Memorias de un pesimista. Alberto Casas Santamaría

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Memorias de un pesimista - Alberto Casas Santamaría

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y continuo. Un Estado que no cambia es un Estado que envejece.

      Con ese talante emprende la carrera por la presidencia. Se enfrenta con López Michelsen, quien ya había tenido la oportunidad de pasar por el gobierno y reconocer en sus propias palabras: “ …mi paso por el gobierno sirvió para modificar la imagen que de mí se habían hecho mis contradictores”. Esa posibilidad no la tuvo Álvaro Gómez, a quien se le negó la opción de ser ministro de Agricultura en la administración Lleras Camargo.

      La batería de la desinformación funciona a la precisión para tergiversar las propuestas. Álvaro es Laureano. Seguridad es autoritarismo. El desarrollo es desarrollismo. Y así, sucesivamente, se desfigura la imagen de Gómez, para concluir que la victoria de López es rápidamente interpretada como que los electores no votaron a favor de él, sino contra Gómez. Las derrotas no agotan su capacidad de lucha. Se empeña en diseñar un nuevo modelo constitucional para limpiar las costumbres políticas decadentes y califica al Congreso como el epicentro de la crisis.

      Para combatir la insurgencia guerrillera y el fenómeno del narcotráfico, propone la elección popular de alcaldes y esta ley se aprueba en el Congreso.

      Insiste en alcanzar de nuevo la candidatura a la presidencia en la convención del Partido, pero al no recibir el respaldo necesario para su elección prefiere facilitar la elección de Belisario Betancur, quien, sin recoger la mayoría estatutaria, aventajaba a Gómez en número de delegados.

      Desde la embajada en Washington, a donde lo nombra el presidente Betancur después de su elección como designado a la presidencia por el Congreso, les sigue la pista a los acontecimientos graves de orden público generados por la guerrilla y el narcotráfico. Sin coincidir con el criterio presidencial, es solidario con el gobierno, pero se retira del servicio diplomático para asumir nuevamente el riesgo de la candidatura a la jefatura del Estado, con la promesa programática de construir un país sin guerrillas.

      Compite con los candidatos Virgilio Barco y Luis Carlos Galán. A las propuestas de internacionalizar la economía y reformar la justicia, se contesta con el argumento partidista de “dale, rojo, dale” al hijo de Laureano.

      El liberalismo se jugó completo para evitar la confrontación de ideas; entrevistas únicamente con periodistas cercanos y mucha publicidad y mucha plata en la campaña. Virgilio Barco no aceptó concurrir al debate en televisión y se cometió el error táctico de presentarse solo con Luis Carlos Galán, quien más tarde abandonó la contienda para coadyuvar la candidatura Barco, y así derrotar con amplitud la propuesta conservadora.

      Gómez no deja la lucha y sigue defendiendo ideas renovadoras y, sobre todo, proponiendo fórmulas para superar la, para él, decadencia de las costumbres políticas.

      Las dificultades de orden público crecieron en proporciones geométricas. Asesinaron en operaciones militares de la guerrilla y del narcotráfico más de setenta mil personas y 250 policías. Entre ellos, cuatro candidatos presidenciales, un procurador general de la nación, un gobernador.

      Secuestraron al entonces candidato y futuro alcalde de Bogotá y presidente de la república, Andrés Pastrana Arango. Y el M-19, organización subversiva en trance de reintegrarse a la legalidad, secuestró a Álvaro Gómez. Era, para ellos, el mecanismo para convocar a la reflexión nacional y perfeccionar un acuerdo de paz.

      Soportó el repugnante delito con fortaleza y dignidad. El primer mensaje que logra enviar desde el cautiverio es para su esposa, Margarita: “Hace quince días te vi por última vez. Estoy bien. Mi destino no está en tus manos, ni en la de nuestros hijos. ¡Tranquilízate! Está en las manos de Dios. Te quiero infinitamente. Álvaro”.

      Liberado a los 53 días por la presión nacional liderada por el ministro del Interior Cesar Gaviria. Su regreso a la libertad motivó el acuerdo del gobierno Barco y el M-19, con la participación de representantes de la Iglesia.

      Es ahí, en el sacrificio del cautiverio, a donde llega a la conclusión de que el país vivía un acelerado proceso de decadencia: una ruta de inviabilidad nacional.

      Del “talante” pasamos al Acuerdo sobre lo Fundamental. Una propuesta para salvar a la democracia sobre la base de aceptar el desacuerdo. Unos criterios básicos de coincidencias entre adversarios para evitar la erosión ya avanzada.

      La “inviabilidad nacional” se manifestó con el asesinato de Luis Carlos Galán. Un dolor nacional se apoderó de los colombianos, quienes sentimos la pérdida de la esperanza. Era como volver a matar al gran Jorge Eliécer Gaitán. Venía de Venezuela donde le rindieron honores de jefe de Estado, lo que se convirtió en el último reconocimiento a sus condiciones de líder indiscutible. Su última satisfacción.

      El país se desmoronaba. El presidente Barco, indignado y conmovido por los asesinatos de jueces y de los altos oficiales de la fuerza pública, declara la guerra al narcotráfico.

      Los asesinos, organizados en bandas sofisticadas, intensificaron, en respuesta a la guerra decretada por el Gobierno, la ejecución de atentados indiscriminados contra la población civil. Llegaron al exceso de cometer el monstruoso episodio de poner una bomba en un avión con 107 pasajeros para matar al sucesor de Galán, el presidente Gaviria, quien se salvó milagrosamente por tomar otro sistema de transporte, precisamente para no perturbar al resto de pasajeros.

      El presidente Gaviria, un provinciano muy inteligente, quien venía de lucirse como estudiante aventajado de la Universidad de los Andes, representante a la Cámara y beligerante crítico del presidente Betancur; distraído en el vestir y en las reglas de la etiqueta, excelente ministro de Hacienda y de Gobierno, muy hábil en política; se perfilaba como precandidato presidencial, pero sorprendió a la tribuna con su adhesión irrevocable a Galán. Venía del oficialismo liberal de Risaralda y su compromiso de respaldar a una figura del sector disidente era una prueba inequívoca del inmediato triunfo del joven caudillo del nuevo liberalismo.

      Ganó la consulta liberal enfrentado a verdaderos varones de su partido: Hernando Durán Dussán y Ernesto Samper. Ambos subestimaron la fuerza de Gaviria.

      Álvaro Gómez, desde su tribuna y desde la academia, seguía los acontecimientos con ojos de periodista. Su partido había escogido a Rodrigo Lloreda como candidato a la presidencia sin su participación. Se había retirado de la política y sus amigos no entendían la renuencia a medírsele a una nueva candidatura reiteradamente solicitada. Sin embargo, faltando pocas horas para vencerse el plazo de inscripción de candidatos a la presidencia, y sin que lo supiéramos sus allegados, aceptó someter su nombre a consideración de los colombianos. Estoy cumpliendo un deber de conciencia, le dijo a la prensa: “Esta es una candidatura libre”. Así nació el Movimiento de Salvación Nacional.

      La campaña se adelantó en medio de una ingobernabilidad preocupante: asesinato de candidatos presidenciales, hostigamiento guerrillero y paramilitarismo creciente.

      El gobierno propuso una Asamblea Constituyente. Los candidatos se mostraron proclives a su convocatoria y se aceptó incluir y escrutar una “séptima papeleta”: iniciativa de estudiantes universitarios.

      Álvaro Gómez creyó que la Constituyente era el camino para perfeccionar el Acuerdo sobre lo Fundamental y así romper al “régimen”, para él, un sistema perverso que permitía al partido mayoritario perpetuarse en el poder en connivencia con el partido minoritario, dejando la sensación falsa de un manejo democrático.

      Derrotar al “régimen” se convirtió en su objetivo político para buscar el diálogo con la guerrilla de las FARC. De hecho, uno de sus lemas de campaña fue: Un país sin guerrillas. Alcanzó a sostener una conversación telefónica con Jacobo Arenas para iniciar los contactos con el ideólogo

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