Memorias de un pesimista. Alberto Casas Santamaría

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Memorias de un pesimista - Alberto Casas Santamaría

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el elenco familiar, con la complicación natural para mis padres de equivocarse cuando se trataba de referirse a uno de los trece miembros de la tribu. A todos les debo algo de mi formación.

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      Visita del presidente Laureano Gómez y su señora, María Hurtado, a don Vicente Casas y doña Elvira Sanz de Santamaría, durante la celebración de sus bodas de plata. En el centro, el joven Alberto Casas. 1951. Foto archivo particular.

      La Candelaria, antes de la Catedral, era un barrio tranquilo, totalmente residencial, rodeado de iglesias y colegios con muy pocos restaurantes, una que otra tienda y el Teatro Colón, donde mi padre me llevaba a los conciertos, a las operetas y a la zarzuela, estos dos últimos géneros muy atractivos porque las bailarinas dejaban a la vista sus piernas y lo más importante: los calzones blancos motivantes de las primeras manifestaciones de la sexualidad, exaltación un tanto desconcertante y –muy probable– origen de mis debilidades por las mujeres y por la música. Dirigir la orquesta se convirtió en uno de mis juegos favoritos y, ya entrado en años, me lancé a hacerlo frente a un grupo musical que había contratado Yamid Amat, para entretener a los invitados a su matrimonio con la brillante periodista Amparo Pérez, en un hotel elegante de Ciudad de Panamá. El gerente del hotel se comunicó con Yamid para informarle que los músicos no necesitaban director porque ellos eran muy profesionales, a lo que el periodista le manifestó que yo era un ministro y que, por tanto, no se atrevía a decirme nada, por lo que continué mi trabajo artístico hasta el fin de la fiesta.

      Luego, en la clausura del congreso de la ANIF, ceremonia muy elegante en el salón principal del Club Colombia de Cali, fui invitado por Ernesto Samper, para la época candidato a la presidencia, a dirigir la orquesta y llevando un asiento que colocó en frente a los treinta músicos, extendió el brazo con la mano abierta para que yo tomara la batuta. La intervención no salió tan bien como en Panamá porque ni Samper ni yo nos habíamos percatado de que estábamos en la mitad de un espectáculo de Helenita Vargas, a quien apreciábamos y respetábamos montones, por lo que mi papel resultaba fatal para su prestigio de reconocida artista.

      Los parientes de la familia Casas eran muchos, abundaban los primos, mientras que mi madre era hija única, por lo que a los Santamaría los conocí de adulto en actividades sociales, con excepción de Rosario Samper Santamaría, la hija menor de mi tía Carmen, amiga entrañable de mi madre, su prima hermana. Teníamos la misma edad y nos queríamos mucho. Me parecía estupendo ir para jugar a los novios a su casa amplia y agradable en el norte de la ciudad, vecina de la residencia de Nicolás Gómez Dávila, en la calle 77, unos pasos arriba de la carrera 11. Su temprano y sorpresivo fallecimiento me causó inmensa tristeza.

      Los otros Santamaría con quienes construí una enriquecedora amistad fueron Carlos, ingeniero y economista de excelencia. Tuve el privilegio de trabajar con él en las Naciones Unidas donde era considerado el latinoamericano más influyente y respetable. Kennedy y Gromyko lo trataban de tú a tú. Tenía las condiciones para ejercer la presidencia. Así lo aseguró el presidente López Michelsen en el homenaje que se le tributó en Bogotá para reconocerle sus virtudes de servidor público.

      Fermín, el señor de los toros y de los caballos, un caballero a carta cabal que amaba los deportes. Su hermana Rosario es una joya. Tiene la gracia y la elegancia de las mujeres distinguidas. Es la guardiana principal de la tradición Sanz de Santamaría.

      Los Navas Santamaría y los Santamaría Londoño completan la selección de amigos destacados por la rama materna. A Pedro Miguel Navas le debo el título de bachiller del Liceo de Cervantes; me preparaba en tres días con paciencia infinita y sabiduría de mejor estudiante del plantel para enfrentar el rigor de los exámenes finales.

      Las primeras letras las aprendí en el colegio de las señoritas Pulido, que funcionaba en la planta baja de la casa de la carrera cuarta. De esa etapa germinal solo recuerdo enseñanzas inútiles, por ejemplo, no se debería decir cubilete sino sombrero de copa alta. Con el paso de los días esa planta se convirtió en el Anticuario de La Candelaria de mis hermanas Belén y Julia. Luego pasé, al igual que mis hermanos, al Gimnasio Campestre, de propiedad de nuestro primo Alfonso Casas Morales y estando en segundo elemental, mi padre de manera sorpresiva nos cambió de colegio. La relación familiar del rector con sus sobrinos distorsionaba el juicio sobre nuestro comportamiento académico. Si nos iba bien o nos iba mal, era por cuenta del parentesco. Mi padre se mamó.

      Con mis hermanos entramos al San Bartolomé de La Merced y como no había un curso equivalente al que yo cursaba, me pusieron en quinto elemental, tres grados más altos del nivel académico y mucho más alto en comparación con el conocimiento sexual de mis compañeros. Ellos hablaban un lenguaje pornográfico que me resultaba indescifrable. Muy cerca del colegio, en la carrera séptima, la principal de Bogotá, había un burdel al que llamábamos Maratea sin que yo entendiera el alcance y el significado de esa vecindad. Para que no se notara mi ignorancia sexual al respecto, simulaba una comprensión absoluta. Hubo que recurrir al diccionario para entender el significado de palabras como burdel y otras de mayor calibre que facilitaran el papel de “grande”. De esa manera y con no pocos desatinos, fui descubriendo los misterios de la reproducción humana sin que un alma caritativa me hubiera orientado de manera inteligente y con palabras apropiadas el mágico proceso del amor.

      El experimento del cambio del Gimnasio al San Bartolomé resultó costoso. Las calificaciones no ayudaban a progresar. De ahí que mi hermano Vicente, a la postre convertido en amigo cómplice más que en hermano mayor, antecesor en edad entre trece, tan pronto se graduó de bachiller, me recomendara no hacer entrega de la solicitud de continuar los estudios, requisito indispensable para alcanzar la matrícula. Así procedí y, por tanto, cuando se acercaba la fecha de ingreso yo no aparecía en la lista de aspirantes a regresar, por lo que mi padre sorprendido me manifestó la necesidad de acudir a una cita con el rector del colegio para resolver el problema de no tener, a esas alturas, cupo para continuar el bachillerato. En efecto, concurrimos a la cita con el padre Fernando Barón, rector del Colegio San Bartolomé de La Merced, un sacerdote notable, admirador de mi padre, a quien recibió con todos los honores, manifestándole que estaba a sus órdenes. “Se trata –dijo don Vicente– de encontrarle a Alberto un cupo para continuar sus estudios”. “Con el mayor gusto, Vicente –dijo el padre–, pero con una condición: necesito saber si Alberto desea volver al colegio”. Y dirigiéndose a mí, preguntó: “Alberto ¿tú quieres entrar al colegio?”. A lo cual respondí: “No, padre”.

      De manera automática, mi padre se levantó de la silla y agradeció al rector su atención y nos despedimos. Mi padre al salir me dijo: “Tenemos que buscar un colegio”, sin el más mínimo reclamo.

      Ingresé al Liceo de Cervantes y allí me gradué sin honores, pero con la tranquilidad de no ser un perdedor frente a mis condiscípulos. Fui uno más del montón con el título de campeón de básquetbol en las Intercolegiados del norte, con rivales muy difíciles a saber: el Nueva Granada, el Liceo Francés y el Americano. Igual, me destaqué como primer tambor de la banda de guerra.

      Entré al Colegio del Rosario para estudiar derecho y el interés por lo constitucional y la filosofía del derecho disparó mi vocación política. Fue entonces cuando tomé la decisión de dedicarme a promover las ideas que Álvaro Gómez tenía para conseguir un desarrollo sostenible para Colombia y asegurar “un país sin guerrillas”.

      Jesús Casas Castañeda, muerto heroicamente al pie de las trincheras de Lincoln el 9 de agosto de 1900.

      El dolor de la guerra de los Mil Días se sintió muy duro en la familia. El relato del capellán del Ejército del Norte, reverendo padre Tenorio, de la batalla

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