Memorias de un pesimista. Alberto Casas Santamaría

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Memorias de un pesimista - Alberto Casas Santamaría

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la energía económica de la familia para perfeccionar sus estudios como la aprovecharon sus hermanos mayores.

      El más conocido, José Joaquín, insigne poeta, fundador de academias, abogado, designado a la presidencia, varias veces ministro de Estado y controvertido protagonista en tiempos de la guerra de los Mil Días por haber dado la orden de seguirle Consejo de Guerra al general Rafael Uribe Uribe, conducta que los liberales nunca le perdonaron, menospreciando sus probadas virtudes poéticas sin reparar en la legitimidad de la instrucción derivada de su condición de ministro encargado de la Guerra.

      Jesús, su otro hermano, general de la república, muerto en la batalla de Lincoln (una de las batallas de la guerra de los Mil Días) a los veintiún años, con el título de abogado entre el bolsillo. Conservo los apuntes de derecho de su puño y letra, una caligrafía impecable, lo mismo que su “cuaderno de cuentas” de la Juventud Conservadora 1899.

      Don Vicente, mi padre, tuvo que contentarse con su talento y su poesía para desempeñarse como notario y profesor de retórica. Amigo de Laureano Gómez, es símbolo de lealtad por haber acompañado, el 17 de junio de 1953, al presidente depuesto en el momento de su destierro, bajo el paraguas que lo protegía de la lluvia en el aeropuerto de Techo. Se le conoce como “El señor del paraguas”.

      Sus hermanas, las señoritas Casas, institutoras de excepción, educaron a varias generaciones de niñas de la sociedad colombiana.

      Era la casa de los Casas un espacio para la poesía y para la política en un marco doctrinario muy religioso. Visitada por doctores de la Iglesia Católica, monseñores Rafael María Carrasquilla y Francisco Javier Zaldúa, y los príncipes de la ortodoxia conservadora, monseñores Bernardo Herrera Restrepo e Ismael Perdomo.

      El ambiente literario llenaba el territorio del entretenimiento. Los poetas Diego Fallón y Antonio Gómez Restrepo presidían las sesiones literarias. Todos los Casas hablaban en verso y escribían comedias que interpretaban con garbo y entonación exagerada.

      De pensamiento conservador, muchas de las normas de carácter religioso insertadas en la Constitución del 86 tienen su origen y desarrollo en el delegatario por Cundinamarca, nacido en Chiquinquirá: el abuelo Casas Rojas.

      Mi padre, poeta también, manejaba el buen humor con la gracia de un discípulo de Cervantes, amante de El Quijote e intérprete afortunado de su sabiduría. Tenía máximas y tesis divertidas. Entre las primeras: contra soberbia, bus. Y entre las originales: que a las únicas cosas que Nuestro Señor les había sacado el cuerpo eran la vejez y la muerte de la mamá.

      Los Sanz de Santamaría de mi madre son de filiación liberal y estaban más vinculados a la arquitectura, a la agricultura y a los deportes. El apellido está ligado a los toros y a los caballos.

      La primera Sanz de Santamaría en la Nueva Granada fue doña Josefa, casada con el patricio Luis Caycedo y Flórez, a quien como alférez real le correspondió en 1788 hacer la jura de Carlos IV en la que “desplegó mucha largueza y elegancia y desde el balcón de su casa de La Candelaria lanzó al pueblo una copiosa cantidad de dinero, repitiendo cada vez que arrojaba una puñada de monedas: viva nuestro Rey y señor Don Carlos IV, y a su nombre”.

      Pantaleón Santamaría y Prieto fue el encargado de solicitar el 20 de julio de 1810, del altivo español José González Llorente, el florero para el recibimiento a Antonio Villavicencio.

      Francisco Sanz de Santamaría era el dueño de las haciendas de Yerbabuena y Hatogrande, las cuales con posterioridad fueron casa de presidentes. De José Manuel Marroquín la primera y del general Francisco de Paula Santander la segunda y, más tarde, de los abuelos de José Asunción Silva, donde principiaron los suicidios. Su primo Guillermo lo cometió en presencia de su mujer y de sus hijos. El abuelo Silva Fortul fue brutalmente asesinado por un montón de bandoleros1.

      El señor Marroquín perdió a su madre cuando tenía un año y a su padre, a los doce. El misterio también rondaba en Yerbabuena. Un 6 de enero de 1826, doña Trinidad Ricaurte se ausentó de la capilla donde la familia y empleados rezaban el rosario y nunca regresó.

      José Sanz de Santamaría y Prieto, miembro del Cabildo de 1810, fue administrador de la Casa de la Moneda. En esa mansión se hacían tertulias y allá llegó como huésped el comisario regio Antonio Villavicencio.

      Mariano Sanz de Santamaría Herrera participó en la construcción del Capitolio Nacional. Carlos, su hijo, construyó los acueductos de muchas de las ciudades colombianas y ocupó varios ministerios; fue embajador en Washington y en las Naciones Unidas, y lo más importante, director de la Alianza para el Progreso, en tiempos del presidente Kennedy.

      Ignacio Sanz de Santamaría, promotor de la fiesta brava, construyó la plaza de toros que lleva su nombre; amaba los caballos y su nombre aparece entre los fundadores del Polo Club, donde sus descendientes se destacan como excelentes jinetes.

      Mi cercanía fue mayor con la familia de mi padre. La poesía y la política llenaron los espacios “y de la alcoba poblaron los rincones” de la carrera cuarta, que así se conocía la residencia de La Candelaria donde pasamos nuestra vida de solteros. Era una casa grande con gabinete sobre la calle, con vista sobre el portón para identificar a los visitantes y a quienes se les permitía el ingreso, jalando una cuerda desde el segundo piso a través de unas poleas. La casa constaba de dos plantas, con dos patios, el primero protegido con marquesina de vidrio y el segundo con brevo y papayo. Luego, dos solares y un gallinero. Ahí vivimos dieciocho personas, incluidos mis progenitores y cuatro empleadas de planta. La estrechez económica no se notaba. Nunca faltaba lo necesario y las comodidades eran limitadas. Jamás tuvimos automóvil. Las comidas se servían a la misma hora, todos sentados en la mesa y el jefe de la prole no permitía ningún tipo de desorden en el uso de la palabra. Un golpe sobre la mesa con el puño era la señal para guardar silencio.

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      Vicente Casas lustrándose los zapatos en el centro de Bogotá. 1955. Foto archivo particular.

      Mis padres eran una pareja repleta de virtudes sin tacha de ninguna clase. Ella, Elvira, devota como su marido, de misa y comunión todos los días, aunque en iglesias distintas. Mi madre, en La Candelaria, donde tenía un puesto fijo con una placa de plata insertada en la banca de la primera fila con su nombre completo. Mi padre era fiel parroquiano de la iglesia de San Ignacio, donde se le conocía con el honroso título del jesuita de frac. Ella, muy distinguida, muy elegante y sobria. Le fascinaban los retratos y los álbumes de recuerdos y de poesía. Tenía una sala que se conocía en la carrera cuarta como el salón de los retratos, todos en marcos florentinos. Heredé esa afición y vivo rodeado de imágenes familiares, libros y documentos históricos.

      Él, echado para atrás, muy bien puesto, siempre con corbata y de oscuro –pero no de negro– y camisas a la medida. El sombrero muy recargado en la frente con varita de ébano y mango de plata. Para saludar a las damas o a las autoridades que lo justificaran se descubría retirando el sombrero de la parte de atrás. Su facha era tan llamativa que mi amigo, el maestro Hernán Díaz, uno de los mejores fotógrafos de Colombia, le tomó varios retratos porque le interesó el porte y la actitud sin saber quién era. Cuando descubrió su identidad, me regaló una copia dedicada. No sé si por ser el menor de la casa entre muchos, no recuerdo haber sufrido de parte de ellos una llamada de atención, y menos una reprimenda.

      La picaresca bogotana inventó el chascarrillo mediante el cual Vicente Casas era el hombre más rico de Bogotá porque tenía once casas y dos posadas, haciendo referencia a los hijos de mis padres y dos más provenientes del matrimonio anterior de mi madre con Guillermo Posada, abogado eminente, prematuramente fallecido. El beneficiario de esa “riqueza” fui yo –el menor– porque

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