Pacto entre enemigos. Ana Isora
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Читать онлайн книгу Pacto entre enemigos - Ana Isora страница 14
»Contábamos con un gran botín, que tampoco resultó ser, porque los astures estaban aún más desesperados que nosotros. Y mi pensión me cubre menos que si hubiera estado en el ejército trece años, que es por lo que se enrola todo el mundo. No obstante, podría servirme de ella…Si no hubiese donado también parte de mis ahorros a la campaña del norte —concluyó—. ¡Nunca más me dejaré convencer por Augusto!
—Obraste como cualquier buen ciudadano lo hubiese hecho, eras un hombre rico por aquel entonces, a pesar de ser plebeyo. —Marco lo miró, suspicaz. Para él no había nada reprochable en su origen humilde, pero Rufo lo decía sin querer ofenderlo, a diferencia de muchos oficiales—. No es tu culpa que el botín haya resultado ser tan magro. Conseguirás un empleo pronto, eres un hombre con mucha experiencia.
Marco esbozó una sonrisa triste. Era cierto, no temía por sí mismo. Pero hubiese querido terminar la casa que se estaba construyendo en el Aventino, después de años de vagabundeo con las legiones, y poder ofrecérsela a la que siempre había considerado su madre: ahora se encontraba muy sola. Y ¿por qué no?, también formar una familia. Sin embargo, era necesario contar con una posición estable antes de iniciar cualquier proyecto. No se lo perdonaría si arrastraba a sus hijos a la pobreza. La vida en el Imperio podía llegar a ser muy cruel.
—Mi única posibilidad era esta nueva herencia, la de Servio. Él siempre se comportó conmigo como un padre, aunque yo no fuese su retoño. Sentí mucho enterarme de su muerte.
Rufo asintió:
—Era un buen hombre. Hablé con él hace apenas tres meses, antes de que…
Los ojos de Marco se tiñeron de tristeza. No era un hombre al que le costara partir hacia una misión, pero aquel año había resultado especialmente duro. Pocos días antes de marchar hacia tierras rebeldes, Marco había recibido la noticia de que Servio (el hombre que le había acogido cuando él apenas era un chico endeble, que había empleado su tiempo en estar con él y que le había introducido en el mundo de la legión y sus secretos) había muerto.
Él y su mujer Calpurnia lo habían sido todo para Marco. El centurión había tenido padres, y muy ricos además, pero su hogar siempre estaba en constante guerra. Ni la dejadez de su padre ni la frialdad de su madre, una completa desconocida, podrían igualar jamás lo que aquel hombre le había dado.
—Servio era un hombre rico. Nunca tuvo hijos, por eso te amaba tanto. Habida cuenta de que en nuestro Derecho las viudas no suelen heredar del marido (aunque sí ser usufructuarias de parte de sus bienes), tú eras su heredero lógico. Servio no tenía otros parientes, por lo que la ley no te obliga a compartir nada. O no lo hacía… hasta ahora.
Marco sacudió la cabeza, disgustado:
—Aún no alcanzo a comprender por qué lo hizo, Rufo.
—Él siempre quiso que te reconciliaras con tu hermanastro. Eso lo sabes.
—Sí… Nunca lo conoció tan bien como yo.
—Puede —concedió Rufo—, pero de todas formas lo nombró heredero subsidiario, de manera que su herencia solo pasaría a él si a ti antes te ocurría una desgracia. Lo que, conociendo la naturaleza de tu trabajo… —repuso— era bien posible.
Marco no replicó. Todo el mundo sabía que los centuriones se enfrentaban a mayores riesgos, porque muy pocos volvían. Rufo carraspeó antes de continuar.
—El caso es que tú estás vivo y has regresado; y eso te convierte en el único heredero posible una vez que se abra el testamento y se lean las voluntades de Servio, que nosotros conocemos gracias a su esposa. Pero la lex Iulia … la lex Iulia…
—Sí, la lex Iulia cambia las cosas —completó Marco, con cierto mal humor.
—¡Vamos, Marco! ¡Tienes que comprender a Augusto! ¿No se quejaba la gente de que Roma se estaba llenando de extranjeros? Pues él ha hecho algo para solucionarlo. Que su solución no agrade ya es otro asunto.
Marco se sintió muy cansado:
—Sí, pero enfoca mal el problema. Como los extranjeros tienen muchos hijos, Augusto obliga a los romanos a imitarlos. Las familias en Roma nunca han sido muy extensas, salvo en el campo; y ahora viene él y pretende fomentar la natalidad con toda una serie de sanciones, orientadas a los ciudadanos que no contraigan matrimonio y, sobre todo, a los que no generen descendencia. Eso va a irritar a muchos, Rufo. Pero lo peor —y esta vez Marco esbozó una leve sonrisa— es que también pretende acabar con la decadencia moral de Roma, para demostrar su superioridad sobre la de los bárbaros. Y entre las costumbres que quiere castigar está el adulterio. ¿Te imaginas el revuelo que provocará entre las clases altas? No es ningún secreto que los matrimonios patricios son solo pactos donde los esposos se ponen felizmente los cuernos. Esa ley no durará mucho, ya lo verás.
Rufo miró al miles.
—Te olvidas de una cosa, Marco. Hace mucho que los ciudadanos no votan para elegir a sus gobernantes. La República está muriendo. Augusto ha concentrado todo el poder. Esto que tenemos ahora —añadió, bajando la voz— se parece más bien a un tipo de monarquía.
Marco recordó el nuevo título de Augusto y negó con la cabeza.
—Se hace llamar imperator. No es una monarquía, es un imperio.
—Un imperio.
Los dos hombres callaron, mientras interiorizaban aquellas palabras. Se avecinaba un nuevo periodo para la historia de Roma, y más si la esposa de Augusto conseguía asentar a su hijo Tiberio en el poder. Rufo siguió hablando.
—Lo que quiero decir, Marco, es que no seas ingenuo. Augusto ya está muy bien posicionado, lo suficiente como para enfrentar algunas críticas sin tambalearse. Y no va a cambiar la ley. La lex Iulia impide heredar de personas ajenas a la familia, si no se está casado. Se entiende como un aliciente para contraer matrimonio. Y Servio no es tu pariente. Y tú no tienes una esposa.
—Es que esa decisión es mía, personal, no quiero que Octavio la tome por mí —dijo, rechazando usar el título de “Augusto”.
—Muy encomiable, pero la realidad es la que es. Y mientras tú no puedas heredar, aunque no sea por estar muerto, como pensó el pobre Servio, tu herencia irá a parar a tu hermanastro. Él sí está casado. Celebró la boda hace un año, en cuanto tuvo noticias de que iba a salir la ley.
—No sé por qué no me invitó —comentó el oficial con ironía.
—Pues cásate. ¿No quieres fastidiarle? Cásate. Pasaste una infancia pésima por su culpa, te golpeaba todos los días. Hoy tú podrías tumbarle hasta con tu dedo meñique, ¿por qué no le quitas lo que en realidad más ama, el dinero?
Marco se removió, incómodo. Odiaba la idea de que su medio hermano alcanzase algo que en realidad era suyo, pero no quería casarse por un motivo tan ruin. Rufo captó su mirada y acabó rindiéndose.
—No importa —dijo—. Ya veo que no lo vas a hacer. Puede que haya otras formas de conseguir dinero. ¿Repartieron a los cautivos astures entre los legionarios, a modo de botín? Podrías vender los tuyos.
—No. Los prisioneros pertenecen a Roma, no a los soldados. Y aunque se nos diera esa opción… no soy un traficante.