E-Pack Bianca septiembre 2020. Varias Autoras
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–Esas mentiras que te contaba… ¿eran sobre dinero? –le preguntó ella en un susurro entrecortado–. Quiero decir que… por toda la ropa que hay en el vestidor… da la impresión de que era muy derrochadora.
Lorenzo vio el cielo abierto ante su ingenua deducción. Era lo bastante rico como para mantener a mil esposas derrochadoras, y le haría menos daño dejando que creyera que habían discutido por sus gustos caros y porque le había mentido en cuanto a sus gastos, que contándole la verdad.
–Sí –asintió, aliviado al ver que la tensión de Brooke se disipaba un poco–. No es que no pudiéramos permitírnoslo, pero seguías gastando y ocultándomelo, y eso me enfadaba.
–Pues ya no lo haré nunca más –le susurró ella temblorosa–. Te prometo firmemente que no volveré a mentirte ni a gastar sin control. La tarjeta de crédito que me diste el otro día para comprar por Internet… Quizá deberías restringirme el límite de gasto.
Lorenzo inspiró profundamente.
–No creo que tengamos que preocuparnos por ahora. Solo has gastado unas doscientas libras –le contestó–. Te aseguro que esa cifra está muy por debajo de las cantidades que podías llegar a gastarte.
–Quizá el casarme con alguien con dinero como tú hizo que se me subieran los humos a la cabeza y me dejé llevar –sugirió Brooke, pensativa.
–En realidad no. No estabas precisamente pasando apuros económicos cuando nos casamos. De hecho, tu padre te dejó un buen fondo fiduciario antes de morir. Era importador de vinos y tú eras hija única.
Brooke puso unos ojos como platos.
–¿Tengo mi propio dinero? –exclamó con incredulidad.
–Sí, aunque cuando nos casamos acordamos que yo me haría cargo de todas las facturas.
Brooke todavía no podía creérselo.
–Se me hace tan raro… –murmuró–. No tengo la sensación de haber tenido nunca mucho dinero. Supongo que te parecerá absurdo, pero el que me sirvan, el ir en un coche con chófer, esta casa tan enorme… no sé, todo eso me hace sentir… abrumada –le confesó finalmente–. Suponía que era porque aún no había tenido tiempo para acostumbrarme a tu estilo de vida.
–Bueno, tus padres no eran ricos; solo gente de clase acomodada –le explicó Lorenzo.
El calor del cuerpo de Brooke y el roce de sus senos contra su camisa estaban aumentando el palpitante deseo en su entrepierna, recordándole cuánto hacía de la última vez que habían hecho el amor. Con la mayor delicadeza posible se apartó de ella y la hizo tenderse.
–Deberías descansar; siento haber sido tan brusco.
Brooke se incorporó.
–No pasa nada. La enfermera que me hizo esa foto se llamaba Lizzie, y si lees esa presunta entrevista verás que es falsa.
Lorenzo recogió el periódico de la cama y lo dobló a la mitad.
–Informaré a la clínica para ponerles al corriente sobre lo que ha hecho.
–¡No, por favor!; no quiero que tenga problemas –protestó ella.
–Brooke… Ha vendido una foto tuya a la prensa y ha divulgado datos médicos que son confidenciales. La clínica tiene el deber de proteger la intimidad de sus pacientes –murmuró Lorenzo, que aún sentía vergüenza por haber acusado a su esposa injustamente, y por haberla alterado.
No volvería a echarle la culpa de nada juzgándola por sus faltas del pasado. Hasta ese momento no había sido consciente de la responsabilidad que había asumido al llevarla consigo de vuelta a casa. Y ahora estaba atrapado: ni casado ni divorciado, sino que sus vidas se hallaban en un limbo.
Lorenzo se marchó al trabajo y Brooke salió al jardín. Le encantaba pasear por sus caminos de grava, y disfrutar del sol, de las flores y todo el verde que la rodeaban. Un perrillo saltó de detrás de unos matorrales y empezó a ladrarle. Brooke se rio porque era pequeñísimo, una bolita de pelo castaño con cuatro patitas muy finas.
–¡Eh! ¿Y tú de dónde has salido, amiguito? –le preguntó, sentándose en un banco cuando la curiosidad hizo al animalillo acercarse.
El perro apoyó las patas delanteras en sus pantorrillas, como reclamando su atención. Brooke lo acarició y al levantarlo del suelo se rio al descubrir que no era un perrito, sino una perrita. Dejó que se sentara en su regazo y continuó acariciándola.
El jardinero, que andaba cerca colocando plantas nuevas en un parterre, se quedó mirándola como sorprendido. Brooke se levantó, dejó al animalito en el suelo, y al ver que la seguía le preguntó al hombre:
–¿Sabe de quién es esta perrita?
–Se llama Topsy y es suya, señora Tassini –le contestó el jardinero sin la menor vacilación.
Parecía que su amnesia ya era del dominio público. Brooke se sonrojó ligeramente y se agachó para acariciar a la perrita. Sonrió, feliz de descubrir que tenía una mascota y que le gustaban los animales. La animaba saber que había algo de positivo en ella, y más cuando hasta el momento todo lo que había descubierto sobre sí misma le había parecido negativo, se dijo, pensando en sus gustos caros y en las mentiras que habían dañado su matrimonio.
Aunque, al mismo tiempo, era preferible ser consciente de que más adelante podría encontrar nuevos obstáculos, reflexionó apesadumbrada. ¿Qué otras cosas había hecho que no recordaba, y que la avergonzarían cuando las descubriese?
Esa noche Brooke se arregló más de lo habitual para la cena y cuando se miró en el espejo del vestidor ocurrió algo extraño. Se notó mareada y una serie de imágenes acudieron a su mente, como en fogonazos. Imágenes de otra mujer… No, no era otra mujer, pensó estremeciéndose. Era ella, vestida con una chaqueta negra y un vestido rojo. Se había alisado el cabello y estaba sentada en el asiento trasero de una limusina. Parpadeó al comprender que era un recuerdo, algo del pasado, y se sintió impaciente por contárselo al señor Selby, el psiquiatra.
Sin embargo, no le pareció lo bastante importante como para mencionárselo a Lorenzo, igual que tampoco le había mencionado que ya no le quedaban bien ninguno de los carísimos zapatos del vestidor. Debía haber engordado un poco desde el accidente y le apretaban un horror. Sin embargo, aquel recuerdo repentino que había tenido, aunque no le decía demasiado, era un comienzo prometedor de cara a recobrar por completo la memoria.
Como Lorenzo aún no había bajado cuando entró en el comedor, salió a la terraza que se asomaba a los jardines. Quizá podría sugerirle que cenaran allí fuera durante los meses de verano. La temperatura al atardecer era muy agradable y le encantaba poder estar al aire fresco.
Con Topsy detrás –no se había apartado de ella en todo el día–, bajó los escalones que descendían hasta el jardín, y echó a andar por un sendero que conducía a un área de bosque natural. Topsy, que iba en avanzadilla,