Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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ser calificados formalmente de manifestación contra el gobierno. Pero, en realidad, no ha sido una manifestación ordinaria, sino algo mucho más importante que una manifestación y menos que una revolución». Las masas, cuando se asimila una idea cualquiera, quieren llevarla a la práctica. Los obreros, y aún más los soldados, si bien tenían confianza en los bolcheviques, no habían podido llegar todavía a formarse la convicción de que sólo respondiendo al llamamiento del partido, y bajo su dirección, debían lanzarse a la calle. Las enseñanzas que se desprendían de la experiencia de febrero y abril eran más bien otras. Cuando Lenin decía en mayo que los obreros y campesinos eran cien veces más revolucionarios que nuestro partido, sacaba indudablemente una conclusión general de la experiencia de febrero y abril. Pero las masas, que, a modo, sacaban asimismo una conclusión de esta experiencia, se decían: «Hasta los bolcheviques dan largas al asunto y nos contienen». En julio, los manifestantes estaban completamente resueltos —si preciso era— a barrer el poder oficial. En caso de resistencia por parte de la burguesía, estaban dispuestos a hacer uso de las armas. En este sentido, puede decirse que había un elemento de insurrección armada. Si ésta no llegó, no sólo hasta el fin, sino ni tan siquiera hasta la mitad, fue porque los conciliadores enredaron las cosas.

      En el primer tomo de esta obra hemos caracterizado detalladamente la paradoja de la Revolución de Febrero. Los demócratas pequeñoburgueses, los mencheviques y los socialrevolucionarios recibieron el poder de manos del pueblo revolucionario. Pero no perseguían este fin; habían conquistado el poder, y si lo ocupaban era contra su voluntad y faltando a la de las masas se esforzaron en transmitirlo a la burguesía imperialista. El pueblo no tenía confianza en los liberales, pero sí en los conciliadores, los cuales, por su parte, no tenían confianza en sí mismos. Y, a su manera, tenían razón. Aun cediendo enteramente el poder a la burguesía, los demócratas se quedaban con algo. Si hubieran tomado el poder en sus manos, habrían quedado reducidos a la nada. De los demócratas, el poder se hubiera deslizado casi automáticamente a manos de los bolcheviques. Esto era inevitable, porque radicaba en la insignificancia orgánica de la democracia rusa.

      Los manifestantes de julio querían entregar el poder a los soviets. Mas, para ello, era preciso que éstos accedieran a tomarlo. Ahora bien, aun en la capital, donde la mayoría de los obreros y los elementos activos de la guarnición estaban con los bolcheviques, la mayoría del Soviet, en virtud de la ley de la inercia propia de toda presentación, seguía perteneciendo a los partidos pequeñoburgueses, los cuales consideraban que todo atentado al poder de la burguesía era un ataque contra ellos. Los obreros y soldados tenían la sensación viva de la contradicción existente entre su estado de espíritu y la política de los soviets, esto es, entre el presente y el pasado. A levantarse en favor del poder a los soviets, no manifiestan, ni mucho menos, su confianza en la mayoría conciliadora. Pero no sabían cómo librarse de ella. Derribarla por la fuerza hubiera significado disolver los soviets en vez de entregarles el poder. Los obreros y soldados, antes de encontrar el camino que había de conducir a la renovación de los soviets, intentaban someterlos a su voluntad mediante el método de la acción directa.

      En la proclama lanzada por ambos Comités ejecutivos con ocasión de las jornadas de julio, los conciliadores apelaban, indignados, a los obreros y soldados contra los manifestantes que, «por la fuerza de las armas, intentan imponer su voluntad a los representantes elegidos por vosotros». ¡Como si manifestantes y electores no fueran la denominación de los mismos obreros y soldados! ¡Como si los electores no tuvieran el derecho de imponer su voluntad a los elegidos! ¡Y como si esta voluntad expresara otra cosa que la exigencia de que se cumpliera con el deber de adueñarse del poder en interés del pueblo! Las masas concentradas alrededor del palacio de Táurida gritaban en los oídos del Comité Ejecutivo aquella misma frase que un obrero anónimo había lanzado al rostro de Chernov, enseñándole su puño calloso: «¡Toma el poder, puesto que te lo dan!». Como respuesta, los conciliadores llamaron a los cosacos. Los señores demócratas preferían la guerra civil con el pueblo a hacerse cargo incruentamente del poder. Los primeros que dispararon fueron los guardias blancos; pero la atmósfera política de la guerra civil la crearon los mencheviques y los socialrevolucionarios.

      Los obreros y soldados, al tropezar con la resistencia armada precisamente del órgano al cual querían dar el poder, quedaron desorientados con respecto al fin que perseguían. El potente movimiento de las masas se vio privado de su eje político. El ataque de julio quedó reducido a una manifestación realizada, en parte, con los recursos propios del levantamiento armado. Con el mismo derecho se puede decir que fue una semiinsurrección por un fin que no permitía otros métodos que la manifestación.

      Los conciliadores, al mismo tiempo que renunciaban al poder, no lo cedían enteramente a los liberales, y un ministerio puramente kadete hubiera sido derribado inmediatamente por las masas, porque aquéllos les temían —el pequeñoburgués teme al gran burgués— y porque temían por ellos. Es más: como dice acertadamente Miliukov: «En la lucha contra las acciones armadas, el Comité Ejecutivo del Soviet se reserva el derecho, proclamado durante los días agitados del 20 y del 21 de abril, de disponer, según su criterio, de las fuerzas armadas de la guarnición de Petrogrado». Los conciliadores siguen robándose el poder de debajo la almohada. Para resistir con las armas contra los que inscriban en sus cartelones la divisa «Todo el poder a los soviets», el soviet se ve obligado a concentrar de hecho el poder en sus manos.

      El Comité Ejecutivo va aún más allá; en esos días proclama formalmente su soberanía. «Si la democracia revolucionaria considerase necesario que todo el poder pasara a manos de los soviets —decía la resolución del 4 de julio—, sólo a la reunión plenaria de los Comités ejecutivos correspondía resolver esta cuestión». El Comité Ejecutivo, al mismo tiempo que calificaba de levantamiento contrarrevolucionario la manifestación, se constituía en poder supremo y decidía la suerte del gobierno.

      Cuando en la madrugada del 5 de julio las tropas «leales» entraron en el palacio de Táurida, el jefe que las mandaba declaró que sus fuerzas se ponían enteramente a las órdenes del Comité Ejecutivo. ¡Ni una palabra sobre el gobierno! Pero el caso es que los rebeldes accedían asimismo a someterse al Comité Ejecutivo en calidad de poder. Al rendirse la fortaleza de Pedro y Pablo, bastó con que la guarnición de la misma se declarara dispuesta a someterse al Comité Ejecutivo. Nadie exigió la sumisión al poder oficial. Las propias tropas llamadas del frente se pusieron asimismo enteramente a disposición del Comité Ejecutivo. ¿Por qué, entonces, se vertió la sangre?

      Si la lucha hubiera tenido lugar en las postrimerías de la Edad Media, ambos bandos, al matarse mutuamente, habrían citado los mismos versículos de la Biblia. Los historiadores formalistas habrían llegado más tarde a la conclusión de que la lucha se desarrollaba alrededor de la interpretación de los textos: como es sabido, los artesanos y los campesinos analfabetos de la Edad Media tenían una afición especial a dejarse matar por ciertas sutilezas filológicas de las revelaciones de San Juan, de la misma manera que los raskolnik rusos se dejaban exterminar por la cuestión de saber si había que persignarse con dos dedos o con tres. En realidad, en la Edad Media no menos que ahora, bajo las fórmulas simbólicas se ocultaba la lucha de unos intereses vitales que hay que saber descubrir. El mismo versículo evangélico significaba para unos la servidumbre y para otros la libertad.

      Pero hay analogías mucho más recientes y próximas. Durante las jornadas de junio de 1848, en Francia, en ambos lados de la barricada resonaba un mismo grito: «¡Viva la República!». A los idealistas pequeñoburgueses, los combates de junio les parecían, por este motivo, un equívoco provocado por la negligencia de unos y el acaloramiento de otros. En realidad, los burgueses querían la República para sí, los obreros querían la República para todos. A menudo, las consignas políticas sirven más bien para disimular intereses que para designarlos por su nombre.

      A pesar de todo, lo que tenía de paradójico el régimen de Febrero, cubierto, por añadidura, con jeroglíficos marxistas y populistas por los conciliadores, la correlación real de las clases era harto diáfana. Lo único que no hay que perder de vista es la doble naturaleza de los partidos conciliadores.

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