Pacto entre enemigos. Ana Isora

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Pacto entre enemigos - Ana Isora HQÑ

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que había tomado demasiado alcohol. Y en el fondo fue así, porque el aturdimiento le impidió apartarse cuando la fugitiva corrió hacia él. La fémina, cegada por el miedo, no vio tampoco al romano; y ambos acabaron estrellándose con un sonoro golpe. Marco se sujetó como pudo, manteniéndose en pie. Aprisionó las muñecas de la cautiva. Si no hubiese sido por el bastón, se hubiera caído.

      La mujer estaba débil, y empezó a suplicar. Probablemente fuera una esclava huida del mercado.

      —Por favor… Por favor… —rogó, sin fuerza siquiera para levantar la vista. Su piel desnuda estaba llena de moretones—. Por favor, déjame ir. No permitas que me cojan. No los dejes… —jadeó, agotada.

      Marco sintió una compasión inmensa. Aquel era el aspecto más cruel de Roma, y él detestaba tener que vivirlo. Una voz los interrumpió:

      —Ah, de manera que la han encontrado. ¡Alabados sean los Dioses! Venga, manifestémosle nuestro agradecimiento.

      Marco escuchó unos aplausos, y luego levantó la mirada. Un negociante, gordo y muy conocido, se acercaba a él. Se trataba de Aulo, el proxeneta más famoso de Roma. Por supuesto, relacionarse con alguien así era poco honorable, pero Marco lo había visto en otras ocasiones, y había escuchado a sus legionarios hablar de él con cierta diversión. Dirigía los burdeles más infames de la ciudad, donde un hombre podía acceder a toda clase de perversiones. En uno incluso se ofrecían niños pequeños.

      —Vaya, de manera que pensaste que podías escapar, ¿eh? —dijo Aulo, mirando a la cautiva. Esta gimió—. Ya verás tú cuando te entregue a mis clientes. En cuanto a este maravilloso hombre —repuso—, me habéis hecho un gran servicio. ¿Preferís que os lo pague en dinero o que os dé vía libre en mis establecimientos? Podréis disfrutar de ellos durante un mes sin costo. Mirad:

      Aulo la obligó a levantar la cabeza, y la mujer apartó la vista, desesperada. Pero no antes de que Marco pudiera verla. Su rostro adoptó un gesto hermético:

      —No. Hagamos una cosa: dame a esta esclava.

      Aulo se sorprendió.

      —¿A… a esta esclava? Pero es imposible, he desembolsado mucho por ella. Además, ahora no está en buenas condiciones. La engordaré bien, la limpiaré y, dentro de unas semanas, podréis venir al lupanar y yacer con ella cuanto os plazca. Está en el Subura —prometió, con gesto tentador.

      Pero el centurión no cedía fácilmente:

      —¿Cuánto te han cobrado por ella? —preguntó.

      —Ochocientos denarios. Viene del Norte, de la zona del Ástura.

      —Doblo la cifra.

      El proxeneta alzó las cejas y miró a la esclava. A aquel hombre debían de gustarle mucho las pelirrojas. Y él no tenía tanto que perder. Bien pensado, era una mujer bastante ruin. El pelo era bonito, pero aquella delgadez extrema… no le sacaría mucho negocio. Y el carácter… tendría que enderezarlo a golpes, y eso le dejaría más marcas. Se encogió de hombros.

      —Muy bien. Acepto. Pero quiero el dinero en cuanto sea posible. Un esclavo mío pasará a buscarlo en la dirección que le deis.

      Marco asintió, recogiendo a la esclava. Esta jadeaba aún por el miedo y el cansancio. Pero, antes de dejar marcharse al proxeneta, lo cogió por el hombro, con gesto amenazador.

      —Si pago el doble es porque quiero un trato preferencial —musitó, con una voz fría—. Nadie, ni en Roma ni en otros pueblos, ha de enterarse de que he comprado a esta esclava. ¿Está claro? —El chulo asintió, asustado—. Quizás no tenga mucho dinero, pero tengo influencia. Y harías mejor en no desafiarme desobedeciendo mi palabra.

      Aulo se deshizo en promesas, y Marco lo dejó marchar. Solo entonces, cuando el proxeneta se hubo ido y la gente abandonó el lugar, Marco miró a la mujer que tenía entre manos. Y Aldana, haciendo un gran esfuerzo, levantó la cabeza para observar al hombre que la había comprado. Su sorpresa fue mayúscula.

      —¡Tú! —dijo, con una desesperada mezcla de dolor y odio.

      El romano no dijo nada, pero aquello fue demasiado para la astur, sometida a maltrato durante meses. Sin apenas comprender lo que ocurría, Aldana levantó la mano para intentar atacarle, y la debilidad la derrotó. Antes de concluir el movimiento, estaba inconsciente. Marco la levantó, con cuidado. Debía encontrar a alguien que le ayudase a llevarla a su insula.

      [5] Como la de León, en España.

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