Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento. Nina Harrington

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Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento - Nina Harrington Omnibus Jazmin

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deprisa.

      El editor había querido el manuscrito en su mesa a tiempo para un importante homenaje de Crystal Leighton en un festival de cine de Londres programado para la semana anterior a Semana Santa. La fecha de entrega se había alargado hasta abril y en ese momento podía considerarse afortunado si tenía algo para antes de finales de agosto.

      Y cada vez que la fecha de entrega cambiaba, aparecía otra biografía no autorizada, por lo general llena de mentiras, especulaciones e insinuaciones personales sobre su vida privada y, por supuesto, la terrible forma en que había llegado a su fin.

      Tenía que hacer algo, cualquier cosa, para proteger la reputación de su madre.

      Y si alguien iba a crear una biografía, sería alguien a quien le importara mantener dicha reputación y recuerdo vivos y respetados.

      Y quizá existiera la remota posibilidad de que él pudiera reconciliarse con la propia culpabilidad de cómo le había fallado al final, algo que lo estaba ahogando. Quizá.

      Giró hacia el interior y frunció el ceño al ver movimiento al otro lado de los ventanales que separaban la casa del patio.

      Su ama de llaves no estaba y no esperaba visitas. Ninguna. Su oficina tenía órdenes estrictas de no revelar la localización de la villa ni de proporcionarle a nadie detalles de su contacto privado.

      Parpadeó varias veces y encontró las gafas en la mesita lateral.

      Una mujer que nunca había visto entraba en su salón, recogiendo cosas y volviendo a dejarlas en el sitio que les correspondía como si fuera la dueña del lugar.

      ¡Sus cosas! Documentos personales y muy íntimos.

      Respiró despacio y se obligó a mantener la calma. Tuvo que contener el impulso de echar a esa mujer a la fuerza.

      Lo último que quería era a otra periodista o supuesta cineasta buscando trapos sucios entre las cartas personales de sus padres.

      Algo inaceptable.

      La puerta del patio estaba medio abierta, por lo que cruzó el suelo de piedra con el sigilo que le daba estar descalzo y para que ella no pudiera oírlo por encima de la música de jazz para piano que sonaba en el equipo de música.

      Apoyó una mano en el marco. Pero al tirar del cristal su cuerpo se paralizó.

      Había algo vagamente familiar en esa mujer de pelo castaño tan ajena a su presencia mientras estudiaba la colección familiar de novelas populares y libros empresariales que se habían acumulado allí con el paso de los años.

      Le recordaba a alguien a quien ya había conocido, pero su nombre y las circunstancias de dicho encuentro solo producían una irritante mente en blanco. Quizá se debía a la extraña combinación de ropa que llevaba. Nadie en la isla elegía adrede ponerse unas mallas de un motivo floral gris y rosa debajo de un vestido fucsia y una chaqueta cara. Y debía de llevar cuatro o cinco pañuelos largos de diseños y colores de marcado contraste, lo que con ese calor no solo era una locura, sino algo ideado para impresionar en vez de resultar funcional.

      Pero una cosa estaba clara. Esa chica no era una turista. Era una mujer de ciudad enfundada en ropa de ciudad. Y eso significaba que se encontraba allí por un motivo… él. No obstante, fuera quien fuere, era hora de averiguar qué quería y enviarla de vuelta a la ciudad.

      Entonces la vio alzar una foto enmarcada en plata y se le heló la sangre.

      Era la única fotografía que tenía de las últimas Navidades que habían celebrado juntos como una familia. El rostro feliz de su madre sonreía bajo la falsa cornamenta de reno que lucía para alegrar al pequeño de Cassie. Una instantánea de la vida en la Mansión Belmont como solía ser y que ya no podría repetirse jamás.

      Y que en ese instante estaba en manos de una desconocida.

      Tosió con ambas manos en las caderas.

      –¿Buscas algo en particular? –preguntó.

      La chica giró en redondo con una expresión de absoluto horror en la cara. Y mientras lo miraba a través de las enormes gafas de sol, un fugaz fragmento de memoria pasó por su mente y desapareció antes de que pudiera asirlo. Lo que lo irritó aún más.

      –No sé quién eres ni qué haces aquí, pero te daré una oportunidad para explicarlo antes de pedirte que te marches por donde has venido. ¿Me he expresado con claridad?

      Capítulo 2

      LEXI creyó que le iba a estallar el corazón. Se dijo que no podía ser él.

      Tres semanas de seguir a un director de cine por una serie de celebraciones y festivales de Asia finalmente le habían pasado factura. Sencillamente, tenía que estar alucinando.

      Pero mientras él la escrutaba con los ojos entrecerrados, el estómago comenzó a darle vueltas a medida que asimilaba la horrorosa realidad de la situación.

      Se hallaba delante de Mark Belmont, hijo del barón Charles Belmont y de su deslumbrante y hermosa esposa, la difunta estrella de cine Crystal Leighton.

      El mismo que había golpeado a su padre en el hospital el día en que la madre de Mark Belmont había muerto. Al tiempo que la acusaba a ella de ser su cómplice en el proceso.

      Sentía las piernas como gelatina y si apretaba con más fuerza la correa de su bolso, se partiría.

      –¿Qué… qué hace aquí? –preguntó, suplicándole mentalmente que le respondiera que solo era un invitado temporal de la celebridad con la que le habían encargado trabajar y que se marcharía pronto. Porque cualquier otra opción era demasiado desagradable de contemplar.

      Pero Mark Belmont la observaba con un desdén indecible mientras con un sencillo movimiento de la cabeza descartó la pregunta.

      –Tengo todo el derecho del mundo a estar aquí. A diferencia de ti. Así que volvamos a empezar. Te haré la misma pregunta. ¿Quién eres y qué haces en mi casa?

      ¿Su casa? La comprensión de la situación fue como un mazazo.

      ¿Era posible que Mark Belmont fuera su celebridad?

      Tendría sentido. El nombre de Crystal Leighton no había abandonado en ningún momento las columnas sensacionalistas desde su trágica muerte y a ella le había llegado el rumor de que la familia Belmont estaba escribiendo una biografía que acapararía las portadas de todas las revistas.

      Pero debía tratarse del barón Belmont, no de su hijo, el gurú de las finanzas.

      Suspiró y cortó todas las conclusiones precipitadas. Era una casa grande, con habitaciones para muchos invitados. Bien podía ser que alguno de sus colegas o amigos aristócratas necesitara ayuda.

      Y entonces la pregunta de él atravesó su cerebro embotado.

      Mark no la había reconocido. No tenía ni idea de que era la chica que había conocido en el pasillo del hospital apenas unos meses antes.

      De pronto las gafas de sol le parecieron una idea genial. Respiró hondo varias veces,

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