Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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entre ella y la opinión pública que Alexinski? Fue su firma la que adornó el documento acusador.

      Entre bastidores, los ministros socialistas, lo mismo que los dos ministros burgueses, Nekrasov y Tereschenko, protestaban de que se hubieran entregado documentos a la prensa. El mismo día en que fueron publicados, el 5 de julio, Pereverzev —del que ya antes de ese entonces no tenía ningún inconveniente el gobierno en librarse— se vio obligado a presentar la dimisión. Los mencheviques indicaban que esto era una victoria suya. Kerenski afirmaba posteriormente que el ministro había sido depuesto por la excesiva precipitación con que había hecho públicas las revelaciones, con lo cual dificultó la marcha de la instrucción. Con su salida, ya que no con su permanencia en el poder, Pereverzev, en todo caso, satisfizo a todo el mundo.

      Ese mismo día se presentó Zinóviev a la mesa del Comité Ejecutivo, que estaba reunido, y en nombre del Comité central de los bolcheviques exigió que se tomaran inmediatamente medidas para rehabilitar a Lenin y evitar las posibles consecuencias de la calumnia. La mesa no pudo negarse a que se nombrara una comisión investigadora. Sujánov escribe: «La misma comisión comprendía que lo que había que investigar no era la cuestión de la venta de Rusia por Lenin, sino únicamente las fuentes de que había salido la calumnia». Pero la comisión tropezó con la celosa rivalidad de los órganos judiciales y del contraespionaje, que tenían motivos fundados para no desear intromisiones ajenas en la esfera de su actividad. Cierto es que, antes de esa época, los órganos soviéticos prescindían sin dificultad de los gubernamentales cuando lo consideraban necesario. Pero los acontecimientos de julio imprimieron al poder una notable evolución hacia la derecha; además, la comisión soviética no se daba ninguna prisa a realizar una misión que se hallaba en contradicción manifiesta con los intereses políticos de sus representados. Los jefes conciliadores más serios, los mencheviques, se preocuparon únicamente de salvaguardar formalmente su participación en la calumnia, pero no iban más allá. En todos aquellos casos en que no se podía eludir la contestación directa, se apresuraban en pocas palabras a manifestar que ellos eran ajenos a la acusación; pero no daban ni un paso para apartar el puñal envenenado que se cernía sobre la cabeza de los bolcheviques. El patrón popular de esta política lo había dado en otros tiempos el procónsul romano Pilatos. Pero, ¿es que sin traicionarse a sí mismos podían obrar de otro modo? Sólo la calumnia contra Lenin apartó de los bolcheviques, en los días de julio, a una parte de la guarnición. Si los conciliadores hubieran luchado contra la calumnia, el batallón del regimiento de Ismail habría interrumpido verosímilmente la ejecución de La Marsellesa en honor del Comité Ejecutivo y se hubiera vuelto a su cuartel, por no decir al palacio de Kchesinskaya.

      En consonancia con la orientación general de los mencheviques, el ministro de la Gobernación, Tsereteli, que tomó sobre sí la responsabilidad de las detenciones de los bolcheviques efectuadas poco después, juzgó necesario, es verdad, bajo la presión de la minoría bolchevista, declarar, en la reunión del Comité Ejecutivo, que personalmente no sospechaba que los jefes bolchevistas fueran culpables de espionaje, pero que les acusaba de complot y de levantamiento armado. El 13 de julio, Líber, al presentar la resolución que, en el fondo, ponía al partido bolchevique fuera de la ley, consideró necesario hacer la siguiente reserva: «Personalmente, considero que la acusación lanzada contra Lenin y Zinóviev no tiene fundamento alguno». Estas declaraciones eran acogidas por todo el mundo silenciosa y sobriamente; a los bolcheviques les parecían de un carácter evasivo indigno, y los patriotas las juzgaban superfluas, pues eran desventajosas.

      El 17 de julio, Trotsky, en su discurso pronunciado en la reunión de ambos Comités ejecutivos, decía: «Se crea una atmósfera insoportable, en la cual os asfixiáis lo mismo que nosotros. Se lanzan sucias acusaciones contra Lenin y Zinóviev. (Una voz: “Es verdad”). (Rumores. Trotsky prosigue). Por lo visto, en la sala hay gente que ve con agrado esas acusaciones. Aquí hay gente que se ha acercado a la revolución por ser el sol que más calienta. (Rumores. El presidente intenta durante largo rato restablecer el orden a campanillazos). Lenin ha luchado por la revolución durante treinta años. Yo lucho desde hace veinte contra la opresión de las masas populares, y no podemos dejar de sentir odio al militarismo alemán... Sólo puede abrigar sospechas contra nosotros a ese respecto quien no sepa lo que es un revolucionario. He sido condenado por un tribunal alemán a ocho meses de cárcel, por mi lucha contra el militarismo germánico. Y esto lo sabe todo el mundo. No permitáis que nadie de los que están en esta sala diga que somos agentes a sueldo de Alemania, porque esa no es la voz de unos revolucionarios convencidos, sino la voz de la vileza. (Aplausos)». Así aparece descrito este episodio en la prensa antibolchevista de aquel entonces. Los periódicos bolchevistas habían sido ya suspendidos. Sin embargo, es necesario aclarar que los aplausos partían únicamente del sector izquierdista, muy reducido; parte de los diputados lanzaba aullidos de odio, la mayoría guardaba silencio. Así y todo, nadie, ni aun los agentes directos de Kerenski, subió a la tribuna para sostener la versión oficial de la acusación o a lo menos encubrirla de un modo indirecto.

      En Moscú, donde la lucha entre los bolcheviques y los conciliadores tenía, en general, un carácter suave, para tomar en octubre formas más duras, la reunión de ambos soviets, el de obreros y el de soldados, acordó el día 10 de julio «publicar y fijar por las calles un manifiesto con el fin de indicar que la acusación de espionaje lanzada contra la fracción de los bolcheviques, es una calumnia y una intriga de la contrarrevolución». El Soviet de Petrogrado, que dependía más directamente de las combinaciones gubernamentales, no dio ningún paso, en espera de las conclusiones de la comisión investigadora, la cual, sin embargo, ni siquiera tuvo tiempo de iniciar su actuación.

      El 5 de julio, Lenin, conversando con Trotsky, preguntó a éste: «¿No cree usted que nos fusilarán?». Sólo en el caso de existir este propósito, podía explicarse que se hubiera puesto el sello oficial a la monstruosa calumnia. Lenin consideraba a sus enemigos capaces de llevar hasta el fin la empresa que habían iniciado, y llegaba a esta conclusión: había que hacer todo lo posible para no caer en sus manos. El 6 por la tarde llegó Kerenski del frente, imbuido del estado de espíritu de los generales, y exigió que se adoptasen medidas decisivas contra los bolcheviques. Cerca de las dos de la madrugada, el gobierno tomó el acuerdo de encausar a todos los dirigentes del «levantamiento armado» y disolver los regimientos que habían participado en el motín. El destacamento de soldados mandado al domicilio de Lenin, para proceder a la detención de éste y a un registro domiciliario, hubo de limitarse a lo último, pues el dueño de la casa no estaba ya en ésta. Lenin no se había movido aún de Petrogrado, pero se ocultaba en el domicilio de un obrero, y exigió que la comisión investigadora soviética les oyera a él y a Zinóviev, en condiciones que excluyeran una encerrona por parte de la contrarrevolución. En la instancia remitida a la comisión, Lenin y Zinóviev decían: «En la mañana del viernes 7 de julio, se comunicó a Kámenev, desde la Duma, que la comisión se presentaría hoy en el lugar convenido, a las doce del día. Escribimos estas líneas a las seis y media de la tarde del 7 de julio, y hacemos constar que hasta ahora la comisión no se ha presentado ni nos ha hecho saber nada... La responsabilidad por el aplazamiento del interrogatorio no recae en nosotros».

      La actitud de la comisión soviética al evitar la investigación prometida, dejó a Lenin definitivamente convencido de que los conciliadores se lavaban las manos, reservando a los guardias blancos la tarea de acabar con nosotros. Los oficiales y los junkers, que entretanto habían devastado ya la imprenta del partido, agredían y detenían en la calle a todo aquel que protestaba de la acusación de espionaje lanzada contra los bolcheviques.

      Entonces Lenin tomó resueltamente la decisión de ocultarse, para escapar, no a la investigación, sino a posibles medidas de violencia.

      El 15, Lenin y Zinóviev explicaban en el periódico bolchevista de Kronstadt —que las autoridades no se habían atrevido a suspender— por qué no consideraban hacedero ponerse en manos del poder: «De la carta del ex ministro de Justicia, Pereverzev, publicada en el número del domingo de Novoye Vremia, se desprende de un modo evidente que el “proceso” relativo al espionaje de Lenin y de otros, ha sido tramado por el partido

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