Pasión sin protocolo. Annie West
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–El niño con el que trabajé tuvo que enfrentarse a toda una serie de dificultades y juntos realizamos grandes progresos.
–¿Quiere decir que realizó esos progresos gracias a usted?
–No. Fue un trabajo de equipo, pero yo estaba allí con él todos los días.
Él no la miró con aprobación. Tal vez fuese así como miraba Jake Maynard mientras procesaba información: fijamente, con el ceño fruncido y los labios apretados.
Su gesto le recordó a Caro a una imagen que la había fascinado de niña, la de un caballero medieval que, concentrado, atravesaba con una lanza a un pequeño dragón.
Ella siempre había simpatizado con el dragón.
–¿Y piensa que cuatro o cinco años de experiencia como niñera y asistente de preescolar la convierten en la persona más adecuada para cuidar de mi sobrina?
Caro se dijo que se había equivocado, que aquella mirada era mucho más condescendiente que la del caballero medieval, que le recordaba más a la de su padre.
Cambió de postura, se apoyó en el respaldo de la silla, cruzó las piernas y notó la mirada de Jake Maynard.
Sin saber por qué, se le encogió el pecho, como si, de repente, le costase respirar, pero no quiso que se le notase y se esforzó en parecer relajada.
–No puedo hablar por las demás candidatas, pero, si me da la oportunidad, me dedicaré plenamente a su sobrina. No tendrá ninguna queja.
–Eso es mucho decir.
–Es la verdad. Soy consciente de mis capacidades, y de mi dedicación.
Al menos en aquello era la mejor para el puesto.
Él no pareció impresionado y Caro se dio cuenta de que había muchas posibilidades de que la rechazase. ¿Qué haría entonces? ¿Acaso iba a tener otra oportunidad?
Volvió a cruzar las piernas.
–Es evidente que mi candidatura le ha interesado lo suficiente como para hacerme una entrevista.
–Tal vez me haya interesado conocer a una mujer tan segura de sí misma a pesar de su falta de credenciales sólidas.
Caro se puso tensa. El tono de voz de Jake Maynard no había cambiado, pero sus palabras le traspasaron la piel.
Por suerte, hacía falta algo más que palabras o miradas de desprecio para quebrantarla.
–Estoy segura, señor Maynard, de que no hace venir a ninguna candidata hasta el corazón de los Alpes solo por capricho.
O esa era su esperanza. Aquella entrevista tenía que significar que tenía alguna posibilidad.
–¿Tiene alguna objeción con la ubicación? El anuncio ya dejaba claro que era un puesto de interna.
–No, me gusta mucho vivir en el campo. De hecho, es a lo que estoy acostumbrada.
Él la miró fijamente y Caro le aguantó la mirada. Tenía el corazón acelerado y las palmas de las manos húmedas por el sudor, pero no iba a permitir que se diese cuenta. Decidió tomar la iniciativa.
–Tengo entendido que su sobrina es originaria de St. Ancilla…
–¿Quién le ha dicho eso? –inquirió él, echándose hacia delante de manera brusca y apoyando las manos en el escritorio, en un gesto protector.
A Caro le gustó que reaccionase así. Se alegró de que la niña tuviese a alguien que la defendiese.
–He hecho ciertas averiguaciones antes de solicitar el puesto –le respondió.
Por primera vez desde que había entrado en aquella habitación, tuvo la sensación de que Jake Maynard no dominaba completamente la situación a pesar de su ropa hecha a medida, el enorme escritorio y su aire de autoridad.
–Pero eso no es algo que se sepa.
Caro sintió miedo. ¿Se había delatado? Intentó encontrar una respuesta.
–Tal vez no lo sepa todo el mundo, pero en St. Ancilla se sabe.
Hizo una pausa.
–La prensa local habló del accidente en el que fallecieron sus padres –continuó, al ver que él no decía nada–. Lo siento mucho. Debió de ser muy duro, tanto para usted como para su sobrina.
A Caro se le encogió el corazón. Si sus informaciones eran correctas, la pequeña Ariane se había quedado huérfana dos veces. De recién nacida y un mes antes, cuando sus padres adoptivos habían fallecido en un accidente durante una terrible tormenta. La pobre había tenido una vida muy dura.
Y Caro estaba decidida a que tuviese un futuro mejor. En muchos aspectos.
–¿Y usted ha hilado de algún modo esa información con mi anuncio? No recuerdo que la prensa de St. Ancilla hablase de mí –le respondió él en tono escéptico, como si sospechase de ella.
Y eso era lo último que necesitaba Caro.
Jake Maynard era un multimillonario hecho a sí mismo, debía de ser inteligente y perspicaz. ¿Cómo había pensado ella que aquello podía ser sencillo?
La respuesta sí que era fácil. Porque era lo que necesitaba.
Se pasó las manos por la falda, intentando ganar tiempo para controlar sus emociones.
–Tengo una amiga que vive en St. Ancilla y que me comentó por casualidad que ahora era usted el tutor de Ariane –le explicó Caro, sintiéndose emocionada al mencionar el nombre de la niña y mirándolo fijamente a los ojos–. Después, cuando vi el anuncio, até cabos.
–Entiendo –le respondió él, volviendo a echarse hacia atrás en el sillón sin dejar de mirarla–. Se mueve usted mucho, ¿no? De St. Ancilla a Suiza.
Caro se preguntó por qué Jake Maynard no podía ser un tipo simpático y amable, deseoso de contratar a una persona que procediese de la isla del Mediterráneo en la que Ariane había nacido.
Caro le dedicó la sonrisa educada que había ido perfeccionando desde niña y a la que su padre le había dado su aprobación para que se presentase ante la prensa.
No podía admitir que había estado esperando la oportunidad de conocer a Ariane ni quería que Jake Maynard pensase que estaba allí por ningún motivo extraño.
–Por suerte, hoy en día casi todo el mundo puede acceder tanto al transporte aéreo como a Internet, señor Maynard.
Él esbozó una media sonrisa y, por un instante, Caro creyó ver aprobación en su mirada. El efecto fue alarmante.
Caro tuvo que tomar aire con disimulo al sentir calor, algo parecido a atracción sexual.