Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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mano dirigente del partido. La atmósfera es también más candente; los soldados y los obreros quieren provocar el desenlace de la crisis. El gobierno, angustiado, espera. Su impotencia es aún más evidente que ayer. El Comité Ejecutivo espera tropas leales y recibe noticias de todas partes anunciando que avanzan sobre la capital fuerzas militares hostiles. De Kronstadt, de Novi-Peterhof, de Krasni-Selo, del fuerte de Krasnaya Gorka, de toda la periferia próxima, por mar y por tierra, avanzan marinos y soldados, con bandas de música, con armas, y, lo que es peor, con cartelones bolcheviques. Algunos regimientos, exactamente lo mismo que en Febrero, traen por delante a sus oficiales, como si entraran en acción bajo su mando.

      «Aún seguía reunido el gobierno —relata Miliukov—, cuando se recibió la noticia de que en la Nevski había tiroteo. Decidieron continuar reunidos en el Estado Mayor. Allí estaban el príncipe Lvov, Tsereteli, el ministro de Justicia Pereverzev y dos ayudantes del ministro de la Guerra. Hubo un momento en que la situación del gobierno parecía desesperada. Los soldados de los regimientos de Preobrajenski, Semiónov e Ismail, que no estaban con los bolcheviques, declararon al gobierno que se mantendrían “neutrales”. En la plaza de Palacio, para la defensa del Estado Mayor, no había más que inválidos y algunos centenares de cosacos». El día 4, por la mañana, el general Polovtsiev anunciaba que Petrogrado iba a quedar limpio de tropas armadas, y ordenaba severamente a la población que cerrase los portales y no saliera a la calle no siendo en caso de extrema necesidad.

      Aquella terrible orden no pasó de ser una vacua amenaza. El jefe de las tropas de la región sólo pudo lanzar contra los manifestantes a pequeños destacamentos de junkers y de cosacos, que durante todo el día provocaron tiroteos sin ton ni son y sangrientas escaramuzas. El abanderado del primer Regimiento del Don, que guardaba el Palacio de Invierno, declaró lo siguiente ante la Comisión Investigadora: «Se había dado la orden de desarmar a los pequeños grupos que pasaran por delante, fueran los que fueran los que los compusieran, y asimismo a los automóviles armados. Cumpliendo esta orden, de vez en cuando nos formábamos en fila cerca de palacio y procedíamos al desarme». El simple relato de este cosaco nos da una idea inequívoca de la correlación de fuerzas y del carácter de la lucha. Las tropas «rebeldes» salen de los cuarteles formadas en compañías y regimientos, tomaban posesión de las calles y de las plazas. Las fuerzas del gobierno operan por medio de emboscadas, ataques por sorpresa realizados por destacamentos poco numerosos, es decir, por los métodos con que suelen operar los guerrilleros insurrectos. El cambio de papeles se explica por la circunstancia de que casi todas las fuerzas armadas del gobierno le son hostiles o en el mejor de los casos, guardan una actitud neutral. El gobierno vive de la confianza que le otorga el Comité Ejecutivo, el cual, por su parte, se apoya en la confianza que abrigan las masas de que acabarán por variar de criterio y tomará, por fin, el poder.

      Lo que dio mayor impulso a la manifestación fue el hecho de que aparecieran los marinos de Kronstadt en la palestra de Petrogrado. El día anterior, los delegados del regimiento de ametralladoras habían ya realizado una gran propaganda entre la guarnición de la fortaleza marítima. De un modo inesperado para las organizaciones locales, en la plaza del Ancora se celebró un mitin por iniciativa de unos anarquistas llegados de Petrogrado. Los oradores incitaban a acudir en auxilio de la capital. El estudiante de medicina Roschal, uno de los jóvenes héroes de Kronstadt y el niño mimado de la plaza del Ancora, intentó pronunciar un discurso moderado. Miles de voces le interrumpieron.

      Roschal, acostumbrado a que se le acogiera de un modo muy distinto, tuvo que retirarse de la tribuna. Hasta la noche no se supo en Petrogrado que los bolcheviques invitaban a las masas a echarse a la calle. Esto resolvía la cuestión. Los socialrevolucionarios de izquierda —¡en Kronstadt no los había ni podía haber de derecha!— declararon que se proponían tomar parte en la manifestación. Esta gente formaba parte de un mismo partido con Kerenski, quien, en aquellos mismos momentos, reunía tropas en el frente para aplastar a los manifestantes. El estado de espíritu dominante en la Asamblea nocturna de las organizaciones de Kronstadt era tal, que incluso el tímido comisario del gobierno provisional, Parchevski, votó en favor de la marcha sobre Petrogrado. Se trazó un plan, se movilizaron los medios de transporte marítimo, se entregaron 75 puds4 de municiones. A las doce de la noche, cerca de 10.000 marinos, soldados y obreros armados, entraban en la embocadura del Nevá, conducidos por remolcadores y vapores de pasajeros. Después de desembarcar en ambas orillas del río, se unen a la manifestación, fusil al hombro y al son de las orquestas. Detrás de los marinos y soldados, van las columnas de obreros de los barrios de Petrogrado y de la isla de Vasili, entre los cuales avanzan también destacamentos de la Guardia Roja. A los lados, automóviles blindados; flotando por encima de las cabezas, banderas y cartelones innumerables.

      El palacio de la Kchesinskaya está a dos pasos. Pequeño, enjuto, negro como la pez, Sverdlov, uno de los principales organizadores del partido, incorporado al Comité Central en la conferencia de abril, da órdenes desde el balcón con su poderosa voz de bajo: «Hacer avanzar la cabeza de la manifestación, apretad las filas, contened las filas de atrás». Desde el balcón, saluda a los manifestantes Lunacharski, siempre dispuesto a contagiarse del estado de espíritu de los que le rodean, imponente de aspecto, de voz y de elocuencia declamatoria, no muy seguro, pero frecuentemente insustituible. Desde abajo le aplauden ruidosamente. Pero a quien sobre todo querían oír los manifestantes era a Lenin —al cual, dicho sea de paso, habían hecho venir por la mañana de su refugio de Finlandia— y los marinos expresaron con tanta insistencia su deseo, que, a pesar de su mal estado de salud, Lenin no pudo negarse a satisfacerlo. Una ola de entusiasmo desbordante acogió la aparición del jefe en el balcón. Lenin, impaciente y esperando, con cierta confusión como siempre, que cesaran las aclamaciones, empezó a hablar antes de que éstas se acallaran. Su discurso, que, durante varias semanas enteras, la prensa enemiga había de tergiversar en todos los tonos, estaba hecho de unas cuantas frases simples: saludo a los manifestantes, expresión de la seguridad de que la consigna «todo el poder a los Soviets» acabará por triunfar; llamamiento a la serenidad y a la firmeza. La manifestación se pone nuevamente en marcha en medio de las aclamaciones y a los acordes de las bandas. Entre esta introducción jubilosa y la etapa siguiente, en la cual se derramó la sangre, se desarrolla un episodio curioso. Los jefes de los socialrevolucionarios de izquierda de Kronstadt sólo al llegar al campo de Marte se dieron cuenta del enorme cartelón del Comité Central de los bolcheviques que iba a la cabeza de la manifestación y que había hecho su aparición después de la pausa ante el palacio de la Kchesinskaya. Impulsados por sus celos políticos, exigieron que este cartelón fuese retirado. Los bolcheviques se negaron a ello. Entonces, los socialrevolucionarios declararon que se retiraban. Pero ninguno de los marinos y soldados siguió a los jefes... Toda la política de los socialrevolucionarios de izquierda estaba hecha de vacilaciones caprichosas como ésta, a veces cómicas, a veces trágicas.

      En la esquina de la Nevski y la Liteinaya, la retaguardia de la manifestación viose inesperadamente tiroteada. Resultaron heridas algunas personas. En la esquina de la Liteinaya y de la Panteleimonovskaya, el tiroteo fue más intenso. El caudillo de Kronstadt, Raskólnikov, recuerda la impresión que produjo en los manifestantes la ignorancia de dónde partía el golpe. «¿Dónde está el enemigo? ¿Desde dónde dispara?». Los marinos cogieron los fusiles y empezó un tiroteo desordenado, en que algunos hombres cayeron muertos o heridos. Sólo con gran dificultad fue posible restablecer algo parecido al orden. La manifestación se puso nuevamente en marcha a los acordes de las bandas, pero no quedaba ya ni rastro del estado de espíritu jubiloso del principio. «Por todas partes se creía ver el enemigo oculto. Los fusiles no colgaban ya pacíficamente del hombro, sino que se llevaban empuñados y a punto de disparar».

      Durante el día hubo no pocos incidentes sangrientos en distintos puntos de la ciudad. Una parte de estos sucesos hay que atribuirlos a la confusión, a los equívocos, a los disparos hechos al azar, al pánico. Estas casualidades trágicas constituyen una especie de gasto extraordinario de la revolución, que es, a su vez, un gasto extraordinario de la evolución histórica. Pero es incontestable, como se vio en aquellos días, y se confirmó posteriormente, que en los acontecimientos de julio, la provocación sangrienta desempeñó su papel... «Cuando los soldados

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