Pacto entre enemigos. Ana Isora
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Читать онлайн книгу Pacto entre enemigos - Ana Isora страница 7
Publio, Marco y otros oficiales se pasaron varios días ultimando su plan con la ayuda de sus subordinados. Magilo volvió a serles muy útil: les habló de las entradas y de las salidas, de los centinelas y de los cambios de guardia por las noches. No obstante, algo preocupaba a Marco, y era la posibilidad de que la ausencia del mismo druida hiciera sospechar al pueblo. Pero Magilo era taimado hasta en los detalles.
—No os preocupéis —dijo—, ¿cómo pensáis que logré salir de la aldea? Mis compañeros creen que he ido a parlamentar con otra tribu para convencerles de que luchen con nosotros. Piensan que volveré con refuerzos —añadió, con total tranquilidad. Y siguió trabajando.
Su actitud impresionó al oficial, que nunca había conocido a semejante víbora. Imaginó a los astures, serenos en la oscuridad de sus chozas, sin saber que pronto iban a ser cercados por la legión romana. Negó con la cabeza. Desde luego, Magilo estaba poniendo fin a la guerra, pero esperaba no encontrarse nunca con alguien así entre los suyos.
Por fin, llegó la noche escogida. Publio había decidido dividir a los hombres en dos frentes, y a los centuriones les parecía bien. Así complicarían la defensa de los astures, asediados por varios sitios, y facilitarían que una parte de la tropa escapase si finalmente el traidor les hubiera tendido alguna especie de trampa. Esta maniobra, por supuesto, no se la comunicaron al sacerdote.
Marco quería entrar en combate. Ya no se encontraba débil, y después de haber luchado en la guerra, deseaba estar presente en la batalla que iba a ponerle fin. Además, existía otro motivo, secreto: Marco había estado pensando en Aldana, y había decidido perdonarle la vida si tenía la ocasión. Ella no le agradaba especialmente: era una salvaje rebelde y con maneras de marimacho, casi más una bestia que una mujer. No obstante, Marco no estaría vivo sin su ayuda, y quería pagárselo. Por todo ello, se colocó al frente de las tropas la tarde previa al combate y atendió a las instrucciones del laticlavius y del prefecto.
—Los nuestros acaban de cargar las flechas incendiarias. Como bien sabéis, aguardaremos a la caída de la noche —explicó Publio, dirigiéndose a las tropas—. Vamos a abrasarlos mientras duermen, tal y como ellos intentaron hacer con nosotros. No penetréis en la aldea hasta que no hayamos diezmado sus defensas, o cada casa se convertirá en una batalla. Una vez lo hayamos conseguido, arrasad con todo: nadie debe burlarse del águila de Roma. ¡Y recordad que sois el orgullo de vuestro pueblo! ¡Avanzad!!
Los soldados emprendieron la marcha. Algunos rezaron una oración al ponerse en camino, y Marco se encomendó a sus dioses. Nunca venía mal tenerlos de su lado, aunque partieran de una posición ventajosa.
El refugio de los astures se encontraba a varias horas del campamento, protegido por poderosos riscos, pero todos eran conscientes de que no podrían llegar hasta allí sin ser detectados por los indígenas. En su lugar, aguardarían cerca a la caída de la noche, y recorrerían entonces el último trecho. Contaban con que los astures estuviesen demasiado ocupados intentando sofocar el incendio como para detener bien su ataque. En palabras de César: “La suerte estaba echada”, y un nerviosismo irrefrenable había invadido a los componentes más jóvenes del grupo. Marco solo esperaba que supieran mantenerse firmes.
La marcha a través de los montes fue una de las pruebas más duras que los centuriones hubieron de vivir, por la amenaza de muerte inminente suspendida sobre sus cabezas; pero pudieron llegar al punto que les habían prometido sus oficiales. Ya había atardecido para entonces, y Marco lo agradeció. En realidad, ninguno esperaba que los astures estuviesen totalmente desprotegidos cuando llegaran a los pies de su aldea: era casi un milagro que no los hubiesen atacado aún; pese a estar a horas de distancia. Los dos sabían que en el monte el sonido de una conversación se transmitía por muchas millas a la redonda, y habían amenazado de muerte a cualquiera que hiciese un mínimo ruido. Incluso habían prescindido de las pesadas herramientas habituales, por ser más un obstáculo que una ayuda ante las tácticas guerrilleras que empleaban sus oponentes. Esta vez, iban a combatir de un modo más parecido al suyo, aunque sin abandonar la disciplina. Marco confiaba en que aquello pudiera darles la victoria.
Por fin, en torno a la medianoche, Publio le hizo una discreta señal. Marco se acercó a él y pudo ver a mucha distancia el bosquejo de una empalizada en la penumbra. Unas diminutas figuras deberían de estar moviéndose en ella a esa misma hora. El centurión asintió. Habían mandado a los arqueros de avanzadilla con el primer grupo y, si todo salía bien…
—¡Aggg!
Una sonrisa depredadora se dibujó en el rostro de Marco. La noche se había iluminado. Los astures, cazados en su propia trampa, y siendo sometidos al mismo tratamiento que habían dispensado a la legión, se revolvían intentando plantar cara a sus enemigos. Los primeros cadáveres empezaron a caer en torno a la empalizada. Y todos llevaban la armadura indígena.
Publio y Marco observaron lo movimientos del primer frente desde la lejanía. Su apariencia era la de una avalancha humana frente de una frágil barrera. Pero aun así, esta última resistía. Marco oyó los gritos dentro de las chozas y supuso que aquellos que no podían participar en la lucha estaban haciendo lo posible por evitar que las llamas se adueñasen del pueblo. Sin embargo, pese a todo el desbarajuste que su acción había producido, no era suficiente. ¿Cómo podían unos salvajes, que atacaban sin orden alguno, haberse recuperado de una manera tan rápida? Marco veía cómo las primeras bajas eran suplidas por más guerreros, que combatían hasta la extenuación. Los romanos habían comenzado a perder gente: era el momento de atacar. Pero antes, Publio miró a Marco, ceñudo.
—¿Crees que lo intuían, de alguna manera?
[1] Puesto ocupado por senadores jóvenes, que debían pasar una temporada en el ejército para formarse en sus tácticas.
Capítulo 3
Pocas horas antes del asalto romano, Aldana había insistido en pasar revista a sus tropas. Los hombres habían obedecido a regañadientes, conociendo los verdaderos motivos de su líder. Magilo llevaba más de una semana fuera y regresaría pronto, Aldana quería impresionar a las nuevas fuerzas y los machacaba con programas de entrenamiento. No les hubiese importado si fuesen solo militares, pero en aquellos tiempos tan caóticos, la línea entre el guerrero y el campesino se había desdibujado aún más, y todos tenían familia que mantener. Sus mujeres, no obstante, apoyaban a Aldana: vivían en un temor permanente a la milicia de Augusto, quizá porque nunca la habían combatido. Los hombres sí, y no les inspiraba tanto respeto: legionario o no, todos caían al clavarles una espada.
Aldana pasó revista rápidamente, y luego fue a ocuparse de las defensas. Lo repasó todo: la muralla, el foso de tierra y el terraplén situado entre uno y otro, que Aldana había copiado a los romanos y que confiaba en que les resultase útil a la hora de batallar. Los latinos eran crueles, pero había que reconocer que tenían buenas técnicas, y la astur no estaba dispuesta a obviarlas por el mero hecho de estar en bandos distintos. Los hombres la observaron en silencio mientras iba de un lado para otro, ágil como una lagartija. Aldana siempre les producía una mezcla de ternura y admiración, con aquel