestro objetivo es otro. Roma es poderosa. Si la debilito destrozando su intendencia, puede que considere molesto mantener el control en las montañas, y descienda al valle. Solo así conseguiremos vencer.

      “Y que nos dejen en paz”, pensó, aunque esto no lo dijo. El druida hubiese deseado que sometiera a todas las tribus disidentes, pero era una quimera absurda. Años de guerra les habían enseñado que los romanos no cejaban fácilmente, y contra ellos debían emplear todo su vigor. Aún mantenía la esperanza de que, si los consideraban salvajes incorregibles y a su zona carente de interés, se establecieran en otros sitios y los abandonasen a su “barbarie”. No se atrevía a esperar más: el resto del norte estaba perdido. Frunció el ceño, pensando en su padre, que siempre había soñado con una tierra libre. Nunca podría verlo.

      —Les habrás producido grandes daños, al menos.

      La voz de Magilo sacó a Aldana de sus pensamientos.

      —¿Eh…? ¿Qué?

      Magilo apretó los dientes y la joven se sintió como un niño pillado en falta. Por supuesto, eso resultaba ridículo: ella era una líder importante, una mujer fuerte. No debía ponerse nerviosa. Aun así, respiró aliviada cuando pudo contarle algo bueno.

      —¡Oh, claro! Te refieres a nuestra escaramuza. Ha sido un éxito rotundo. Ya sabes que Abieno es un gran ojeador, los romanos no se lo esperaban. Han caído la mayoría, y hemos destrozado sus suministros. Cuando descubran que hemos atacado el campamento en su ausencia, tendrán aún más problemas. Apenas les quedan recursos —concluyó, segura de sí misma.

      Magilo hizo una mueca, como si espantase a una molesta mosca:

      —¿Y su centurión? ¿Ha caído también? —preguntó.

      —Sí —afirmó Aldana, segura de sí misma—. El propio Albenes me dijo que había conseguido alcanzarle con una lanza. No volverá a molestarnos, y eso nos beneficia.

      Algunos de los suboficiales habían sobrevivido, pero no era importante. Sobre todo, porque si se lo decía, tendría que contarle también su patética actuación frente a aquel romano, y no estaba segura de poder mantener la entereza frente a su mirada, llena de reproches. Había sido un día largo y la joven necesitaba algo de paz.

      —Magilo —explicó—, sé que en algunas cosas no estamos de acuerdo, pero no quiero que pienses que cuando no sigo tus sugerencias, lo hago porque no las estimo o porque no te muestro confianza. Comprendo que son valiosas, pero a veces es necesario optar. Y el centurión era un rival notable: recuerda lo que nos contaron las tribus del sur.

      Magilo no dijo nada, pero asintió con actitud hosca, aceptando el beso de Aldana. La joven le dirigió un gesto compasivo antes de desaparecer.

      —Te quiero —dijo—, y comprendo tu dolor. Pero yo soy la líder ahora. Debo decidir lo que creo mejor para el pueblo, aunque me pese. Y resistiremos, ya lo verás.

      Aldana le dio un último beso y después se alejó. Todo, desde las insignias hasta su espada, había pertenecido en realidad a su padre. También el hecho de estar al mando. Suspiró. Sí, ella era la líder ahora. Y por los dioses que haría honor a su nombre, aunque tuviese que perecer en el intento.

      Capítulo 2

      Sentado bajo la cobertura de la tienda, Marco Ticio entornó los ojos, molesto:

      —¿Quién-demonios-es-ella? —repitió, como si hablara con un idiota profundo y no con un superior de alto rango.

      El tono de voz irritó a Publio. Él era un patricio, y la posición de Marco, plebeyo, nunca le había parecido plenamente justificada. Arrugó la nariz:

      —Una salvaje —dijo—. Al principio yo también la tomé por un varón, como todos, pero por lo visto, su nombre es Aldana, y es la nueva líder de los rebeldes. Los suyos dicen que es hija del cántabro Corocotta y de una aristócrata astur. Atacaron el campamento pocos días antes de que llegaseis. —Bufó, divertido—. Eso es lo mejor que les queda.

      Marco guardó silencio. Corocotta… conocía ese nombre. ¡Quién en Roma no lo hacía! Las maniobras de aquel caudillo eran legendarias incluso para sus rivales. Había puesto a la legión contra las cuerdas muchas más veces de las que les gustaría admitir, hasta su fallecimiento tres años atrás. El propio Augusto había podido conocerle: harto de sus escaramuzas, había intentado poner precio a su cabeza. Y el mismo Corocotta había terminado presentándose a recoger el dinero que ofrecían por él. Impresionado ante semejante valor, Augusto no tuvo más remedio que otorgarle la recompensa, para después dejarlo marchar. Aquella historia se contaba aún en los cuarteles militares.

      Marco miró a Publio, que tan seguro parecía, y supo que se equivocaba. Si la astur tenía solamente un diez por ciento de la capacidad de su ancestro (y Marco estaba seguro de que así era), Roma estaba ante un serio problema. Se incorporó, ignorando

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