Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon Trotsky страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

Скачать книгу

está contra el gobierno provisional, exige que todo el poder pase a los soviets y se niega a tomar parte en la ofensiva ordenada por Kerenski». Esto expresa el temor de que el Comité Ejecutivo se haya pasado a los burgueses con los ministros socialistas. El órgano del Comité Ejecutivo dio cuenta de esta visita en un tono de reproche.

      Hervía como una caldera no sólo Kronstadt, sino toda la escuadra del Báltico, que tenía su base principal en Helsingfors. El mejor elemento con que contaban los bolcheviques en la escuadra era indiscutiblemente Antónov-Ovséyenko, que había participado ya, siendo un oficial joven, en la sublevación de Sebastopol de 1905. Menchevique durante los años de la reacción, emigrante internacionalista durante la guerra, colaborador de Trotsky en París, en el diario Nashe Slovo (NuestraPalabra), bolchevique a su regreso de la emigración, hombre políticamente vacilante, pero dotado de valor personal, y aunque impulsivo y desordenado, capaz de iniciativa e improvisación, Antónov-Ovséyenko, poco conocido todavía en aquellos años, ocupó en los acontecimientos ulteriores de la revolución un puesto bastante considerable. «En el Comité del partido de Helsingfors —cuenta en sus Memorias— comprendíamos la necesidad de esperar y de organizar una preparación seria. Teníamos, además, indicaciones del Comité Central en este sentido. Pero nos dábamos cuenta de que el estallido era inevitable y volvíamos inquietos la mirada a Petrogrado». Los elementos explosivos se iban acumulando asimismo aquí de día en día. El segundo regimiento de ametralladoras, más rezagado que el primero, adoptó una resolución en favor de la transmisión del poder a los soviets. El tercer regimiento de Infantería se negó a dejar salir a 14 compañías para las maniobras. Las asambleas de los cuarteles tomaban un carácter cada vez más turbulento. En el mitin celebrado el 1 de julio por el regimiento de Granaderos, fue detenido el presidente del Comité y se impidió hablar a los oradores mencheviques. ¡Abajo la ofensiva! ¡Abajo Kerenski! El punto central de la guarnición eran los soldados del regimiento de ametralladoras, que fueron los que abrieron los diques a la avalancha de julio.

      Ya en los acontecimientos de los primeros meses de la revolución nos encontramos con el nombre del primer regimiento de ametralladoras. Este regimiento, que se hallaba de guarnición en Orienbaum y se había trasladado por iniciativa propia a Petrogrado después de la caída del régimen zarista «para la defensa de la revolución», tropezó inmediatamente con la resistencia del Comité Ejecutivo, quien acordó expresar su gratitud al regimiento y reintegrarle a Orienbaum. Los soldados se negaron rotundamente a abandonar la capital: «Los contrarrevolucionarios pueden atacar al Soviet y restaurar el antiguo régimen». El Comité Ejecutivo cedió, y unos cuantos miles de soldados se quedaron en Petrogrado con sus ametralladoras. Instalados en la Casa del Pueblo, no sabían lo que sería de ellos en lo sucesivo. En el regimiento había no pocos obreros petrogradeses, y por esto no es casual que fuera el Comité de los bolcheviques el que se preocupara de los soldados de la sección de ametralladoras. Gracias a su intervención, éstos eran pertrechados regularmente con víveres por la fortaleza de Pedro y Pablo. Así quedaba sellada una amistad que no tardó en convertirse en indestructible. El 21 de julio, el regimiento, reunido en asamblea general, adoptó la resolución siguiente: «En lo sucesivo no se mandarán fuerzas al frente más que en el caso de que la guerra tome un carácter revolucionario». El 2 de julio, el regimiento organizó en la Casa del Pueblo un mitin de despedida de los «últimos» soldados que salían para el frente. Hicieron uso de la palabra Lunacharski y Trotsky, posteriormente, los gobernantes intentaron dar a este hecho accidental una importancia extraordinaria. En nombre del regimiento hablaron el soldado Gilin y el suboficial Laschevich, que era un viejo bolchevique. Los ánimos estaban muy excitados. Se anatematizó a Kerenski, se juró fidelidad a la revolución, pero nadie hizo proposiciones concretas para el próximo futuro. Sin embargo, durante aquellos días se habían esperado acontecimientos en la ciudad. Las «jornadas de julio» proyectaban ya su sombra: «Por todas partes, en todos los rincones —recuerda Sujánov—, en el Soviet, en el palacio Marinski, en las casas particulares, en las plazas y en los bulevares, en los cuarteles y en las fábricas, se hablaba insistentemente de acciones que tendrían lugar de un momento a otro... Nadie sabía concretamente quién se echaría a la calle, ni cómo ni cuándo. Pero la ciudad tenía la sensación de hallarse en vísperas de una explosión». Y la acción, en efecto, se desencadenó, impulsada desde arriba, desde las esferas dirigentes.

      El mismo día en que Trotsky y Lunacharski hablaban a los soldados del regimiento de ametralladoras de la inconsistencia de la coalición, los cuatro ministros kadetes salían del gobierno. A modo de razón, señalaron el compromiso, inaceptable para sus pretensiones unitaristas, a que habían llegado sus colegas conciliadores con Ucrania. La causa real de aquella ruptura demostrativa consistía en que los conciliadores no procedían con la rapidez suficiente para frenar a las masas.

      La elección del momento la indicó el fracaso de la ofensiva, no reconocida aún oficialmente, pero que no ofrecía la menor duda para los enterados. Los liberales consideraron que había llegado el momento oportuno de dejar que sus aliados de izquierda se enfrenten con la derrota y con los bolcheviques.

      El rumor de la dimisión de los ministros kadetes se propagó rápidamente por la capital y redujo políticamente todos los conflictos políticos a una sola consigna, o, más propiamente, a un alarido: «¡Hay que acabar con el tira y afloja de la coalición!». Los obreros y los soldados entendían que los problemas de salarios, del precio del pan, de si había que morir en el frente sin saber por qué, estaban subordinados al problema de saber quién dirigiría el país en lo sucesivo: si la burguesía o los soviets. En esta actitud de espera había una parte de ilusión, ya que las masas confiaban en obtener, con el cambio de gobierno, la solución inmediata de los problemas más agudos. Pero, en fin de cuentas, tenían razón: la cuestión del poder decidía todo el giro de la revolución y, por tanto, trazaba el destino de todos los problemas concretos. Suponer que los kadetes podían no prever las consecuencias que tendría el acto de sabotaje que realizaban contra los Soviets, significaría no apreciar en su justo valor a Miliukov. El jefe del liberalismo aspiraba evidentemente a empujar a los conciliadores a una situación difícil, de la cual únicamente se podría salir con ayuda de las bayonetas: por aquellos días, estaba firmemente convencido de que era posible salvar la situación mediante un golpe audaz de fuerza.

      El 3 de julio por la mañana, unos cuantos millares de ametralladoras irrumpieron en la reunión de los Comités de compañía y de regimiento, eligieron a un presidente propio y exigieron que se discutiera inmediatamente la cuestión del levantamiento armado. El mitin tomó un carácter turbulento. La cuestión del frente se confundió con la del poder. El bolchevique Golovin, que presidía, intentó contener a la gente proponiendo entrevistarse antes de nada con los demás regimientos y con la Organización Militar. Pero toda alusión a un aplazamiento exasperaba a los soldados. Apareció en la asamblea el anarquista Bleichman, figura no de gran magnitud, pero bastante pintoresca del escenario de 1917. Bleichman, que disponía de un bagaje ideológico muy modesto, pero que tenía cierta sensibilidad para pulsar el estado de ánimo de las masas y era hombre sincero dentro de su inflamada limitación, hallaba en los mítines, en los que se presentaba con la camisa desabrochada y el pelo alborotado, no pocas simpatías semiirónicas. Los obreros, es verdad, le acogían con reserva, con un poco de impaciencia, sobre todo, los metalúrgicos. Pero sus discursos provocaban una alegre sonrisa en los soldados, los cuales se codeaban y se sentían atraídos por el aspecto excéntrico del orador, su decisión irrazonable y su acento judío-americano, caústico, como el vinagre. A finales de junio, Bleichman se hallaba como el pez en el agua en todos los mítines improvisados. Siempre tenía a mano la solución: hay que echarse a la calle con las armas en la mano. ¿Organización? La calle nos organizará. ¿Objetivos? «Derribar al gobierno provisional como se ha hecho con el zar, aunque ningún partido incitara a hacerlo». En aquellos momentos, discursos de ese tono armonizaban magníficamente con el estado de espíritu de los ametralladores, y no sólo con el de ellos. Había no pocos bolcheviques que no ocultaban su satisfacción cuando las masas saltaban por encima de sus exhortaciones oficiales. Los obreros avanzados se acordaban de que en febrero los dirigentes se disponían a batirse en retirada precisamente en vísperas de la victoria; de que en marzo, la jornada de ocho horas había sido conquistada por

Скачать книгу