Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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de Octubre, Kerenski no ha encontrado cosa mejor que dirigir contra esa revolución el mito del oro alemán. Lo que en Miliukov era «calumnia contra una causa sagrada», en Burstein-Kerenski se convirtió en la sagrada causa de la calumnia contra los bolcheviques.

      La cadena interrumpida de sospechas de germanofilia y espionaje que, partiendo de la zarina, de Rasputín, de los círculos palaciegos y pasando por los ministerios, el Estado Mayor, la Duma, las redacciones liberales, llegaba hasta Kerenski y parte de los círculos soviéticos dirigentes, sorprende más que nada por su uniformidad. Los adversarios políticos parecían haber decidido ahorrar todo esfuerzo a su imaginación, y se limitaban a pasar una misma acusación de un sitio a otro, preferentemente de derecha a izquierda. La calumnia lanzada en julio contra los bolcheviques no cayó del ciclo sin más ni más, sino que era el fruto natural del pánico y del odio, el último eslabón de una cadena ignominiosa, la transmisión de la fórmula calumniosa preparada con un nuevo y definitivo destino que reconciliaba a los acusadores y acusados de ayer. Todas las ofensas de los dirigentes, todo su miedo y su rencor se dirigían contra aquel partido, situado en la extrema izquierda, que era la máxima encarnación de la fuerza irresistible de la revolución. ¿Podían, en efecto, las clases dirigentes ceder el sitio a los bolcheviques sin hacer una última y desesperada tentativa para hundirlos en la sangre y en el cieno? La calumnia debía caer fatalmente sobre la cabeza de los bolcheviques. Las revelaciones del contraespionaje no eran más que la materialización del delirio de las clases poseedoras, que se veían en una situación sin salida. De ahí que la calumnia adquiriese una fuerza tan terrible.

      El espionaje alemán, ni que decir tiene, no era ningún delirio. El espionaje alemán en Rusia estaba incomparablemente mejor organizado que el ruso en Alemania. Bastará recordar que el ministro de la Guerra, Sujomlinov, fue ya detenido bajo el antiguo régimen como hombre de confianza de Berlín. Es asimismo indudable que los agentes alemanes procuraban infiltrarse no sólo en los círculos palatinos y monárquicos, sino también en los de la izquierda. Las autoridades austríacas y alemanas, ya desde los primeros días de la guerra, se dedicaron a coquetear asiduamente con las tendencias separatistas, empezando por la emigración ucraniana y caucásica. Es curioso que Yermolenko, reclutado en abril de 1917, fuera destinado a la lucha por la separación de Ucrania. Ya en el otoño de 1914, tanto Lenin como Trotsky habían incitado desde la prensa, en Suiza, a romper con los revolucionarios que se dejaban coger en el anzuelo del militarismo austro-alemán. A principios de 1917, repitió Trotsky, en Nueva York, esta advertencia respecto de los socialdemócratas de izquierda, partidarios de Liebknecht, con los que habían intentado entablar relaciones los agentes de la embajada británica. Pero al hacer el juego de los separatistas con el fin de debilitar a Rusia y de asustar al zar, el gobierno alemán se hallaba muy lejos de pensar en el derrocamiento del zarismo. La mejor prueba de esto la tenemos en la proclama distribuida por los alemanes, después de la Revolución de Febrero, en las trincheras rusas, y leída el 11 de marzo en la reunión del Soviet de Petrogrado. «En un principio, los ingleses marcharon juntos con vuestro zar; ahora se han levantado contra él, porque no está de acuerdo con sus exigencias interesadas. Han derribado del trono al zar que os había dado Dios. ¿Por qué ha sucedido así? Porque el zar había comprendido y denunciado la política falsa y pérfida de Inglaterra». Tanto la forma como el contenido de este documento son garantía de su autenticidad. Es tan imposible falsificar al teniente prusiano como su filosofía histórica. Hoffman, teniente general prusiano, consideraba que la revolución rusa había sido planeada en Inglaterra. Semejante suposición, con todo, es menos absurda que la teoría de Miliukov-Struve, pues Postdam siguió confiando hasta el último instante en la paz separada con Tsárskoye Seló, mientras que en Londres lo que más se temía era esa misma paz. Únicamente cuando se vio claramente la imposibilidad de la restauración del zar, el Estado Mayor alemán cifró sus esperanzas en la fuerza desmoralizadora del proceso revolucionario. Pero ni siquiera en la cuestión del viaje de Lenin a través de Alemania partió la iniciativa de los círculos alemanes, sino del propio Lenin, y en su forma primitiva, del menchevique Mártov. El Estado Mayor alemán no hizo más que aceptar la iniciativa, aunque, con toda seguridad, no sin vacilaciones. Ludendorff se dijo: «A ver si van un poco mejor las cosas por ese lado».

      Durante los acontecimientos de julio, los propios bolcheviques buscaban la acción de una mano extraña y criminal en ciertos excesos inesperados y evidentemente deliberados. Trotsky escribía por aquellos días: «¿Qué papel han desempeñado en esto la provocación contrarrevolucionaria o el espionaje alemán? Ahora es difícil decir nada en concreto sobre el particular... Habrá que esperar los resultados de una verdadera investigación. Pero desde ahora puede ya decirse con seguridad que los resultados de una tal investigación puede arrojar una viva luz sobre la labor de las bandas reaccionarias y el papel subrepticio del oro, alemán, inglés o simplemente ruso, o de todo él junto. Sin embargo, ninguna investigación judicial puede modificar la significación política de los acontecimientos. Las masas de obreros y soldados de Petrogrado no han sido ni podían ser comparadas, Dichas masas no están al servicio ni de Guillermo, ni de Buchanan, ni de Miliukov. El movimiento fue preparado por la guerra, el hambre inminente, la reacción que levantaba la cabeza, la incapacidad del gobierno, la ofensiva aventurera, la desconfianza política y la inquietud revolucionaria de los obreros y soldados». Todos los materiales, documentos y memorias conocidos después de la guerra y de las dos revoluciones, atestiguan, de un modo incontestable, que la participación de los agentes alemanes en los acontecimientos revolucionarios de Rusia no salió ni un momento de la esfera militar y policíaca para elevarse a la de la alta política. ¿Es necesario, por otra parte, insistir en ello después de la revolución ocurrida en la propia Alemania? ¡Cuán mísero e impotente apareció en el otoño de 1918, frente a los obreros y soldados alemanes, ese servicio de espionaje, que se suponía todopoderoso, de los Hohenzollern! «Los cálculos de nuestros enemigos al mandar a Lenin a Rusia, eran completamente acertados», dice Miliukov. Ludendorff aprecia de un modo completamente distinto los resultados de la empresa: «Yo no podía suponer —dice, justificándose—, que la revolución rusa se convertiría en la tumba de nuestro poderío». Esto no significa otra cosa sino que de los dos estrategas (Ludendorff, que autorizó el viaje de Lenin, éste, que aceptó la autorización), Lenin veía mejor y más lejos.

      «La propaganda enemiga y el bolchevismo —se lamenta Ludendorff en sus Memorias— perseguían los mismos fines en los límites de la nación alemana. Inglaterra dio a China el opio, nuestros enemigos nos dieron la revolución». Ludendorff atribuye a la Entente lo mismo de que Miliukov y Kerenski acusaban a Alemania. ¡Con tanto rigor se venga el sentido histórico ofendido! Pero Ludendorff no paró aquí. En febrero de 1931 anunció al mundo entero que detrás de los bolcheviques estaba el capital financiero internacional, sobre todo el judío, unido por la lucha contra la Rusia zarista y la Alemania imperialista. «Trotsky llegó de América a Petersburgo a través de Suecia, provisto de grandes recursos materiales procedentes de los capitalistas de todo el mundo. Las otras sumas de los bolcheviques las recibieron del judío Solmsen, de Alemania». (Ludendorffs Volkswarte, 15 de febrero de 1931). Por muy diferentes que sean las declaraciones de Ludendorff de las de Yermolenko, coinciden en un punto: una parte del dinero resulta que llegó de Alemania, aunque, a decir verdad, no procedía de Ludendorff, sino de su enemigo mortal Solmsen. Lo único que faltaba era este testimonio para rematar la cuestión de un modo estético.

      Pero ni Ludendorff, ni Miliukov, ni Kerenski inventaron la pólvora, aunque el primero la utilizó en gran escala. Solmsen tuvo en la historia muchos predecesores, tanto en calidad de judío como de agente alemán. El marqués Fersen, embajador sueco en Francia durante la gran revolución y partidario apasionado del poder real, del rey y, sobre todo, de la reina, mandó más de una vez a su gobierno de Estocolmo denuncias de este género: «El judío Efraín, emisario del señor Herzberg, de Berlín (ministro prusiano de Estado), les proporciona (a los jacobinos), dinero; hace poco recibieron 600.000 libras». El periódico moderado Las Revoluciones de París expresaba la suposición de que durante la transformación republicana «los emisarios de la diplomacia europea, tales como, por ejemplo, el judío Efraín, agente del rey de Prusia, se infiltraban en la masa movediza y variable...». El mismo Fersen denunciaba: «Los jacobinos habrían caído ya sin la ayuda de la chusma comprada

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