Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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Nuestra misión consiste ahora en dar el movimiento un carácter organizado». Kámenev termina su discurso proponiendo que se designe una Comisión de 25 miembros encargada de dirigir el movimiento. Trotsky apoya esta petición. Chjeidze teme a la Comisión bolchevique e insiste inútilmente para que la cuestión pase al Comité Ejecutivo. Los debates toman un carácter tumultuoso. Convencidos definitivamente de que no tienen más que el tercio de los votos, los mencheviques y los socialrevolucionarios abandonan la sala. Esta táctica se convierte en la táctica favorita de los demócratas: empiezan a boicotear los Soviets a partir del momento en que pierden la mayoría en ellos. La resolución en que se incita al Comité Ejecutivo Central a hacerse cargo del poder es aprobada por 276 votos. No hay oposición. Se procede inmediatamente a elegir los 15 vocales de la Comisión. Se reservan 10 puestos para la minoría, puestos que nadie ocupará. El hecho de que saliese elegida una Comisión bolchevique significaba, para amigos y adversarios, que la sección obrera del Soviet de Petrogrado se convertía, a partir de aquel momento, en la base del bolchevismo. Se había dado un gran paso. En abril, la influencia de los bolcheviques se extendía aproximadamente a la tercera parte de los obreros petersburgueses; por aquellos días representaban en el Soviet un sector insignificante. Ahora, a principios de julio, los bolcheviques tienen en la sección obrera cerca de los dos tercios de delegados: esto significaba que su influencia entre las masas había adquirido un carácter decisivo.

      De las calles adyacentes al palacio de Táurida afluyen columnas de obreros, obreras y soldados con banderas, cantos y música. Aparece la artillería ligera, cuyo jefe provoca el entusiasmo general al declarar que todas las baterías de su división están con los obreros. La calle en que está emplazado el palacio de Táurida y el muelle correspondiente al mismo están atestados de gente. Todo el mundo quiere acercarse a la tribuna situada en la puerta principal del palacio. Se presenta a los manifestantes Chjeidze, con el aspecto malhumorado del hombre a quien se ha arrancado inútilmente a sus ocupaciones. El popular presidente de los soviets es acogido con un silencio hostil. Con voz cansada y ronca, Chjeidze repite los lugares comunes habituales, que todo el mundo se sabe ya de memoria. No se dispensa mejor acogida a Voitinski, que ha acudido en su auxilio. «En cambio, Trotsky —según cuenta Miliukov—, que declaró que había llegado el momento de que el poder pasara a los Soviets, fue acogido con ruidosos aplausos...». Esta frase es falsa a sabiendas. Ningún bolchevique dijo entonces que «había llegado el momento». Un cerrajero de la fábrica Dinflou, situada en la barriada de Petrogrado, decía más tarde, hablando del mitin celebrado bajo los muros del palacio de Táurida: «Me acuerdo del discurso de Trotsky, quien decía que no había llegado aún el momento de tomar el poder». Este cerrajero reproduce el espíritu de mi discurso más fielmente que el profesor de Historia. Por los oradores bolchevistas, los manifestantes se enteraron del triunfo que acababa de ser alcanzado en la sección obrera del Soviet, y este hecho les dio una satisfacción casi tangible, como si hubieran entrado ya en la época del régimen soviético.

      Poco antes de medianoche abrióse nuevamente la sesión mixta de los Comités ejecutivos: en aquel momento los granaderos se echaban al suelo en la perspectiva Nevski. A propuesta de Dan, se decidió que sólo puedan asistir a la reunión los que se comprometiesen de antemano a defender y poner en práctica los acuerdos tomados. ¡Esto era algo nuevo! Los mencheviques intentaban convertir el Soviet, declarado por ellos Parlamento de los obreros y soldados, en órgano administrativo de la mayoría conciliadora. Cuando se queden en minoría —lo cual ocurrirá dentro de dos meses—, los conciliadores defenderán apasionadamente la democracia soviética. Hoy, como en general en todos los momentos decisivos de la vida social, la democracia queda arrinconada. Algunos meirayontsi1 abandonaron la reunión protestando; bolcheviques no había ninguno: estaban en el palacio de la Kchesinskaya deliberando sobre la conducta que había de seguirse al día siguiente. Más tarde, los meirayontsi y los bolcheviques se presentaron en la sala y declararon que nadie podía despojarles del mandato que les habían dado los electores. La mayoría se calló, y la proposición de Dan cayó insensiblemente en el olvido. La reunión fue larga como una agonía. Los conciliadores intentan persuadirse mutuamente, con voz débil, de la razón que les asiste. Tsereteli, en calidad de ministro de Correos y Telégrafos, se lamenta de los empleados subalternos: «Hasta este momento no me he enterado de la huelga de Correos y Telégrafos». Por lo que a las reivindicaciones políticas se refiere, su consigna es también la de «¡Todo el poder a los soviets!». Los delegados de los manifestantes que rodeaban el palacio de Táurida exigieron que se les permitiera el acceso a la reunión. Se les dejó entrar con inquietud y malevolencia. Los delegados creían sinceramente que esta vez los conciliadores no podrían dejar de acoger favorablemente sus aspiraciones. ¿Acaso los periódicos menchevistas y socialrevolucionarios de hoy, excitados por la dimisión de los kadetes, no denuncian las intrigas y el sabotaje de sus aliados burgueses? Además, la sección obrera se ha pronunciado por la entrega del poder a los soviets. ¿Qué se espera? Pero los ardientes llamamientos, en los cuales la indignación respira aún esperanza, caen impotentes en la atmósfera estancada del Parlamento conciliador.

      A los jefes no les preocupa más que una idea: cómo librarse lo más rápidamente posible de aquellos huéspedes indeseables. Se les invita a tomar asiento en la galería: sería demasiado imprudente echarlos a la calle, al lado de los manifestantes. Desde la galería, los ametralladores escuchan asombrados los debates que se estaban desarrollando y que no perseguían más fin que ganar tiempo, a fin de que pudieran llegar los regimientos de confianza. «En las calles está el pueblo revolucionario — dice Dan—, pero este pueblo hace obra contrarrevolucionaria». Dan se ve apoyado por Abramovich, uno de los líderes de la «Liga» judía, un pedante conservador cuyos instintos se sentían ofendidos por la revolución. «Estamos en presencia de un complot», afirma, faltando a toda evidencia, y propone a los bolcheviques que declaren abiertamente que la cosa «es obra suya». Tsereteli profundiza el problema: «Salir a la calle con la demanda de “Todo el poder a los soviets” significa sostener a estos últimos. Si los soviets quisieran, el poder pasaría a sus manos. Ningún obstáculo se opone a su voluntad... Manifestaciones como ésta hacen el juego no a la revolución, sino a la contrarrevolución». Los delegados no acababan de comprender este razonamiento. Les parecía que sus elevados jefes no estaban en su sano juicio. Al final, la asamblea confirmó una vez más, con 11 votos en contra, que la manifestación armada era una puñalada trapera al ejército revolucionario, etcétera. La reunión terminó a las cinco de la madrugada.

      Poco a poco las masas fueron retirándose a sus barriadas. Durante toda la noche recorrieron la ciudad automóviles armados, estableciendo el contacto entre los regimientos, las fábricas y los centros de barriada. Como en Febrero, las masas, por la noche, hacían el balance del día. Pero ahora lo hacían con la participación de un complejo sistema de organizaciones de fábrica, de partido, militares, que estaban reunidos con carácter permanente. En las barriadas se opinaba como algo que no admitía ya discusión, que el movimiento no podía detenerse a medio camino. El Comité Ejecutivo aplazó la resolución acerca del traspaso del poder. Las masas interpretaron esto como una vacilación. La conclusión era clara: había que apretar más.

      La reunión nocturna de los bolcheviques y meirayontsi, que tenía lugar en el palacio de Táurida a la vez que la de los Comités ejecutivos, sacaba también el balance del día e intentaba anticipar lo que traería consigo el día siguiente. Los informes de las barriadas atestiguaban que la manifestación no había hecho más que poner en movimiento a las masas, planteando ante ellas por primera vez en toda su agudeza el problema del poder. Mañana, las fábricas y los regimientos querrán obtener una contestación y no habrá fuerza humana capaz de retenerlos en los suburbios. No se discutía si debía o no tomarse el poder, como habían de afirmar más tarde los adversarios, sino si debía hacerse o no una tentativa para liquidar la manifestación o ponerse al frente de la misma al día siguiente.

      A hora avanzada de la noche, hacia las tres, llegaban al palacio de Táurida los obreros de la fábrica Putilov, una masa de 30.000 hombres, muchos de ellos con sus mujeres y niños. La manifestación se puso en marcha a las once, y por el camino se unieron a los manifestantes otras fábricas. En el portal de Narva había tanta gente, a pesar de lo avanzado de la hora, que

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