Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento. Nina Harrington
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Se secó una lágrima perdida. Le partía el corazón no poder darle nietos y hacerla feliz.
Mark Belmont apretó los botones del ascensor en su afán de que respondieran, luego maldijo y empezó a subir por las escaleras.
La parte lógica de su cerebro sabía que solo habían pasado segundos desde que le agradeciera a la amiga de su madre que hiciera guardia en esa habitación de hospital hasta que él llegara. El llanto constante no lo había ayudado a mantenerse sereno o controlado, pero ya estaba solo y era su turno de darle algún sentido a las últimas horas.
La llamada urgente del hospital. El vuelo horrible desde Mumbai, que se le había hecho eterno. Luego el trayecto en taxi desde el aeropuerto, que le había dado la impresión de toparse con todos los semáforos de Londres en rojo.
Aún le costaba asimilar la verdad. Su madre, su hermosa, brillante y segura madre había ido a ver a un cirujano plástico de Londres sin decírselo a la familia. Según la amiga actriz, había hecho una broma superficial acerca de no alertar a los medios sobre el hecho de que Crystal Leighton iba a someterse a una cirugía reparadora en el abdomen. Y tenía razón. La prensa habría estado encantada de airear cualquier secreto de la actriz británica famosa por la defensa que hacía de la integridad física. Pero… ¿a él? Era a su madre a quien acosaban los tabloides.
Subió los escalones de dos en dos a medida que su sensación de fracaso amenazaba con abrumarlo.
Habían pasado juntos las fiestas de Navidad y Año Nuevo y ella se había mostrado más entusiasmada y positiva que en años. Su autobiografía iba a publicarse pronto, sus obras benéficas empezaban a mostrar resultados y su inteligente hija le había dado un segundo nieto.
¿Por qué había hecho eso sin contárselo a nadie? ¿Por qué había ido sola a una operación que había salido espantosamente mal? Había estado al corriente de los riesgos, por no mencionar que en el pasado había descartado con una carcajada cualquier sugerencia de cirugía plástica. Y, a pesar de ello, había seguido adelante.
Aminoró el paso y respiró hondo, preparándose para regresar a esa habitación de hospital donde su hermosa y querida madre yacía en coma, conectada a monitores que a cada segundo emitían un «bip» que indicaba el daño causado.
Una embolia. Los especialistas hacían todo lo que podían. Aún no había un pronóstico claro.
Abrió la puerta. Al menos había tenido el sentido común de elegir un hospital discreto, famoso por proteger a sus pacientes de ojos curiosos. No habría paparazzi sacando fotos para que el mundo se regocijara con ellas.
* * *
Lexi había vuelto a centrarse en guardar sus cosas en la bolsa de viaje cuando una joven enfermera asomó la cabeza por la puerta.
–Más visitas, señorita Sloane –sonrió–. Su padre y su primo acaban de llegar para llevarla a casa. Vendrán enseguida –agitó la mano en señal de despedida.
–Gracias –respondió, tragándose una sensación de incertidumbre y nerviosismo. ¿Por qué su padre quería verla en ese momento, después de tantos años? Se levantó de la cama y fue lentamente hacia la puerta.
Pero se detuvo ceñuda. ¿Su primo? Por lo que sabía, no tenía ningún primo. ¿Sería otra de las sorpresas que le reservaba su padre? Le había prometido a su madre que le daría una oportunidad y eso era lo que iba a hacer, a pesar de lo doloroso que pudiera ser.
Respiró hondo, irguió la espalda y salió al pasillo para saludar al padre que las había abandonado justo cuando más lo habían necesitado.
El corazón le palpitaba con tanta fuerza que apenas podía pensar. De niña había adorado al maravilloso padre que había sido el centro de su mundo.
Miró alrededor, pero todo era silencio y quietud. Desde luego, necesitaría unos momentos para atravesar las comprobaciones de seguridad de la entrada, pensadas para proteger a los ricos y famosos, y luego subir en el ascensor hasta la primera planta.
Estaba a punto de girar cuando por el rabillo del ojo captó un movimiento a través de la puerta entornada de uno de los cuartos de un paciente, idéntico al que acababa de dejar ella pero situado al final del extenso pasillo.
Y entonces lo vio.
Inconfundible. Inolvidable. Su padre. Mario Collazo. Esbelto y atractivo, con las sienes canosas, pero todavía irresistible. Se hallaba en cuclillas justo en el interior de la habitación, debajo de la ventana, y sostenía una cámara digital pequeña pero potente.
Algo fallaba en todo eso. Sin pensar, avanzó con sigilo hacia la puerta para echar un mejor vistazo.
En un instante abarcó la escena. Una mujer estaba en la cama del hospital, con el largo cabello negro extendido sobre la sábana blanca que hacía juego con el color de su rostro. Tenía los ojos cerrados y estaba conectada a tubos y monitores que rodeaban la cama.
La horrible verdad de lo que observaba la golpeó con fuerza y la conmoción la obligó a apoyarse en la pared para mantenerse erguida.
Las enfermeras no habrían podido ver a su padre desde la recepción, donde un hombre joven al que nunca había visto les mostraba unos papeles, distrayéndolas de lo que sucedía en esa clínica exclusiva ante las propias narices de todos.
Cuando encontró la fortaleza para hablar, las palabras salieron con un temblor horrorizado.
–No, papá. Por favor, no.
Y él la oyó. Al instante giró en redondo desde su posición agazapada y la miró con incredulidad. Durante un fugaz momento, ella percibió un destello de conmoción, remordimiento y contrición en su cara antes de que esbozara una sonrisa.
Y a Lexi se le heló la sangre.
Mario Collazo se había labrado un nombre como fotógrafo de celebridades. No costaba descifrar qué hacía con una cámara dentro de la habitación de alguna celebridad a la que había seguido hasta allí.
Si eso era cierto… si eso era cierto entonces su padre no había ido a verla a ella. Le había mentido a su ingenua madre para lograr obtener acceso al hospital. Ninguno de los guardias de seguridad lo habría detenido si era pariente de un paciente.
Entonces comprendió la dura realidad de lo que acababa de ver. Él jamás había tenido la intención de visitarla. El único motivo de que se hallara allí era invadir la intimidad de esa pobre mujer enferma. Desconocía quién era o qué hacía en el hospital, pero eso carecía de importancia. Merecía que la dejaran en paz, independientemente de quién pudiera ser.
Sintió el inicio de unas lágrimas amargas. Tenía que largarse. Escapar. Recoger a su madre y salir de ese lugar tan rápidamente como se lo permitieran las piernas.
Pero esa opción se desvaneció en un instante.
Había aguardado demasiado.
Porque hacia ella avanzaba un hombre alto y moreno enfundado en un excelente traje gris marengo. No era un médico. Irradiaba poder y autoridad y a ella le pareció muy masculino con sus