Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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julio de 1791 Lafayette ametralló en el campo de Marte a una manifestación pacífica de republicanos que intentaba dirigirse con una petición a la Asamblea nacional que amparaba la perfidia del poder real, del mismo modo que, 126 años después, los conciliadores rusos amparaban la perfidia de los liberales. La burguesía realista confiaba liquidar, mediante una oportuna represión sangrienta, al partido de la revolución para siempre. Los republicanos, que no se sentían aún suficientemente fuertes para la victoria, eludieron la lucha, lo cual era muy razonable, y se apresuraron incluso a afirmar que nada tenían que ver con los que habían participado en la petición, lo cual era, desde luego, indigno y equivocado. El régimen de terrorismo burgués obligó a los jacobinos a mantenerse quietos durante algunos meses. Robespierre buscó refugio en casa del carpintero Duplay, Desmoulins se ocultó, Danton pasó algunas semanas en Inglaterra. Pero, a pesar de todo, la provocación realista fracasó: las matanzas del campo de Marte no impidieron al movimiento republicano llegar al poder. Así, pues, la Revolución Francesa tuvo sus «jornadas de julio» tanto en el sentido político de la palabra como desde el punto de vista del calendario.

      57 años después, las «jornadas de julio» tuvieron lugar en Francia en junio y tuvieron un carácter incomparablemente más grandioso y trágico. Las llamadas «jornadas de junio» de 1848 surgieron de la Revolución de Febrero con una fuerza irresistible. La burguesía francesa proclamó en las horas de su victoria el «derecho al trabajo», de la misma manera que a partir de 1789 proclamara muchas cosas excelentes y que en 1914 juró que la guerra desencadenada aquel año era su última guerra. Del rimbombante «derecho al trabajo» surgieron los míseros talleres nacionales, donde 100.000 obreros, que habían conquistado el poder para sus patronos, percibían 23 sueldos diarios. Pocas semanas después, la burguesía republicana, generosa en frases pero avara en dinero, no encontraba ya palabras suficientemente ofensivas para los «holgazanes» que vivían de la ración de hambre que les suministraba la nación. En la abundancia de las promesas de febrero y en el carácter consciente de las provocaciones que precedieron a las jornadas de julio, aparecen los rasgos nacionales característicos de la burguesía francesa. Pero aun sin esto, los obreros de París, que se hallaban con el fusil al brazo desde febrero, no podían dejar de reaccionar ante las contradicciones existentes entre el programa pomposo y la mísera realidad, ante aquel contraste insoportable que repercutía diariamente en su ego y en su conciencia. Con frío cálculo, que casi no se preocupaba de disimular, Cavaignac dejaba que la insurrección creciera a los ojos de los dirigentes, a fin de poderla ahogar en sangre de un modo más decidido. La burguesía republicana mató a más de 12.000 obreros y metió en la cárcel a no menos de 20.000, para que los demás perdieran la fe en el «derecho al trabajo» que se les había prometido. Sin plan, sin programa, sin dirección, las jornadas de junio de 1848 se parecen a una poderosa e inevitable acción refleja del proletariado, cohibido en sus necesidades más elementales y ofendido en sus elevadas esperanzas. Los obreros insurreccionados no sólo fueron aplastados, sino calumniados. El demócrata de izquierda Flocon, correligionario de Ledru-Rollin, predecesores ambos de Tsereteli, aseguraba a la Asamblea nacional que los sublevados habían sido comprados por los monárquicos y los gobiernos extranjeros. Los conciliadores de 1848 no tenían ni tan siquiera necesidad de la atmósfera de la guerra para descubrir el oro inglés y ruso en los bolsillos de los revolucionarios. Era así como los demócratas preparaban el camino al bonapartismo.

      La gigantesca explosión de la Comuna era al golpe de Estado de septiembre de 1870 lo que las jornadas de junio a la Revolución de Febrero de 1848. La insurrección del proletariado de París en marzo no obedeció, ni mucho menos, a un cálculo estratégico. Dicha insurrección fue el resultado de una trágica combinación de circunstancias, completada por una de esas provocaciones en las cuales es maestra la burguesía francesa cuando el miedo estimula su malignidad. Contra los planes de la camarilla dirigente, que aspiraba ante todo a desarmar al pueblo, los obreros querían defender París, intentando convertirlo por primera vez en «su» París. La Guardia Nacional les daba una organización armada, muy afín al tipo soviético, y una dirección política, personificada en su Comité Central. Como consecuencia de condiciones objetivas desfavorables y de errores políticos, París se vio divorciado de Francia, incomprendido, no apoyado, en parte directamente traicionado por las provincias, y cayó en manos de los versalleses desmandados que tenían tras de sus espaldas a Bismarck y Moltke. Los oficiales depravados y derrotados de Napoleón III resultaron unos verdugos insustituibles al servicio de la tierna Mariana, a quien la bota de los prusianos acababa de librar de las caricias del falso Bonaparte. En la Comuna de París, la protesta refleja del proletariado contra el engaño de la revolución burguesa elevóse por primera vez hasta el nivel de la revolución proletaria, pero para caer enseguida.

      En el momento en que se escriben estas líneas —principios de mayo de 1931—, la revolución «incruenta, pacífica, gloriosa» (la lista de estos adjetivos es siempre la misma) de España prepara ante nuestros ojos sus «jornadas de junio», si contamos por el calendario revolucionario de Francia, o las de «julio», si nos fijamos en el de Rusia. El gobierno provisional de Madrid, bañándose en frases que muy a menudo parecen una traducción del ruso, promete amplias medidas contra el paso forzoso y la carencia de tierras, pero no se atreve a tocar ni una sola de las viejas llagas sociales. Los socialistas del bloque gubernamental ayudan a los republicanos a sabotear los objetivos de la revolución. El jefe del gobierno de Cataluña, la parte más industrial y revolucionaria de España, predica un reino milenario sin naciones ni clases oprimidas, pero sin decidirse a mover ni un dedo para ayudar al pueblo a librarse, aunque no sea más que de una parte de sus odiadas cadenas. Maciá se esconde detrás del gobierno de Madrid, el cual, a su vez, se esconde detrás de las Cortes constituyentes. ¡Como si la vida se hubiera detenido para esperarlos! ¡Y como si no fuera claro ya de antemano que las próximas Cortes no serán más que una reproducción ampliada del bloque republicano-socialista, preocupado principalmente de que todo quede como antes! ¿Es difícil prever un incremento febril de la indignación de los obreros y campesinos? La desproporción entre la marcha de la revolución de las masas y la política de las nuevas clases dirigentes es la fuente del conflicto irreconciliable que, en su desarrollo, o enterrará la primera revolución, la de abril, o conducirá a la segunda.

      Si bien la masa fundamental de los bolcheviques rusos comprendía, en julio de 1917, que no se podía ir más allá de un determinado límite, el estado de espíritu no era homogéneo. Muchos obreros y soldados se inclinaban a considerar la acción que se desarrollaba como el desenlace decisivo. En sus Memorias, escritas cinco años después, Metelev se expresa del modo siguiente con respecto al sentido de los acontecimientos: «En esa insurrección, nuestro error principal consistió en haber propuesto al Comité Ejecutivo conciliador que tomara el poder. Lo que había que hacer no era proponer el poder, sino tomarlo. El segundo error consistió en que durante casi dos días enteros desfilamos por las calles, en vez de ocupar inmediatamente todas las instituciones, los palacios, los Bancos, las estaciones, el telégrafo, de detener al gobierno provisional», etc. Con respecto a la insurrección, esto es incontestable, pero convertir el movimiento de julio en insurrección, hubiera significado, de un modo casi seguro, enterrar la insurrección.

      Los anarquistas, que incitaban a la lucha, argüían que «la Revolución de Febrero se había producido sin la dirección del partido». Pero el lanzamiento de Febrero contaba con objetivos claros, precisos, elaborados por una lucha de varias generaciones, y sobre la revolución se elevaba la sociedad liberal de oposición y la democracia revolucionaria, dispuestas a hacerse cargo de la herencia del poder. Por el contrario, el movimiento de julio pretendía abrir un cauce histórico muy distinto. Toda la sociedad burguesa, la democracia soviética inclusive, le era irreconciliablemente adversa. Los anarquistas no veían o no comprendían esta diferencia radical entre las condiciones de la revolución burguesa y las de la revolución obrera.

      Si el partido bolchevique, obstinándose en apreciar de un modo doctrinario el movimiento de julio como «inoportuno», hubiera vuelto la espalda a las masas, la semiinsurrección habría caído bajo la dirección dispersa e inorgánica de los anarquistas, de los aventureros que expresaban accidentalmente la indignación de las masas, y se hubiera desangrado en convulsiones estériles. Y, al contrario, si el partido, al frente

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