Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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y, en cambio, se acusaba a un dependiente judío de Kiev de haberse bebido la sangre de un muchacho cristiano. Firmado por el juez Alexandrov y el fiscal Karinski, se publicó el 21 de julio un edicto en virtud del cual se entregaba a los tribunales, bajo la acusación de traición al Estado, a Lenin, Zinóviev, la Kollontay y una serie de otras personas, entre ellas el socialdemócrata alemán Helfand-Parvus. Los mismos artículos 51, 100 y 108 del Código Penal, fueron aplicados luego a Trotsky y Lunacharski, detenidos el 23 de julio por unos destacamentos de soldados. Según el texto del edicto, los líderes de los bolcheviques, «ciudadanos rusos, mediante acuerdo establecido previamente entre sí y otras personas, con el fin de prestar ayuda a los Estados que se hallaban en guerra con Rusia, se habían puesto en connivencia con los agentes de los mencionados Estados para contribuir a la desorganización del ejército ruso y de la población civil y debilitar así la capacidad combativa del ejército. Para ello, con los recursos en metálico recibidos de esos Estados, organizaron la propaganda entre la población y las tropas, incitándolas a renunciar inmediatamente a toda acción militar contra el enemigo, y con los mismos fines organizaron en Petrogrado, en el período comprendido entre el 3 y el 5 de julio, una insurrección armada». A pesar de que nadie ignoraba (al menos los que sabían leer) en qué condiciones había llegado Trotsky de Nueva York a Petrogrado, pasando por Cristianía y Estocolmo, el juez le acusó de haber pasado por Alemania. La justicia, por lo visto, no quería dejar ninguna duda sobre el valor de los materiales de acusación, que le había suministrado el contraespionaje.

      En ninguna parte es esta institución un modelo de moralidad. En Rusia, el contraespionaje era la cloaca del régimen rasputiniano. Los cuadros de esta institución inepta, vil y omnipotente, estaban formados por los desechos de la policía, de la gendarmería y de los agentes de la Ojrana, expulsados del servicio. Los coroneles, capitanes y tenientes, ineptos para las hazañas militares, sometían a su dominio la vida social y del Estado en todos sus aspectos, creando en todo el país un sistema de feudalismo con el contraespionaje como exponente. «La situación se convirtió directamente en catastrófica —se lamenta el ex director de policía Kurlov— cuando empezó a intervenir en los asuntos de la administración civil el famoso contraespionaje». Imputábanse al propio Kurlov no pocos manejos turbios, entre ellos la complicidad indirecta en la ejecución del primer ministro Stolipin. Sin embargo, la actuación del contraespionaje hacía que se estremeciera hasta la imaginación del mismo Kurlov, curado de espanto. Al mismo tiempo que «la lucha contra el espionaje enemigo se llevaba a cabo de un modo muy defectuoso» —escribe—, surgían constantemente asuntos deliberadamente hinchados, de los cuales eran víctimas personas completamente inocentes y que no perseguían otro fin que el chantaje. Kurlov tropezó con uno de estos asuntos. «Con gran estupor por mi parte —dice—, oí el seudónimo de un agente secreto, a quien conocía por haber servido antes en el Departamento de Policía, de donde fue expulsado por chantaje». Uno de los jefes provinciales del contraespionaje, un tal Ustinov, que antes de la guerra era notario, describe en sus Memorias las costumbres de contraespionaje aproximadamente con los mismos rasgos que Kurlov: «Los agentes del contraespionaje, a falta de asuntos, los creaban ellos mismos». Por esto, es tanto más instructivo comprobar el nivel de la institución acudiendo al propio acusador. «Rusia se ha hundido —escribe Ustinov, hablando de la Revolución de Febrero—, víctima de una revolución provocada con oro germánico por agentes alemanes». No es necesario aclarar la actitud del patriótico notario frente a los bolcheviques. «Las denuncias del contraespionaje sobre la actuación anterior de Lenin, sobre sus relaciones con el Estado Mayor alemán, sobre el dinero recibido por él de Alemania eran tan convincentes, que bastaba con ellas para hacerle ahorcar inmediatamente». Resulta que si Kerenski no lo hizo, fue porque él mismo era un traidor. «Asombraba de un modo particular e incluso provocaba simplemente la indignación, la supremacía ejercida por Sascha Kerenski, el adocenado picapleitos». Ustinov da fe de que Kerenski era «muy conocido como provocador, que había traicionado a sus compañeros». Por lo que más tarde se supo, si el general francés Anselme abandonó, en marzo de 1919, Odessa, no fue por presión de los bolcheviques, sino por haber recibido una fuerte cantidad. ¿De los bolcheviques? No; «los bolcheviques no tuvieron nada que ver con ello. Fue cosa de los masones». Tal era el mundo en que se movían esos personajes.

      Poco después de la Revolución de Febrero, se confió el control de esa institución, compuesta de bribones, falsificadores y chantajistas, al socialrevolucionario y patriotero Mironov, que acababa de regresar de la emigración y al que caracteriza el «socialista popular». Demiánov, subsecretario de Justicia, en los términos siguientes: «Mironov producía una buena impresión, pero no me causaría ningún asombro saber que no era un hombre completamente normal». Puede darse crédito a estas palabras; es poco probable que un hombre normal hubiera accedido a ponerse al frente de una institución, con la que lo único que podía hacerse era disolverla y rociar después las paredes con sublimado. A consecuencia de la confusión administrativa provocada por la revolución, el contraespionaje quedó subordinado al ministro de Justicia, Pereverzev, hombre de una ligereza inconcebible y que no reparaba en medios. El propio Demiánov dice en sus Memorias, que su ministro «no gozaba casi de ningún prestigio en el Soviet». Protegidos por Mironov y Pereverzev, los agentes del contraespionaje, asustados por la revolución, volvieron pronto en sí y adaptaron su antigua actuación a la nueva situación política. En junio, hasta el ala izquierda de la prensa gubernamental empezó a publicar datos sobre los timos y otros delitos cometidos por los ex funcionarios superiores del contraespionaje, inclusive los dos dirigentes de la institución, Schukin y Broy, auxiliares inmediatos del infeliz de Mironov. Una semana antes de la crisis de julio, el Comité Ejecutivo, bajo la presión de los bolcheviques, se dirigió al gobierno con la demanda de que se procediera inmediatamente a una revisión del contraespionaje, con la cooperación de representantes soviéticos. Los agentes del contraespionaje tenían motivos fundados o, mejor dicho, interesados, para asestar un golpe a los bolcheviques, cuanto más pronto y con cuanta mayor fuerza, mejor. El príncipe Lvov firmó, para ayudarles, una ley que daba al contraespionaje derecho a tener en la cárcel a los detenidos durante tres meses.

      El carácter de la acusación y de los propios acusadores, suscita inevitablemente la pregunta: ¿Cómo era posible que una gente normal pudiera dar crédito o fingir que lo daba a una falsedad deliberada y absurda a todas luces? El éxito del contraespionaje no hubiera sido, en efecto, posible, sin la atmósfera general creada por la guerra, las derrotas, el desastre económico, la revolución y el encarnizamiento de la lucha social. A partir del otoño de 1914, a las clases dominantes de Rusia todo les salía mal; el suelo vacilaba bajo sus pies, todo se les iba de las manos, una calamidad sucedía a otra. ¿Era posible que no se buscase al culpable? El ex fiscal de la Audiencia, Zavadski, recuerda que «en los días inquietos de la guerra, gente completamente normal se inclinaba a sospechar la existencia de la traición allí donde indudablemente no existía. La mayoría de los procesos de ese género, instruidos durante el período en que ejercía la fiscalía, resultaron completamente faltos de fundamento». Quien iniciaba esos procesos, paralelamente con el agente malintencionado, era el ciudadano neutro, que había perdido la cabeza. Pero muy pronto vino a unirse a la psicosis de la guerra la fiebre política prerrevolucionaria, y esta combinación empezó a dar frutos aún más absurdos. Los liberales, de concierto con los generales fracasados, buscaban por todas partes la mano alemana. La camarilla era considerada como germanófila. Los liberales estimaban que el grupo de Rasputín obraba de acuerdo con las instrucciones recibidas de Postdam. La zarina era acusada públicamente de espionaje: se le atribuía la responsabilidad, aun en los círculos palatinos, del hundimiento del buque en que el general Kitchener se dirigía a Rusia. Los elementos de la derecha, ni que decir tiene, no se quedaban atrás. Zavadski cuenta que el subsecretario del Interior, Bieletski, intentó, a principios de 1916, tramar un proceso contra Guchkov, la industria liberal, acusándole de «actos que, en tiempo de guerra, lindaban con la traición al Estado». Al denunciar las hazañas de Bieletski, Kurlov, que había sido también subsecretario del Interior, pregunta a su vez a Miliukov: «¿Con destino a qué trabajo honrado, útil a la patria, fueron recibidos por él 200.000 rublos “finlandeses”, remitidos por correo a nombre del portero de su casa?».

      Las comillas sobre la palabra «finlandeses» deben de indicar que se trataba de dinero

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