Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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del año 1917 transformaron la faz de la sexta parte del globo y entreabrieron nuevas posibilidades a la humanidad. Las crueldades y horrores de la revolución, que no queremos negar ni atenuar, no llueven del cielo, sino que son inseparables de todo desarrollo histórico.

      Brusílov informó de los resultados de la ofensiva iniciada un mes antes: «Fracaso completo». La causa de ello residía en que «los jefes, desde el comandante de compañía hasta el generalísimo, no tenían ningún poder». No dice cómo y por qué lo perdieron. Por lo que se refiere a las operaciones futuras «no podemos prepararnos para las mismas antes de la primavera». Klembovski, después de insistir, lo mismo que otros, en la necesidad de las medidas represivas, apresuróse a expresar sus dudas respecto a su eficacia. «¿La pena de muerte? Pero, ¿acaso se puede ejecutar a divisiones enteras? ¿Someter a Consejo de Guerra? Entonces, la mitad del ejército irá a parar a Siberia...». El jefe del Estado Mayor informó: «Cinco regimientos de la guarnición de Petrogrado han sido licenciados. Se entrega a los tribunales a los agitadores. Cerca de 90.000 hombres serán retirados de Petrogrado». Estas declaraciones fueron acogidas con satisfacción. Nadie pensó en las consecuencias que traería aparejadas la evacuación de la guarnición de Petrogrado.

      «¿Los comités? —decía Alexéiev—. Es preciso destruirlos. La historia militar, que cuenta con miles de años de existencia, ha elaborado sus leyes. Al querer vulnerarlas hemos sufrido un fiasco». Ese hombre entendía por leyes de la historia el reglamento. «Los hombres —decía jactanciosamente Ruski— marchaban a la muerte tras las viejas banderas como si fueran en pos de algo sagrado. Ahora marchan tras las banderas rojas; pero cuerpos de ejército enteros se han rendido». El valetudinario general olvidaba lo que él mismo decía, en agosto de 1915, al Consejo de ministros: «Las exigencias modernas de la técnica militar se hallan fuera de nuestro alcance; en todo caso, no podremos llegar al nivel de los alemanes». Klembovski subrayó maliciosamente que el ejército, a decir verdad, no lo habían destruido los bolcheviques, sino «otros», «gentes que no comprendían la manera de ser del ejército» al implantar una legislación militar detestable. Había en esto una alusión directa a Kerenski. Denikin atacó a los ministros de un modo más resuelto: «Sois vosotros los mismos que habéis hundido en el cieno nuestras gloriosas banderas de combate, los que debéis levantarlas si tenéis conciencia». ¿Y Kerenski? Kerenski, sobre el que pesaba la sospecha de carecer de conciencia, da humildemente las gracias al soldadote por su «opinión expresada de un modo tan franco y tan digno». ¿La declaración de los derechos del soldado? «Si yo hubiera sido ministro cuando fue elaborada, la declaración no se habría publicado. ¿Quién fue el primero en sofocar el motín de los fusileros siberianos? ¿Quién fue el primero que vertió la sangre para apaciguar a los rebeldes? Mi representante, mi comisario». El ministro de Estado, Tereschenko, dice por vía de consuelo: «Nuestra ofensiva, a pesar de su fracaso, ha aumentado la confianza de los aliados respecto de nosotros». ¡La confianza de los aliados! ¿Acaso no gira para esto la Tierra alrededor de su eje?

      «En la actualidad, los oficiales son el único reducto de la libertad y de la revolución», dice Klembovski. «El oficial no es un burgués —aclara Brusílov—, sino un verdadero proletario». El general Ruski completa: «También los generales son proletarios». Destruir los comités, restaurar el poder de los antiguos jefes, desterrar la política, es decir, la revolución, del ejército, tal es el programa de los proletarios con grado de general. Kerenski no hace objeción alguna al programa en sí. Lo único que le preocupa es el plazo de realización del mismo. «Por lo que se refiere a las medidas propuestas —dice—, creo que ni el mismo general Denikin insistirá en su aplicación inmediata». Casi todos los generales eran unas grises mediocridades. Pero no podían dejar de decirse: «Éste es el lenguaje que hay que emplear con estos señores».

      Como resultado de la conferencia se introdujeron modificaciones en el mando supremo. El dúctil e influenciable Brusílov, designado en lugar del prudente oficinista Alexéiev, que había hecho objeciones a la ofensiva fue destituido y, en su lugar, fue nombrado el general Kornílov. Los motivos de la modificación no fueron explicados de un modo igual; a los kadetes se les prometió que Kornílov instauraría una disciplina férrea; a los conciliadores se les aseguró que Kornílov era amigo de los comités y de los comisarios: el propio Savinkov respondía de sus sentimientos republicanos. Como respuesta a la elevada designación con que se le honraba, el general mandó un nuevo ultimátum al gobierno, en el cual anunciaba que aceptaba el nombramiento sólo con las condiciones siguientes: «Responsabilidad ante su propia conciencia y ante el pueblo, exclusivamente; ninguna intervención en el nombramiento del alto mando; restablecimiento de la pena de muerte en el interior». El primer punto suscitaba dificultades; Kerenski había empezado ya a «responder ante su propia conciencia y ante el pueblo», y en este aspecto no había rivalidad posible. El telegrama de Kornílov fue publicado en el periódico liberal de más circulación. Los políticos reaccionarios prudentes fruncieron el ceño. El ultimátum de Kornílov era un ultimátum del partido kadete, traducido al lenguaje indiscreto de un general cosaco. Pero el cálculo de Kornílov era justo: el carácter desmesurado de las pretensiones consignadas en el ultimátum y la insolencia del tono de este último provocaron el entusiasmo de todos los enemigos de la revolución y, en primer lugar, de la oficialidad. Kerenski quería destituir inmediatamente a Kornílov, pero no halló apoyo alguno en su gobierno. En fin de cuentas, Kornílov, siguiendo el consejo de sus inspiradores, accedió a reconocer, en una aclaración verbal, que por responsabilidad ante el pueblo entendía la responsabilidad ante el gobierno provisional. El resto del ultimátum fue aceptado con reservas de escasa importancia. Kornílov fue nombrado generalísimo. Al mismo tiempo, se designó al ingeniero militar Filonenko como comisario cerca del generalísimo, y Savinkov, ex comisario del frente sudoccidental, fue puesto al frente de la administración del Ministerio de la Guerra. El primero era una figura accidental; el segundo contaba con un gran pasado revolucionario; ambos eran aventureros de pies a cabeza, dispuestos a todo, como Filonenko, o, por lo menos, a mucho, como Savinkov. Su estrecha relación con Kornílov, que favoreció la rápida carrera del general, desempeñó, como veremos, un papel importante en el desarrollo ulterior de los acontecimientos.

      Los conciliadores se rendían en toda la línea. Tsereteli afirmaba: «La coalición es el único camino de salvación». A pesar de la ruptura formal, continuaban los cabildeos entre bastidores. Para precipitar el desenlace, Kerenski, evidentemente de acuerdo con los kadetes, recurrió a una medida puramente teatral, esto es, completamente en consonancia con su política, pero, al mismo tiempo, muy eficaz para sus fines: presentó la dimisión y se marchó al campo, dejando a los conciliadores entregados a su propia desesperación. Miliukov dice a este propósito: «Con su salida demostrativa... hizo ver, tanto a sus enemigos y competidores como a sus partidarios, que, fuera cual fuera la opinión que les mereciesen sus cualidades personales, en aquel momento era necesario por la situación política de mediador que ocupaba entre los dos bandos beligerantes». La partida estaba ganada. Los conciliadores se arrojaron en brazos del «compañero Kerenski», con imprecaciones sofocadas y súplicas ostensibles. Ambas partes, los kadetes y los socialistas, impusieron sin dificultad al ministerio decapitado el acuerdo de eliminarse a sí mismo, cediendo a Kerenski la facultad de formar un nuevo gobierno según su criterio personal.

      Para amedrentar definitivamente a los miembros de los comités ejecutivos, ya suficientemente asustados sin necesidad de acudir a este recurso, facilitan los datos más recientes sobre el empeoramiento de la situación en el frente. Los alemanes aprietan a las tropas rusas. Los liberales aprietan a Kerenski, Kerenski aprieta a los conciliadores. Las fracciones de los mencheviques y socialrevolucionarios, sumidas en la más desoladora impotencia, permanecen reunidas toda la noche del 23 al 24 de julio. Al fin, los comités ejecutivos, por una mayoría de 147 votos contra 46 y 42 abstenciones —oposición nunca vista hasta entonces—, sancionan la entrega del poder a Kerenski sin condiciones ni limitaciones. En el congreso de los kadetes, que se estaba celebrando simultáneamente, resonaron voces en favor del derrumbamiento de Kerenski, pero Miliukov hizo callar a los impacientes, proponiendo que, de momento, no se fuera más allá de la presión. Esto no significa que Miliukov se forjara ilusiones con respecto a Kerenski, sino que veía en él un punto de apoyo para las fuerzas de

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