En manos del dinero. Peggy Moreland
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу En manos del dinero - Peggy Moreland страница 5
–Parece fácil cuando tú lo dices.
A Kayla le entraron ganas de reírse porque ella no había tenido una vida precisamente fácil, pero no serviría de nada cargarlo a él con sus problemas… Aquel hombre ya tenía bastante con los suyos.
Al darse cuenta de que respiraba acompasadamente, retiró la mano con cuidado.
–No te vayas, por favor.
Kayla lo miró y sonrió con tristeza. Le hubiera gustado poder quedarse porque parecía que aquel hombre necesitaba un amigo de verdad.
–No me puedo quedar –le dijo sinceramente apagando la lamparita–. Que duermas bien, vaquero –murmuró.
Casi había llegado a la puerta cuando el vaquero la llamó.
–Dime.
–No sé cómo te llamas.
Kayla sonrió pensando que no se acordaría al día siguiente.
–Me llamo Kayla, Kayla Jennings.
Cuando Ry se inscribió en el hotel, el recepcionista le había advertido que todavía había obras en el edificio, pero jamás había esperado que lo despertara el atronador ruido de un martillo hidráulico.
Con la idea de matar al operario, se incorporó de la cama, pero volvió a tumbarse al sentir un terrible dolor en la cabeza.
Entonces, se dio cuenta de que no era un martillo hidráulico lo que retumbaba en su cabeza sino una horrible resaca.
Tomó aire varias veces y, de repente, le pareció que allí olía a mujer.
Intentó recordar si había ligado con alguna. Aunque tenía los detalles de la noche anterior un poco borrosos, se acordaba de haber ido al River’s End a beber hasta explotar.
Por la tremenda resaca que tenía, por lo visto lo había conseguido.
Entonces, recordó a la camarera, que lo había acompañado al hotel y había insistido en dejarlo en su habitación.
Pero no recordaba que se hubiera ido.
Ry abrió los ojos y pensó que, tal vez, había sido víctima de uno de esos timos que contaban en el periódico en los que una mujer drogaba a un hombre y luego le robaba todo.
Se tocó el bolsillo trasero y comprobó que su cartera seguía allí. También el Rolex seguía en su muñeca.
Miró a su alrededor y vio sus botas en el suelo y su cinturón enroscado encima. No recordaba habérselos quitado, así que supuso que había sido la camarera.
¿Qué más le habría hecho?
Ry se pasó los dedos por el pelo y se dijo que nada más, porque él no debía de estar para muchos trotes. Pero sí recordaba, con total claridad, haber querido más.
Volvió a tomar aire para aspirar su aroma y seguir recordando.
Vio su sonrisa y la expresión de maravilla que había llenado sus ojos mientras recorría la suite.
Recordó cómo le había dicho que jamás había tenido muebles bonitos, la vio sentada en el borde de la cama y sintió el consuelo de sus dedos.
Y le pareció estar escuchando de nuevo aquella voz dulce y amable que le había preguntado si se encontraba solo.
En ese momento, sonó el teléfono y Ry se tapó los oídos. Antes de que volviera a sonar, lo descolgó.
–Doctor Tanner –dijo dejándose llevar por la costumbre.
–Buenos días, doctor Tanner. ¿Te he despertado?
Era uno de sus hermanos, Ace, y parecía realmente divertido.
–La verdad es que sí –contestó cerrando los ojos con fuerza y volviéndolos a abrir para despertarse del todo–. ¿Se puede saber por qué me llamas a las siete de la mañana un domingo? –añadió al ver la hora que era.
–Hemos quedado para vernos hoy en el rancho.
Ry se apretó el puente de la nariz.
No quería ir al rancho.
Había ido más veces en los meses que habían transcurrido desde la muerte de su padre que en todos los años que habían pasado desde que se había ido de casa.
Y cada viaje se le hacía más difícil porque sacaba a la luz recuerdos y remordimientos que había querido tener enterrados durante años.
Pero era un Tanner y tenía el mismo sentido del deber que sus hermanos. Por eso, todos habían acudido al rancho familiar y Ry no estaba dispuesto a dejar que fueran sus hermanos los que tuvieran que lidiar con las cargas y las pesadillas que su padre había dejado tras su muerte.
–¿A qué hora?
–A mediodía. Así, comeremos todos juntos.
–No contéis conmigo para comer porque no me va a dar tiempo de llegar. Estaré allí sobre la una.
–Muy bien, nos vemos luego.
Ry colgó el teléfono y dejó caer la cabeza sobre la almohada.
Desde luego, ir al rancho aquel día no figuraba en su agenda.
Claro que ya no tenía ninguna agenda.
Ya no tenía casa.
Ni mujer.
Ni consulta.
No tenía nada que hacer.
Cuando empezó a sentir que se hundía en un pozo negro, recordó las palabras de Kayla.
«Si eres infeliz o estás triste, tienes que hacer algo para remediarlo. ¡Cambia de vida! La vida es muy corta como para pasársela sintiéndose mal».
Ry frunció el ceño mientras pensaba en el consejo, pero se rió. Ella era joven y todavía y no había sufrido como él para darse cuenta de que la felicidad no era una opción.
De vez en cuando, todo se torcía.
Y, aunque quisiera ver la vida de color de rosa, como ella le había dicho, Ry tenía la sensación de que no le serviría de nada porque hacía tanto tiempo que no era feliz que ya ni siquiera recordaba lo que lo hacía feliz.
Sin embargo, ahora que no tenía casa ni mujer ni consulta disponía de todo el tiempo del mundo para averiguarlo.
Y, además, tenía suficiente dinero como para no tener que trabajar mientras tanto.
A diferencia de la camarera.
Ry recordó que Kayla le había contado que su padre había muerto cuando ella estaba en el colegio y que su madre no la podía ayudar a pagar la universidad