Derechos Ambientales, conflictividad y paz ambiental. Gregorio Mesa Cuadros
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Es cierto que la explicación del subdesarrollo que ofrece el Informe Brundtland trata de hacer un ejercicio de ecuanimidad, reconociendo tanto los obstáculos internos que tienden a experimentar los llamados países en desarrollo (en la línea de las teorías ortodoxas del desarrollo), como algunas causas externas reivindicadas desde la periferia en las últimas décadas23. Ahora bien, en ningún caso se desprende de ahí el propósito de promover algo parecido a un cambio estructural en el sistema económico internacional; a lo sumo, encontramos algunas declaraciones de intenciones o propuestas correctoras y conciliadoras que tratan como meras disfunciones aisladas los desequilibrios provocados por ese sistema24.
En la era del desarrollo sostenible, la vía principal a través de la cual los países desarrollados asumen un cierto compromiso con los objetivos de desarrollo de los países de la periferia sigue siendo la transferencia de recursos a través de la inversión por parte de actores privados o la compleja arquitectura de mecanismos de cooperación (pocas veces incondicionales o desinteresados) orientados a la consecución de los objetivos de desarrollo ajustados a determinados parámetros ambientales.
De esta manera, la matriz del desarrollo sostenible sigue confiando, como apunta David Korten (1996), en un teorema imposible: que en el crecimiento económico está la respuesta para reducir la pobreza, asegurar la seguridad ambiental y la consecución de un tejido social sólido, y que la globalización económica –entendida como la disolución de fronteras para favorecer la libre circulación de mercancías, servicios y dinero– constituye la vía principal para conseguir ese crecimiento.
Desde un marco analítico centro-periferia, constatamos que el modelo por el que se espera que los países de la periferia accedan progresivamente a mayores cuotas del crecimiento global no puede, en realidad, ser universalizado. Ese modelo consiste en la formulación, en forma de teorema, de la experiencia histórica de los países desarrollados, una experiencia sostenida justamente sobre la exclusión de la periferia, a través de dinámicas que perpetúan las desigualdades no solo en términos de distribución de los beneficios y concentración del capital, sino también en términos de distribución de poder (Wallerstein, 1984).
A través de la maquinaria compleja de la economía-mundo se ha institucionalizado un sistema de división internacional del trabajo en el que, en realidad, se oculta una permanente transferencia de recursos de la periferia al centro, a través de relaciones asimétricas de intercambio comercial25 y de mecanismos de desposesión, como la privatización de la tierra, la mercantilización de la naturaleza o la privatización de conocimiento ancestral (Míguez y Carenzo, 2009).
La tecnología verde como fuente de
desigualdades centro-periferia
El desarrollo tecnológico juega un papel trascendental en la distribución de la riqueza a escala global. Es cierto que en las últimas décadas ha ganado importancia la preocupación por las implicaciones éticas, sociales y económicas del desarrollo tecnológico, pero esta preocupación se mueve en unos márgenes muy acotados: se centra en el resultado tecnológico y no en el proceso, esto es, en el contenido aparente de cada tecnología, en lo que aporta o resta al bienestar de la humanidad, pero no se presta atención a los cambios sistémicos o las dinámicas catalíticas que representa el proceso de tecnologización del mundo: ¿quién pierde y quién gana, en términos de beneficio económico en ese proceso?, ¿cómo incide en la distribución social del poder: contribuye a su centralización o, por lo contrario, ayuda a descentralizarlo? (Mander, 1996).
Desde las instituciones hegemónicas y los discursos más ortodoxos nunca se tiene en cuenta que, seguramente a un ritmo muy superior al ritmo en que se extienden los beneficios particulares de cada tecnología, el desarrollo tecnológico opera como catalizador del proceso de globalización económica y las desigualdades que se le asocian. El control de la tecnología significa el control del proceso de reproducción del capital y el acaparamiento de los beneficios de este (Mander, 1996).
Los múltiples programas oficiales que, en las últimas décadas, han impulsado las instituciones estatales e internacionales del centro del sistema, con el objetivo de corregir las asimetrías o externalidades sociales y ambientales del mercado, pivotan principalmente en el desarrollo tecnológico y son, en realidad, reproductores de ese motor central de inequidad. En ese sentido, por ejemplo, operó la llamada Revolución Verde, en el marco de la cual se desplegó un proceso de tecnologización intensiva de la agricultura en los países de la periferia, con efectos colaterales notorios26.
La vía tecnológica verde no se aleja de esa lógica: reposa en una aceptación complaciente del poder que el sector corporativo posee en la conformación de la producción mundial, trazando las posiciones de partida en la supuesta vía de éxodo de la crisis ambiental a imagen y semejanza de las actuales jerarquías económicas, de modo que los beneficios de la solución tienden a concentrarse en las mismas regiones y actores de siempre.
Desarrollo sostenible e inequidades distributivas en los Estados sociales del centro del sistema-mundo
En las propias regiones centrales del sistema, por otro lado, la matriz discursiva e institucional del desarrollo sostenible hace suyas las fuentes de inequidad en el acceso a los beneficios de los Estados sociales, restructurados conforme a las directrices económicas tardocapitalistas. Pese a que los Estados sociales europeos son comúnmente representados (tanto desde discursos institucionales como desde algunos movimientos sociales) como el paradigma de la justicia social, lo cierto es que nunca han encarnado un modelo acabado de igualdad (Noguera Fernández, 2014). En realidad, el crecimiento industrial, productivo y económico que ha financiado los derechos y prestaciones sociales de los países del centro no habría sido igual sin unas determinadas políticas sobre la periferia (legitimadas a partir de la idea de desarrollo del subdesarrollo); además, la distribución de los beneficios de ese proceso no ha sido equitativa.
Es cierto que, tal como en otros tiempos habría predicho Thomas Marshall (1997), a través del pacto entre capital y trabajo que consagró el Estado social se ha logrado asentar una amplia clase media con acceso a elevados niveles de consumo de bienes y servicios27. Sin embargo, esta clase media, comúnmente asociada al ideal de sociedad igualitaria, existe más bien como modus vivendi e imaginario de expectativas sociales de una amplia mayoría de la sociedad. Ahora bien, bajo esa clase media se esconden una serie inequidades que se reproducen a través de las relaciones de fuerza que están en la raíz del pacto socialdemócrata.
En efecto, el pacto socialdemócrata es, en su origen, un pacto asimétrico por el que la clase capitalista accede a redistribuir una parte del excedente entre los trabajadores, mientras conserva, en todo caso, la prerrogativa de quedarse con una porción superior, a fin de mantener invariables sus tasas de beneficio y su posición de poder (Noguera Fernández, 2014). En otras palabras, el empresario está dispuesto