Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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hace dos días era ministro de Justicia. En el momento actual, la Justicia no ofrece en Rusia ninguna garantía. Entregarse a las autoridades significaría entregarse a los Miliukov, a los Alexinski, a los Pereverzev, a los contrarrevolucionarios enfurecidos, para quienes las acusaciones lanzadas contra nosotros no son más que un simple episodio de la guerra civil». Para comprender ahora el sentido de las palabras referentes al «episodio» de la guerra civil, bastará recordar la suerte de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo. Lenin sabía ver en el futuro.

      Al mismo tiempo que los agitadores del campo enemigo contaban en todos tonos que Lenin había salido de Alemania en un torpedero, según unos, en submarino, según otros, la mayoría del Comité Ejecutivo se apresuraba a condenar la actitud de Lenin al negarse a comparecer ante los jueces. Los conciliadores, al prescindir del fondo político de la acusación y de las circunstancias en que ésta había sido formulada, se presentan como los defensores de la justicia pura. Era ésta la posición menos desventajosa que aún podían disponer. La decisión adoptada por el Comité Ejecutivo el 13 de julio, no sólo consideraba «completamente inadmisible» la conducta de Lenin y Zinóviev, sino que exigía de la fracción bolchevista que condenara a sus jefes «de un modo inmediato, categórico y claro». La fracción rechazó unánimemente la exigencia del Comité Ejecutivo. Sin embargo, entre los bolcheviques, por lo menos en las esferas dirigentes, había quien vacilaba a cuenta de la actitud adoptada por Lenin, de eludir la instrucción. Entre los conciliadores, aun entre los que se hallaban más a la izquierda, la desaparición de Lenin provocó una indignación general, no siempre hipócrita, como puede apreciarse en el ejemplo de Sujánov. A éste, como es sabido, el carácter calumnioso de las informaciones del contraespionaje no le ofreció la menor duda desde el principio. «La absurda acusación —escribía— se ha disipado como el humo. Nadie ha podido probarla y la gente ha dejado de creer en ella». Pero para Sujánov eran un enigma las causas que habían inducido a Lenin a eludir la instrucción.

      «Eso era algo incomprensible, sin precedentes. Aun en las condiciones más desfavorables, cualquier otro hubiera exigido la instrucción y el juicio». Sí, cualquier otro hubiera podido hacerlo. Pero ese «cualquier otro» no hubiera podido convertirse en blanco del odio furioso de las clases dirigentes. Lenin no era «cualquier otro», y ni un solo momento olvidó la responsabilidad que sobre él pesaba. Lenin sabía sacar todas las consecuencias de la situación y hacer caso omiso de las oscilaciones de la «opinión pública» en aras de los fines a que estaba subordinada toda su vida. El quijotismo y la «pose» le eran igualmente ajenos.

      Lenin vivió unas semanas con Zinóviev, en las afueras de Petrogrado, cerca de Sestroretsk, en el bosque. La noche, hasta cuando llovía, debían pasarla en un montón de heno. Lenin atravesó como fogonero la frontera finlandesa en una locomotora, y se ocultó en el domicilio del jefe de policía de Helsingfors, que era un ex obrero de Petrogrado; luego se acercó más a la frontera rusa, a Viborg. Desde finales de septiembre residió secretamente en Petrogrado, para aparecer de nuevo en público, después de casi cuatro meses de ausencia, el día de la insurrección.

      Julio fue el mes de la calumnia desenfrenada, descarada y victoriosa; en agosto empezó ya a decrecer. Un mes, exactamente, después de haber sido puesta en circulación la calumnia, Tsereteli, fiel a sí mismo, consideró necesario repetir en la reunión del Comité Ejecutivo: «Al día siguiente de las detenciones, al contestar públicamente a las preguntas de los bolcheviques, dije: no sospecho que los líderes bolcheviques acusados de ser instigadores de la insurrección de los días 3-5 de julio estén en relación con el Estado Mayor alemán». Decir menos era imposible; decir más, desventajoso. La prensa de los partidos conciliadores no fue más allá de las palabras de Tsereteli. Pero como éste, al mismo tiempo, denunciaba encarnizadamente a los bolcheviques como auxiliares del militarismo alemán, la voz de los periódicos conciliadores se fundía políticamente con el resto de la prensa, que trataba a los bolcheviques no de «auxiliares» de Ludendorff, sino de agentes a sueldo del mismo. Las notas más altas, en ese coro, correspondían a los kadetes. El periódico de los profesores liberales moscovitas, Russkiye Vedomosti (La Gaceta Rusa), comunicaba que al efectuarse el registro en la redacción de la Pravda, se había encontrado una carta alemana en la cual un barón, Gaparanda, «saluda la actuación de los bolcheviques» y prevé «la alegría que esto producirá en Berlín». El barón alemán de la frontera finlandesa sabía muy bien las cartas de que tenían necesidad los patriotas rusos. La prensa de la sociedad ilustrada, que se defendía contra la barbarie bolchevista, aparecía llena de noticias análogas.

      ¿Daban crédito los profesores y abogados a sus propias palabras? Admitirlo, al menos por lo que se refiere a los jefes de las capitales, significaría tener un concepto excesivamente pobre de su sentido político. Ya que no las consideraciones psicológicas y de principio, las consideraciones prácticas y, ante todo, las financieras, habían de hacer aparecer ante ellos lo absurdo de la acusación. El gobierno alemán podía, evidentemente, ayudar a los bolcheviques no con ideas, sino con dinero. Pero era precisamente de dinero de lo que carecían los bolcheviques. El centro del partido en el extranjero luchó durante la guerra con grandes apuros; un centenar de francos se le antojaba una gran suma, el órgano central salía una vez cada mes, cada dos meses, y Lenin contaba cuidadosamente las líneas de la composición para no salirse del presupuesto. Los gastos de la organización de Petrogrado durante la guerra representaron unos pocos miles de rublos, que fueron empleados principalmente en la impresión de hojas clandestinas; en dos años y medio se imprimieron sólo en Petrogrado 300.000 ejemplares de estas últimas. Después de la revolución, la afluencia de miembros y de recursos aumentó, ni que decir tiene, extraordinariamente. Los obreros contribuían de muy buena gana a las suscripciones a favor del Soviet y de los partidos soviéticos. «Los donativos, las cuotas de toda clase y las colectas a favor del Soviet —decía en el primer congreso de los soviets el abogado Bramson, trudoviki—, empezaron a afluir al día siguiente de estallar nuestra revolución... Era verdaderamente conmovedor la constante romería de gente que acudía con esos donativos al palacio de Táurida, desde las primeras horas de la mañana hasta muy avanzada la noche». Más adelante, los obreros ayudaron materialmente a los bolcheviques, con mejor voluntad todavía. Sin embargo, a pesar del rápido incremento del partido y de los donativos recibidos, la Pravda era, por sus dimensiones, el periódico más pequeño de todos los órganos de partido. Poco después de su llegada a Rusia, escribía Lenin a Radek, que se hallaba en Estocolmo: «Escriba usted artículos para la Pravda sobre política exterior, archivos breves y dentro del espíritu de nuestro periódico (tenemos muy poco, muy poco espacio; tropezamos con grandes dificultades para aumentar el formato del periódico)». A pesar del espartano régimen de economía instituido por Lenin, el partido no podía salir de su situación económicamente difícil. La asignación de dos o tres mil rublos, de los tiempos de guerra, para la organización local, seguía siendo para el Comité Central un serio problema. Para el envío de periódicos al frente había que hacer continuas colectas entre los obreros. Así y todo, los periódicos bolchevistas llegaban a las trincheras en cantidad incomparablemente menor que la prensa de los conciliadores y liberales. Con este motivo, se recibían quejas constantemente. En abril, la conferencia local del partido hizo un llamamiento a los obreros de Petrogrado para que recogieran en tres días los 75.000 rublos que faltaban para la adquisición de una imprenta. Esta suma fue cubierta con creces, y el partido adquirió al fin una imprenta propia, la misma que destruyeron en julio los junkers. La influencia de las consignas bolchevistas crecía, como un incendio en la estepa. Pero los recursos materiales de la propaganda seguían siendo muy reducidos. La vida privada de los bolcheviques daba aún menos pasto a la calumnia. ¿Qué quedaba, pues? Nada, en fin de cuentas, como no fuera el paso de Lenin por Alemania. Pero precisamente este hecho, presentado con frecuencia ante auditorios poco preparados, como prueba de la amistad de Lenin con el gobierno alemán, demostraba prácticamente lo contrario: un agente habría atravesado el país enemigo secretamente y fuera de todo peligro; sólo un revolucionario que tuviera una confianza completa en sí mismo, podía decidirse a pisotear abiertamente las leyes del patriotismo durante la guerra.

      Sin embargo, el Ministerio de Justicia no reparaba en cumplir una misión ingrata: no en vano había recibido como herencia

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