Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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el regimiento de ametralladoras, columna vertebral de la manifestación. Al frente de cada compañía, camiones con ametralladoras Maxim. Detrás del regimiento, obreros; en la retaguardia, cubriendo la manifestación, fuerzas del regimiento de Moscú. Cada destacamento lleva una bandera con la divisa: «¡Todo el poder a los soviets!». La procesión luctuosa de marzo o la manifestación de Primero de Mayo, estaban, seguramente, más concurridas. Pero la manifestación de julio era incomparablemente más decidida, más amenazadora y más homogénea. «Bajo las banderas rojas sólo avanzaban obreros y soldados —escribe uno de los que tomaron parte en ella—. Brillan por su ausencia las escarapelas de los funcionarios, los botones relucientes de los estudiantes, los sombreros de las “señoras simpatizantes”, todo lo que lucía en las manifestaciones cuatro meses atrás, en febrero. En el movimiento de hoy no hay nada de esto; hoy no se lanzan a la calle más que los esclavos del capital». Como antes, corrían velozmente por las calles, en distintas direcciones, automóviles con obreros y soldados armados: delegados, agitadores, exploradores, agentes de enlace, destacamentos para sacar a la calle a los obreros y regimientos, todos con los fusiles apuntando hacia delante. Los camiones erizados de armas resucitaban el espectáculo de las jornadas de Febrero, electrizando a los unos y aterrorizando a los otros. El kadete Nabokov escribe: «Los mismos rostros insensatos, adustos, feroces, que todos recordábamos de las jornadas de febrero, es decir, de los días de aquella misma revolución que los liberales calificaban de gloriosa e incruenta». A las nueve, siete regimientos avanzaban ya sobre el palacio de Táurida. Por el camino, uníanse a ellos las columnas de obreros de las fábricas y nuevas unidades de militares. El movimiento del regimiento de ametralladoras tuvo una fuerza de contagio inmensa. Iniciábanse las «jornadas de julio».

      Empezaron los mítines en las calles. Resonaron disparos en distintos sitios. Según relata el obrero Korotkov, «en la perspectiva Liteinaya, fueron sacados de un subterráneo una ametralladora y un oficial, al que se fusiló en el acto». Circulan toda clase de rumores, la manifestación provoca el pánico por todas partes. Los teléfonos de los barrios centrales, sobrecogidos de terror, transmiten las versiones más fantásticas. Decíase que cerca de las ocho de la tarde, un automóvil blindado se había dirigido velozmente hacia la estación de Varsovia en busca de Kerenski, quien precisamente salía ese día para el frente, con el fin de detenerle; pero que el automóvil había llegado a la estación con retraso, pocos momentos después de la salida del tren. Posteriormente, había de señalarse más de una vez este episodio como prueba acreditativa de la existencia de un complot. Nadie pudo precisar, sin embargo, quién iba en el automóvil y quién había descubierto sus misteriosos propósitos.

      En aquel atardecer circulaban en todas direcciones automóviles con hombres armados, y probablemente también por los alrededores de la estación de Varsovia. En muchos sitios, se lanzaban palabras fuertes contra Kerenski. Fue lo que, por lo visto, sirvió de pretexto al mito; aunque también cabe pensar que fue inventado de cabo a rabo.

      Las Izvestia trazaban el siguiente esquema de los acontecimientos del 3 de julio: «A las cinco de la tarde salieron armados a la calle el primer regimiento de ametralladoras, parte de los regimientos de Moscú, de Granaderos y de Pavl, a los cuales se unieron grupos de obreros... A las ocho, empezaron a afluir delante del palacio de la Ksechinskaya fuerzas de los regimientos, armados y equipados, con banderas rojas y cartelones en los cuales se pedía la entrega del poder a los soviets. Desde el balcón, se pronunciaron discursos. A las diez y media se dio un mitin en el patio del palacio de Táurida. Una parte de los regimientos mandaron una delegación al Comité Ejecutivo Central, al cual formularon las siguientes demandas: separación de los diez ministros burgueses; todo el poder al soviet; suspensión de la ofensiva; confiscación de las imprentas de los periódicos burgueses; nacionalización de la tierra; control de la producción». Dejando a un lado las modificaciones secundarias, tales como: «Una parte de los regimientos», en vez de «los regimientos», «grupos de obreros», en vez de «fábricas enteras», se puede decir que el órgano de Dan-Tsereteli no deforma, en sus líneas generales, la verdad de lo ocurrido, y que, en particular, señala acertadamente los dos focos de la manifestación: la villa de la Kchesinskaya y el palacio de Táurida. Ideológica y físicamente, el movimiento giraba alrededor de estos dos centros antagónicos: a la casa de la Kchesinskaya se acudía en busca de indicaciones de dirección, de discursos orientadores, al palacio de Táurida a formular peticiones e incluso a amenazar con la fuerza de que se disponía.

      A las tres de la tarde se presentaron en la conferencia local de los bolcheviques, reunida aquel día en el palacio de la Kchesinskaya, dos delegados del regimiento de ametralladoras para comunicar que este regimiento había decidido echarse a la calle. Nadie lo esperaba ni lo quería. Tomski declaró: «Los regimientos que se lanzan a la calle no han obrado como compañeros al no invitar al Comité de nuestro partido a examinar previamente la cuestión. El Comité Central propone a la conferencia: primero, lanzar un manifiesto con el fin de contener a las masas; segundo, redactar un mensaje al Comité Ejecutivo pidiendo que tome el poder en sus manos. En estos momentos, no se puede hablar de acción si no se desea una nueva revolución». Tomski, viejo obrero bolchevique, que había sellado su fidelidad al partido con luengos años de presidio, posteriormente cabeza visible de los sindicatos, se inclinaba más bien, por su carácter, a contener la acción que a incitar a la misma. Pero en circunstancias tales, no hacía más que desarrollar el pensamiento de Lenin: «En estos momentos no se puede hablar de acción si no se desea una nueva revolución». No hay que olvidar que los conciliadores habían calificado de complot hasta la tentativa de manifestación pacífica del 10 de junio. La aplastante mayoría de la conferencia se solidarizó con Tomski. Era preciso retrasar a toda costa el desenlace. La ofensiva en el frente tenía en tensión a todo el país. Su fracaso estaba descontado, así como el propósito del gobierno de hacer recaer la responsabilidad de la derrota sobre los bolcheviques. Había que dar tiempo a los conciliadores para que se desacreditaran definitivamente. Volodarski, en nombre de la conferencia, contestó a los delegados del regimiento de ametralladoras en el sentido de que éste debía someterse a la decisión del partido.

      A las cuatro, el Comité Central ratifica la resolución de la conferencia. Los miembros de la misma recorren los barrios obreros y las fábricas con el fin de contener la acción de las masas. Se envía a la Pravda un manifiesto, inspirado en el mismo espíritu, para que aparezca al día siguiente en primera página. Se confía a Stalin la misión de poner en conocimiento de la sesión común de los Comités ejecutivos el acuerdo del partido. Por tanto, los propósitos de los bolcheviques no dejan lugar a duda. El Comité Ejecutivo se dirigió a los obreros y soldados con un manifiesto en el cual se decía: «Gente desconocida... os incita a echaros a la calle con las armas en la mano», afirmando con ello que el llamamiento no había sido hecho por ninguno de los partidos soviéticos. Pero los dos Comités centrales de los partidos y de los soviets proponían, y las masas disponían.

      A las ocho se presentó ante el palacio de la Kchesinskaya el regimiento de ametralladoras, y, tras él, el de Moscú. Nevski, Laschevich, Podvoiski, bolcheviques que gozaban de popularidad, intentaron desde el balcón persuadir a los regimientos de que se reintegraran a sus cuarteles. Desde abajo no se oían más que gritos de: «¡Fuera!».

      Hasta entonces, desde el balcón de los bolcheviques no se habían oído jamás gritos semejantes de los soldados. Era un síntoma inquietante. Detrás de los regimientos aparecieron los obreros de las fábricas: «¡Todo el poder a los soviets!». «¡Abajo los diez ministros capitalistas!». Eran las banderas del 18 de junio. Pero ahora, rodeadas de bayonetas. La manifestación se convertía en un hecho de enorme importancia. ¿Qué hacer? ¿Era concebible que los bolcheviques permanecieran al margen? Los miembros del Comité de Petrogrado, con los delegados a la conferencia y los representantes de los regimientos, toman el acuerdo siguiente: anular las decisiones tomadas, poner término a los esfuerzos estériles para contener el movimiento, orientar este último en el sentido de que la crisis gubernamental se resuelva en beneficio del pueblo; con este fin, incitar a los soldados y a los obreros a dirigirse pacíficamente al palacio de Táurida, a elegir delegados y presentar sus demandas, por mediación de los mismos, al Comité Ejecutivo. Los miembros del Comité Central que se

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