En manos del dinero. Peggy Moreland

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En manos del dinero - Peggy Moreland elit

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movimiento en la mesa de al lado y comprobó que la camarera le estaba llevando la cuenta a la pareja que tenía sentada al lado.

      Era la misma camarera que le había servido a él un whisky detrás de otro durante las últimas cuatro noches.

      Ry supuso que tendría unos veinte años y que sería estudiante de la universidad cercana, lo que lo hizo sentirse viejo; él se graduó en la universidad de Utah cuando aquella chica debía de estar empezando el colegio.

      A pesar de todo, siguió mirándola. Verdaderamente, aquella mujer era muy guapa.

      Era una cabeza más bajita que él, lo que quería decir que debía de medir casi un metro ochenta, tenía el pelo rubio y largo recogido en una cola de caballo que le caía a la mitad de la espalda y unos ojos grandes de color marrón, un par de tonalidades más oscuros que el último dedo de whisky que le quedaba a él en la copa.

      Sin embargo, no era su belleza lo que lo atraía a aquel restaurante noche tras noche, sino su sonrisa.

      Tenía una sonrisa radiante, abierta y natural. Aquella mujer exudaba felicidad y exuberancia, algo que Ry no había experimentado hacía mucho tiempo.

      Aunque le hubiera gustado creer que se reservaba su sonrisa sólo para él, era absurdo pensarlo porque, si era sincero consigo mismo, la camarera sonreía a todos los clientes.

      Mientras bebía, Ry se preguntó qué motivos tendría para sonreír tanto.

      Noche tras noche, la había visto sacar bandejas, limpiar las mesas y aguantar las impertinencias de los clientes, que le echaban la culpa de todo, desde que la comida estuviera fría hasta el ruido que hacían los de la mesa de al lado.

      Y siempre lo aguantaba todo con una sonrisa.

      Hasta ahora.

      Aunque el cambio de expresión había durado un abrir y cerrar de ojos, Ry se había dado cuenta.

      No en vano era un reputado cirujano plástico, precisamente porque tenía una gran habilidad para estudiar los rostros de sus pacientes, para detectar cualquier imperfección y variación en los movimientos faciales por minúsculos que fueran.

      Ry se fijó en que la chica estaba mirando el dinero que la pareja había dejado sobre la mesa y supuso que no le había parecido suficiente la propina.

      Aun así, cuando los clientes se pusieron en pie, les sonrió y les dijo que volvieran pronto de una manera que sonaba bastante sincera.

      Una vez a solas, recogió los vasos y las servilletas rápidamente y limpió la mesa. Al pasar a su lado, su sonrisa se hizo todavía más radiante.

      –Hola, vaquero, ¿qué tal?

      Se paró junto a su mesa.

      –No se han portado bien, ¿verdad?

      Ella parpadeó.

      Obviamente, creía que nadie se había dado cuenta de lo que había sucedido. A continuación, se encogió de hombros.

      –Supongo que no les ha gustado el servicio que han recibido.

      El hecho de que no intentara quitarse la culpa de encima hizo que ganara otro punto a ojos de Ry.

      –El servicio es perfecto –le aseguró–. Lo que le pasa a ese hombre es que es un cretino. Me he dado cuenta desde que ha entrado por la puerta –le dijo alzando la copa–. Espero que recoja lo que siembra –añadió tomándose el contenido y pidiendo otro.

      –¿Por qué no se toma mejor un café? –sugirió la camarera.

      Aunque Ry se dio cuenta de que estaba preocupada por él, negó con la cabeza en absoluto conmovido.

      –Whisky –insistió.

      La camarera dudó un momento, como si quisiera negarse, pero sonrió y recogió la copa vacía.

      –Como quiera.

      Ry la siguió con la mirada mientras iba hacia la barra y no pudo evitar fijarse en sus nalgas, que se movían ágilmente entre las mesas del pequeño local.

      Al llegar a la barra, la observó mientras estiraba la espalda. Obviamente, debía de tener el cuerpo dolorido después de una dura jornada de trabajo.

      Aunque hubiera querido, no habría podido dejar de mirarla, pues tenía unas piernas larguísimas, una bonita cintura y pechos firmes cuyos pezones se marcaban en la camisa.

      Sin embargo, fue la expresión de su rostro lo que lo cautivó. La única palabra que se le ocurría para describirla era «impresionante».

      Claro que jamás lo habría admitido.

      El hombre que estaba en la barra, un tipo grande con bigote, dejó la copa de Ry en la bandeja de la camarera.

      –Hiciste doble turno ayer y lo has vuelto a hacer hoy, así que puedes irte cuando quieras.

      –Gracias, Pete –contestó la camarera, agradecida–. En cuanto cobre a unas cuantas mesas que quedan, me voy.

      En cuanto se giró, Ry apartó la mirada por miedo a que viera el pánico que se había apoderado de él cuando la había oído decir que se iba.

      Debía de estar borracho o loco. No conocía a aquella mujer de nada y no tenía ningún derecho a pedirle que se quedara.

      –¿Quiere tomar algo más? –le preguntó al llegar a su mesa.

      Ry la miró a los ojos y vio que estaba exhausta, así que decidió portarse bien.

      Sabía cuál era su rango de mesas y comprobó que sólo quedaban él y un par de estudiantes que estaban en un acalorado debate sobre el sistema judicial.

      –No, no quiero nada más. Tráeme mi cuenta y la de esos chicos.

      –¿Son amigos suyos?

      –No –contestó Ry bebiéndose de dos tragos el whisky que le habían servido.

      La camarera dejó las dos cuentas sobre la mesa y le sonrió con admiración.

      –Entonces, les voy a decir que los ha invitado usted. Seguro que le quieren dar las gracias.

      –No hace falta –contestó Ry poniéndose en pie–. Simplemente dígales que ya está todo pagado.

      Mientras se ponía la cazadora y el sombrero de vaquero, pensó que, tal vez, tendría que haber aceptado el café que la camarera le había ofrecido, porque los números de las cuentas le bailaban

      Ry sacó un billete de cien dólares de la cartera y lo dejó sobre la mesa rezando para que cubriera ambas notas y dejara una buena propina para ella.

      A continuación, se guardó la cartera en el bolsillo trasero de los vaqueros, dijo adiós con la mano y se dirigió a la puerta.

      Kayla abrió la puerta trasera del River’s End y tomó aire para saborear la noche.

      Después

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