Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon Trotsky страница 14

Автор:
Серия:
Издательство:
Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

Скачать книгу

ya casi con ninguna resistencia entre las masas, las cuales se retiraron a los suburbios, dispuestas a no reanudar la lucha al día siguiente. Los obreros y los soldados tuvieron la sensación de que la toma del poder por los soviets era un problema mucho más complejo de lo que se imaginaran.

      Fue levantado el sitio del palacio de Táurida y las calles adyacentes quedaron desiertas. Pero los Comités ejecutivos continuaban en sus puestos y proseguían con breves interrupciones los interminables discursos, sin sentido ni objeto. Hasta más tarde no se supo que los conciliadores esperaban algo. En las dependencias contiguas había aún delegados de las fábricas y de los regimientos. «Era ya más de medianoche —cuenta Metelev—, y seguíamos esperando una “resolución”... Atormentados por el hambre y el cansancio, vagábamos por la sala Alexandrovski... A las cuatro de la madrugada del 5 de julio terminaron nuestras esperanzas. Oficiales y soldados armados irrumpieron ruidosamente por la puerta principal del palacio». Resuenan ensordecedoras en el interior del edificio las notas metálicas de La Marsellesa. El ruido de pasos y el estruendo de los instrumentos provocan, en aquella hora matutina, una agitación extraordinaria en el salón de sesiones. Los diputados se levantan bruscamente de sus escaños. ¿Un nuevo privilegio? Pero Dan aparece en la tribuna. «¡Compañeros —dice—, tranquilizaos! No hay ningún peligro. Acaban de llegar regimientos leales a la revolución». Sí; acababan de llegar, en efecto, las tropas tanto tiempo esperadas; los soldados recién llegados ocupan las entradas y las salidas, se lanzan rabiosamente sobre los pocos obreros que aún quedan en el palacio, quitan las armas a los que las tienen, detienen a los que pueden y se llevan a los detenidos.

      Sube a la tribuna el teniente Kuchin, menchevique destacado, con uniforme de campaña. Dan, que preside, le estrecha en sus brazos entre las notas triunfales de la orquesta. Locos de entusiasmo y pulverizando a los izquierdistas con miradas victoriosas, los conciliadores se cogen del brazo y, abriendo la boca desmesuradamente, vierten su entusiasmo en las notas de La Marsellesa. «Una escena clásica del principio de la contrarrevolución», prorrumpe irritado Mártov, que sabía observar y comprender muchas cosas. El sentido político de la escena, registrada por Sujánov, aparecerá y cobrará aún más significativo relieve si se recuerda que Mártov figuraba en el mismo partido que Dan, para el cual esta escena representaba la victoria suprema de la revolución.

      Sólo ahora, al observar el desbordante júbilo de la mayoría, el ala izquierda empezó a comprender hasta qué punto se había visto aislado el órgano supremo de la democracia oficial cuando la democracia auténtica se lanzó, a la calle. En el transcurso de 36 horas, aquellos hombres iban desapareciendo por turno para ir a la cabina del teléfono y ponerse en contacto con el Estado Mayor, con Kerenski, que estaba en el frente, pedir tropas, persuadir, implorar, enviar nuevamente agitadores y otra vez a esperar. El peligro había pasado, pero la inercia del miedo subsistía. Y las recias pisadas de los «leales» cerca de las cinco de la madrugada resonaban en sus oídos como una sinfonía de liberación. Pronunciáronse, al fin, desde la tribuna discursos en los cuales se hablaba abiertamente del feliz aplastamiento del motín armado y de la necesidad de acabar de una vez con los bolcheviques.

      El destacamento que se presentó en el palacio de Táurida no procedía del frente, como en los primeros momentos de entusiasmo habían creído muchos, sino que había sido formado con elementos de la guarnición de Petrogrado, principalmente de los tres batallones de la Guardia más reaccionarios: el de Preobrajenski, el de Semiónov y el de Ismail. El 3 de julio estos regimientos se habían declarado neutrales. El gobierno y el Comité Ejecutivo habían intentado inútilmente conquistarlos, valiéndose de su autoridad: los soldados no se movían, sombríos, de los cuarteles, y esperaban. Hasta la tarde del 4 de julio los gobernantes no descubrieron, al fin, un recurso eficaz: enseñar a los soldados de Preobrajenski un documento que demostraba, como dos y dos son cuatro, que Lenin era un espía alemán. Esto surtió efecto. La noticia circuló de un regimiento a otro. Los oficiales, los miembros de los Comités de regimiento, los agitadores del Comité Ejecutivo, no se daban punto de reposo. El estado de espíritu de los regimientos neutrales se modificó. En la madrugada, cuando no había ya ninguna necesidad de ellos, se consiguió reunirlos y llevarlos por las calles desiertas al palacio de Táurida, que había quedado vacío. La Marsellesa la ejecutaba la orquesta del regimiento de Ismail, aquel a quien, como el más reaccionario de todos, se había confiado el 3 de diciembre de 1905 la misión de detener al primer Soviet de diputados obreros de Petrogrado, reunido bajo la presidencia de Trotsky. El director de escena de los espectáculos históricos consigue a cada paso, sin proponérselo en lo más mínimo, los efectos teatrales más sorprendentes: no tiene más que soltar las riendas de la lógica de las cosas.

      Cuando las masas hubieron abandonado las calles, el joven gobierno de la revolución puso en movimiento sus miembros reumáticos, detuvo a los representantes de los obreros, procedió a la confiscación de armas y aisló los barrios de la ciudad. Cerca de las seis de la mañana se detuvo frente a la redacción de la Pravda un automóvil cargado de junkers y soldados con una ametralladora, que fue inmediatamente apostada en la ventana. Cuando los indeseables visitantes abandonaron la redacción, ésta ofrecía un aspecto desolador: los cajones de las mesas habían sido fracturados, el suelo estaba cubierto de manuscritos rotos, los hilos telefónicos habían sido cortados. A los empleados de la redacción se les había apaleado y detenido. La imprenta, para la cual los obreros habían recogido recursos durante dos meses, fue objeto de una devastación todavía mayor: las rotativas, las máquinas de componer fueron destruidas. En vano los bolcheviques acusaban al gobierno de Kerenski de falta de energía. «Las calles —dice Sujánov— recobraron su aspecto normal. Los grupos y los mítines callejeros desaparecieron casi en absoluto. La inmensa mayoría de las tiendas estaba abierta». A primera hora de la mañana se distribuyó el manifiesto de los bolcheviques, último producto de la imprenta destruida, invitando a dar por terminada la manifestación. Los cosacos y los junkers detenían en las calles a marinos, soldados y obreros, y los mandaban a la cárcel o a los cuerpos de guardia. En las tiendas y en las aceras, por todas partes, se hablaba del dinero alemán. Se detenía a todo el que se atrevía a pronunciar una palabra en favor de los bolcheviques. «No se puede ya decir que Lenin sea un hombre honrado: el que lo dice es conducido a la comisaría». Sujánov, como siempre, demuestra ser un observador atento de lo que sucede en las calles, de la burguesía, de los intelectuales, de la pequeña burguesía... Pero los barrios obreros tienen un aspecto muy diferente. Las fábricas no han reanudado el trabajo. Reina la inquietud. Circula el rumor de que han llegado tropas del frente. Las calles de la barriada de Viborg se llenan de grupos que discuten lo que deberá hacerse en caso de ataque. «Los guardias rojos y, en general, la juventud de las fábricas —cuenta Metelev— se disponen a penetrar en la fortaleza de Pedro y Pablo para acudir en auxilio de los destacamentos que se hallan sitiados. Escondiendo las bombas de mano en los bolsillos, en las botas, en la cintura, atraviesan el río, unos en barcas, otros por puentes». El tipógrafo Smirnov, del barrio de Kolomenski, dice en sus Memorias: «Vi cómo llegaban por el Nevá remolcadores con guardias marinos de Duderhof y Orienbaum. A las dos, las cosas se presentaban mal... Vi cómo los marinos volvían a Kronstadt sigilosamente, de uno en uno. Circulaba la especie de que todos los bolcheviques eran espías alemanes. La campaña de difamación emprendida era repugnante». El historiador Miliukov resume con satisfacción: «El estado de espíritu y la vitola del público de las calles cambiaron completamente. Al atardecer reinaba en Petrogrado una absoluta tranquilidad».

      Mientras no llegaron las fuerzas del frente, el mando militar de la región, con la cooperación política de los conciliadores, siguió disimulando sus propósitos. Durante el día se presentaron en el palacio de Kchesinskaya, para conferenciar con los jefes bolcheviques, los miembros del Comité Ejecutivo, con Líber al frente: esta visita era una prueba de los sentimientos más pacíficos. En virtud del acuerdo recaído, los bolcheviques se comprometían a hacer volver los marinos a Kronstadt, a sacar la compañía de ametralladoras de la fortaleza de Pedro y Pablo, a retirar los centinelas y los autos blindados. Por su parte, el gobierno se comprometía a no emprender ninguna represión contra los bolcheviques y a poner en libertad a todos los detenidos, con excepción de los que hubieran cometido actos criminales. Pero el acuerdo fue de corta duración.

Скачать книгу