Pacto entre enemigos. Ana Isora
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—No. No creí necesario preocuparle por una mujerzuela —contestó él, mordaz.
Su tono de voz era seco, pero Marco pudo percibir su vergüenza. No cabía duda: Publio era incapaz de soportar que se supiese que los había derrotado una mujer. Sobre todo, una tan “torpe” que había conseguido amenazar a todo un campamento. Marco Ticio suspiró. Publio era tonto. Cleopatra también era una mujer, y solo Júpiter sabía la cantidad de problemas que había causado. Pensativo, se sentó de nuevo en el camastro, intuyendo que aquella campaña iba a resultar interesante.
No duró mucho el silencio. Fuera, algunos golpes les hicieron levantar la vista, y un optio entró.
—Centurión. Tribuno —saludó, inclinando la cabeza. Publio estuvo a punto de reprenderlo, pues se había dirigido a Marco antes que a su superior, pero no pudo. Las nuevas que traían eran demasiado importantes como para postergarlas con filípicas inútiles—. Hemos capturado a un astur cerca del campamento. Insiste en hablar con vos.
Marco y Publio se miraron. El oficial soltó una risita despectiva.
—Hablar conmigo… sí, claro. Lo que quiere ese cobarde es evitar que lo crucifiquen. Como si yo no conociera a los rebeldes. —Miró a Marco—. Quédate. Aún mereces reposo.
Marco negó con la cabeza: no se fiaba de Publio. La batalla no le había dejado incólume, pero prefería soportar un dolor pasajero y solucionarlo después, a consentir que el tribuno emplease una crueldad innecesaria.
—No pasa nada. Puedo descansar en otro momento. Venga, vamos —dijo, con tono amable.
Publio hizo una mueca. Había ocupado el puesto de tribunus laticlavius[1] y, como marcaban las tradiciones, Marco ejercía ahora de mentor. Pero eso no tenía por qué gustarle: sabía que muchos de sus hombres se hubiesen amotinado de no ser por su presencia, que pesaba más que la del prefecto o cualquier otro oficial. Marco tenía prestigio. Los suyos lo veían como un superior severo, pero justo, y lo respetaban. La idea misma le hizo rechinar los dientes: ¿por qué a él no? Tenía mayor rango y categoría.
Marco captó su desagrado e intentó ser cortés:
—Dices que has sufrido un ataque. Es la primera noticia, así que supongo que os desenvolvisteis con habilidad.
Publio asintió, condescendiente:
—Sí. Ya sabes que a mí los bárbaros me parecen simples alimañas. Y más si los manda una mujer. Aunque son astutos, eso no voy a negárselo. El asalto al campamento no ha sido lo único. Llevamos teniendo problemas desde mucho antes de que te trasladaran desde el sur.
—¿No te inquieta?
—¡Bah! No son episodios tan graves. Es evidente que no es la lucha frontal lo que les interesa —repuso Publio, irritado—. Lo de ayer no fue algo común. Normalmente son más discretos. Sabrás que tienen espías, y que golpean donde más nos duele: en los suministros. Hace semanas envenenaron el grano. Yo…
Marco miró a Publio. No era ningún secreto que se procuraba sus propias delicias, muy diferentes al rancho de la legión. Publio intuyó lo que estaba pensando, y pareció molestarse.
—¡Tengo mis propias fuentes! Y eso me hizo sobrevivir. En realidad, solo murieron un par de hombres, pero los otros estuvieron muy enfermos. Esperábamos tu llegada con ansia. Trajiste tropas nuevas. Claro que, para lo que te ha servido… —le recordó, con cierta malicia.
Esta vez, fue a Marco a quien le tocó sentirse incómodo. Publio tenía razón, los astures habían vuelto a engañarlos. Sentía vergüenza. El campamento estaba lleno de heridos, y era por culpa suya: no había sido capaz de desempeñar bien sus funciones. Y para colmo, le debía la vida a la astur. Tampoco había nada honorable en eso. Se acarició la mejilla, pensativo. Le iba a quedar una cicatriz. ¿Qué buscaba aquella mujer? No lo había matado, y le hubiese resultado muy simple. Ahora, ambos tenían un gran problema, que era el otro. Quiso seguir pensando en ello, pero la cabeza empezó a dolerle. Por suerte, los acontecimientos le proporcionaron cierto alivio.
—Mira, ahí están —le dijo Publio—, ya veo a esa basura. Debió de pensar que era fácil volver a intoxicarnos.
Publio y Marco miraron hacia la salida. Allí, un gran jaleo había alterado la vida normal del campamento. Un grupo de legionarios habían vuelto de una inspección rutinaria, y lo que traían era motivo de comidilla para la tropa. Publio hizo un gesto significativo. No tardaron mucho en reunirse con sus hombres:
—¿Qué ocurre? —preguntó Publio con seriedad.
Los militares cercaron aún más a su presa. En el campamento se sentía un clima de revancha a duras penas contenido, y Marco se alegró de haber llegado a tiempo: un poco más tarde, y los legionarios hubieran destrozado a aquel bárbaro. No les faltaban razones. La campaña se estaba volviendo cada vez más dura y los indígenas, cada vez más fieros.
Al verlos llegar, el soldado saludó a Publio e intentó explicarse:
—Lo hemos capturado hace poco. Pensamos que es un espía. Sin embargo…
Se interrumpió. El astur había levantado la mano, con gesto solemne. Tenía un porte grave, distinguido. Aunque su comportamiento era extraño, Marco tuvo que reconocer que con aquel aspecto, no resultaba tan fuera de lugar. Sus ojos solo sabían expresar desdén. Probablemente fuese un aristócrata, o una autoridad entre los astures.
—El soldado miente —dijo, parsimonioso—. Me llamo Magilo, y he venido a veros por mi propio pie. Quiero parlamentar.
Una carcajada le impidió seguir. Los hombres reían, pero esta vez, el matiz de rabia era perceptible:
—¡Cobarde!
—Debes de creerte que se nos puede engañar con cualquier cosa…
—¡Venga! ¡Traed troncos con los que formar una cruz!
Publio los hizo callar. Sin embargo, hasta él mismo parecía indignado. Marco supo ver el porqué. Al igual que sus hombres, creía que el astur solo estaba intentando ganar tiempo. Pero resultaba algo razonable, en un cautivo. Sacudió la cabeza. Aunque no era un hombre cruel, no veía la manera de evitar la escabechina que se estaba gestando.
—Eres un rebelde —afirmó Marco, sin un rencor particular—, tu actitud hace difícil creer otra cosa. Reconócelo y dinos quién te manda, y no sufrirás ningún dolor. ¿Eres, acaso, del clan enemigo?
Publio gruñó.
—¡No! No se merodea por aquí cerca. Pagará el atrevimiento con la vida. ¿Cuál es tu auténtico propósito?
Magilo se limitó a mirarlo. Si tal cosa hubiese sido posible, Publio hubiera quedado convertido en un montón de cenicillas. Pero no ocurrió nada. En su lugar, el astur supo responder con una calma no exenta de desprecio. No parecía alguien amenazado de muerte.
—No cometáis el error de pensar que miento, romanos. Yo soy el futuro druida de la tribu de los saelinos, y tengo en mis manos el fin de la guerra. La actitud de mi pueblo me parece errada: el latín que os hablo demuestra mi buena fe. También conozco vuestras costumbres. Pero quería esperar a que llegaran vuestros refuerzos para venir. He arriesgado mi propia vida.
Marco no se inmutó.