Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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masas ante la revolución y las conclusiones que sacaban de la misma. Las masas exigían de él actos audaces, y él exigía de las masas que no opusieran obstáculos a su generosidad y a su elocuencia. Mientras Kerenski hacía una visita teatral a la familia del zar, detenida, los soldados de centinela en palacio decían al comandante: «Nosotros dormimos en camastros, la comida que nos dan es mala; en cambio, Nicolás, a pesar de ser un prisionero, echa a la basura la carne sobrante». Estas palabras no eran «generosas», pero expresaban el sentir de los soldados.

      El pueblo, que había roto las cadenas seculares, rebasaba a cada instante el límite que le señalaban sus ilustrados jefes. A propósito de esto, decía Kerenski a finales de abril: «¿Es posible que el libre país ruso no sea más que un país de esclavos en rebeldía?... Siento no haber muerto hace dos meses: entonces me habría llevado a la tumba un gran sueño», etcétera. Gracias a esta retórica adocenada contaba con influir sobre los obreros, soldados, marinos y campesinos. El almirante Kolchak relataba posteriormente ante el tribunal soviético que el ministro de la Guerra radical había recorrido en mayo los buques de la flota del Mar Negro, con el fin de reconciliar a los marinos con los oficiales. Después de cada discurso el orador se imaginaba haber conseguido el objeto que perseguía: «¿Lo ve usted, almirante? Todo está arreglado». Pero no se había arreglado nada. El desmoronamiento de la escuadra no hacía más que empezar.

4

      Alexander Kerenski.

      Kerenski indignaba cada vez más a las masas con su afectación, su vanidad, su orgullo. Durante la visita que hizo al frente, decía con voz irritada a su ayudante, acaso con el propósito de que le oyeran los generales: «¡Duro y a la cabeza contra esos malditos comités!». Al llegar a la armada del Báltico, Kerenski dio al Comité Central de los marinos orden de que fuera a verle al buque almirante.

      El Tsentrobalt, que, como órgano soviético que era, no estaba subordinado al ministro, consideró ofensiva la orden. El marino Dibenko, presidente del comité, contestó: «Si Kerenski desea hablar con el “Tsentrobalt”, que venga a vernos». ¿Acaso no era esto una insolencia intolerable? En los buques en que Kerenski entabló conversación con los marinos sobre temas políticos, las cosas no fueron mejor, sobre todo en el República. En ese buque, en el que reinaba un estado de espíritu bolchevista, el ministro fue sometido a un interrogatorio en regla: ¿Por qué en la Duma de Estado había votado a favor de la guerra? ¿Por qué había puesto su firma el 21 de abril al pie de la nota imperialista de Miliukov? ¿Por qué había asignado una pensión de 6.000 rublos anuales a los senadores zaristas? Kerenski se negó a contestar a estas preguntas pérfidas, formuladas por sus «enemigos». La tripulación del buque consideró «insatisfactoria» la explicación del ministro. Kerenski abandonó el buque en medio del silencio sepulcral de los marinos. «Son unos esclavos en rebeldía», decía el abogado radical, rechinando los dientes. Pero los marinos decían con sentimiento de orgullo: «Sí. Éramos unos esclavos y nos hemos rebelado».

      Con su desprecio de la opinión democrática, Kerenski provocaba a cada paso conflictos con los líderes soviéticos, que, aunque seguían el mismo camino que él, no apartaban tanto la vista de las masas. Ya el 8 de marzo, el Comité Ejecutivo, asustado por las protestas de abajo, declaró a Kerenski que era intolerable que hubiera puesto en libertad a los agentes de policía. Unos días después los conciliadores viéronse obligados a protestar contra el propósito del ministro de Justicia de llevar la familia zarista a Inglaterra. Dos o tres semanas más tarde el Comité Ejecutivo planteó la cuestión general de la «normalización de las relaciones» con Kerenski. Pero esta normalización no fue conseguida, ni podía conseguirse.

      Las cosas no ofrecían mejor aspecto por lo que al partido se refería. En el congreso de los socialrevolucionarios, celebrado a principios de junio, Kerenski, en las elecciones del Comité Central, obtuvo sólo 135 votos de los 270. Los líderes se esforzaban en explicar a diestro y siniestro que «muchos no habían votado por Kerenski en vista de las múltiples ocupaciones que pesaban sobre él». En realidad, si los socialrevolucionarios de arriba adoraban a Kerenski como fuente de todos los bienes, los viejos socialrevolucionarios, ligados con las masas, no sentían por él ni confianza ni respeto. Pero ni el Comité Ejecutivo ni el partido socialrevolucionario podían prescindir de Kerenski, toda vez que éste era necesario como uno de los eslabones de la coalición.

      En el bloque soviético, el papel dirigente pertenecía a los mencheviques, que habían inventado los procedimientos más adecuados para eludir la acción. Pero, en el aparato del Estado, los populistas tenían un predominio evidente sobre los mencheviques, predominio que hallaba su expresión más elocuente en la situación dominante de Kerenski. El semi-kadete y semi-socialrevolucionario Kerenski no era, en el gobierno, el representante de los soviets, como Tsereteli o Chernov, sino el lazo que unía a la burguesía y la democracia. Tsereteli-Chernov representaban uno de los aspectos de la coalición. Kerenski era la encarnación personal de la coalición misma. Tsereteli se lamentaba del «carácter personal» de la actuación de Kerenski, sin comprender que esto era inseparable de su función política. El propio Tsereteli, en calidad de ministro de la Gobernación, publicó una circular en la cual decía que el comisario provincial debía apoyarse en todas las «fuerzas vivas» locales, es decir, en la burguesía y en los soviets, y practicar la política del gobierno provisional, sin dejarse impresionar por las «influencias de los partidos». Este comisario ideal, que debía elevarse por encima de las clases, y de los partidos adversos para cumplir su misión, sin más guía que él mismo y la circular, no era más que un Kerenski provincial o de distrito. Como coronamiento del sistema, hacía falta un comisario nacional independiente, alojado en el Palacio de Invierno. Sin Kerenski, la política de conciliación hubiera sido lo mismo que la cúpula de una iglesia sin cruz.

      La historia de la elevación de Kerenski es muy instructiva. Fue designado ministro de Justicia gracias a la insurrección de Febrero, que tanto miedo le causara. La manifestación celebrada en abril por los «esclavos en rebeldía» le hizo ministro de la Guerra y Marina. Los combates de julio, provocados por los «agentes alemanes», le pusieron al frente del gobierno. A principios de septiembre, el movimiento de las masas le hace generalísimo. Obedeciendo a la dialéctica, y al mismo tiempo a la maliciosa ironía del régimen conciliador, las masas, con su presión, debían elevar a Kerenski hasta el punto más alto antes de derribarlo.

      Kerenski, que se apartaba despectivamente del pueblo que le había dado el poder, recogía con avidez las muestras de aprobación de la sociedad ilustrada. Ya en los primeros días de la revolución, el doctor Kischkin, jefe de los kadetes de Moscú, decía a su regreso de Petrogrado: «A no ser por Kerenski, no tendríamos lo que tenemos. Su nombre será inscrito con letras de oro en los anales de la Historia». Los elogios de los liberales fueron uno de los criterios políticos más importantes de Kerenski. Pero éste no podía —y, además, no quería— poner simplemente su popularidad a los pies de la burguesía. Por el contrario, cada vez sentía mayores deseos de ver a todas las clases a sus propios pies. «Desde los comienzos mismos de la revolución —dice Miliukov—, Kerenski había acariciado la idea de equilibrar la representación de la burguesía y de la democracia». Esta actitud era una consecuencia natural de toda su vida, cuya senda había pasado entre el ejercicio de la abogacía liberal y los grupos clandestinos. Al mismo tiempo que aseguraba respetuosamente a sir Buchanan que el «Soviet moriría de muerte natural», Kerenski intimidaba a cada paso a sus colegas burgueses con la cólera del Soviet. Y en los casos, bastante frecuentes, en que los líderes del Comité Ejecutivo disentían de Kerenski, los asustaba con la más terrible de las catástrofes: la dimisión de los liberales.

      Cuando Kerenski decía que no quería ser el Marat de la revolución rusa, esto significaba que se negaba a aplicar medidas severas contra la reacción, pero estaba muy lejos de negarse a usar esos mismos procedimientos contra la «anarquía». Así suele ser, por lo común, dicho sea de paso, la moral de los adversarios de la violencia en política: la

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