Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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fueron sacados de la cárcel los «cien negros» más conocidos, que habían formado parte de los círculos rasputinianos y participado en los pogromos judíos. Los bolcheviques permanecían en los Krestí, donde se anunciaba la huelga del hambre de los obreros, soldados y marinos detenidos. Aquel mismo día, la sección obrera del Soviet de Petrogrado mandaba un saludo a Trotsky, Lunacharski, Kollontay y otros detenidos.

      Los industriales, los comisarios de provincia, el congreso de los cosacos celebrado en Novocherkask, la prensa patriótica, los generales, los liberales, todos consideraban que era completamente imposible celebrar las elecciones a la Asamblea Constituyente en septiembre: lo mejor era aplazarlas hasta que terminara la guerra. Sin embargo, el gobierno no podía acceder a ello. Pero se llegó a un compromiso: la convocación de la Asamblea Constituyente fue demorada hasta el 28 de noviembre. Los kadetes aceptaron el aplazamiento no sin rechistar, pues estaban firmemente convencidos de que en los tres meses que faltaban se producirían acontecimientos decisivos que plantearían en términos completamente distintos la cuestión de la Asamblea Constituyente. Estas esperanzas se relacionaban cada vez más declaradamente con el nombre de Kornílov.

      La publicidad alrededor de la figura del nuevo generalísimo pasaba a ocupar el centro de la política burguesa. La biografía del «primer generalísimo popular» fue difundida en una cantidad inmensa de ejemplares, con la cooperación activa del Cuartel General. Cuando Savinkov, en su calidad de administrador del Ministerio de la Guerra, decía a los periodistas: «Nos proponemos», este nos significaba, no Savinkov y Kerenski, sino Savinkov y Kornílov. El alboroto que se alzó alrededor de Kornílov obligó a Kerenski a ponerse en guardia. Los rumores relativos a una conspiración organizada por el Comité de la Asociación de oficiales cerca del Cuartel General eran cada día más insistentes. La entrevista personal celebrada por el jefe del gobierno y el del ejército a principios de agosto no hizo más que avivar su antipatía recíproca. «¿Es que ese charlatán vacuo quiere mandarme a mí?», se diría Kornílov. «¿Es que ese cosaco de cortos alcances e ignorante se propone salvar a Rusia?» —no podía dejar de pensar Kerenski—. Ambos tenían razón, cada cual a su manera. Entretanto, el programa de Kornílov, que comprendía la militarización de las fábricas y de las líneas férreas, la aplicación de la pena de muerte en el interior y la subordinación de la zona militar de Petrogrado, junto con la guarnición de la capital, al Cuartel General, llegó a conocimiento de los círculos conciliadores. Detrás del programa oficial se entreveía otro, que no por no haber sido publicado dejaba de ser más efectivo. La prensa de izquierda dio la voz de alarma. El Comité Ejecutivo propuso una nueva candidatura para el mando supremo, la del general Cheremisov. La reacción se puso en guardia.

      El 6 de agosto, el Consejo de la Asociación de doce Cuerpos de ejército cosacos: del Don, de Kubán, del Ter y otros, decidió, no sin participación de Savinkov, hacer llegar a conocimiento del gobierno y del pueblo, «firme y enérgicamente», que se consideraba libre de toda responsabilidad por la conducta de las tropas cosacas en el frente y en el interior, en caso de que el general Kornílov, el «heroico caudillo», fuera destituido. La conferencia de los Caballeros de San Jorge amenazó todavía más firmemente al gobierno. Si Kornílov es destituido, la asociación «incitará inmediatamente a la lucha a todos los Caballeros de San Jorge, para obrar de común acuerdo con los cosacos». Ni un solo general protestó de esta manifiesta infracción de la disciplina, y la prensa de orden reprodujo con entusiasmo una resolución que significaba una amenaza de guerra civil. El comité principal de la Asociación de oficiales del ejército y de la flota mandó un telegrama en el cual cifraba todas sus esperanzas «en su amado jefe, el general Kornílov», y hacía un llamamiento «a todos los hombres honrados» para que le expresaran su confianza. La conferencia de «hombres públicos» de la derecha, reunida en aquellos días en Moscú, mandó un telegrama a Kornílov en el cual unía su voz a la de los oficiales, Caballeros de San Jorge y cosacos: «Toda la Rusia que piensa tiene puestos en usted los ojos con esperanza y fe». No se podía hablar con más claridad. En la reunión tomaron parte industriales y banqueros tales como Riabuschinski y Tretiakov, los generales Alexéiev y Brusílov, representantes del clero y del profesorado, los líderes del partido kadete, con Miliukov al frente. En calidad de escolta figuraban los representantes de la semificticia «Alianza campesina», la cual debía dar un punto de apoyo a los kadetes entre los elementos acomodados del campo. En el sillón presidencial se alzaba la monumental figura de Rodzianko, quien expresó su gratitud a la delegación del regimiento de cosacos por haber sofocado el levantamiento de los bolcheviques. La candidatura de Kornílov al papel de salvador del país fue, pues, abiertamente propugnada por los representantes más autorizados de las clases poseedoras e ilustradas de Rusia.

      Después de esta preparación, el generalísimo en jefe se presenta por segunda vez al ministro de la Guerra para entablar negociaciones sobre el programa de salvación del país por él presentado. «Al llegar a Petrogrado —dice el general Lukomski, jefe del Estado Mayor de Kornílov— se fue al Palacio de Invierno acompañado de un grupo de tekintsi8, que llevaban dos ametralladoras. Estas ametralladoras, después de la entrada del general Kornílov en el Palacio de Invierno, fueron sacadas del automóvil, y los tekintsi montaron la guardia a la puerta del palacio, para acudir en auxilio del generalísimo en caso de necesidad». Suponíase que el generalísimo podía necesitar de esa ayuda contra el presidente del gobierno. Las ametralladoras de los tekintsi eran las ametralladoras de la burguesía, con las que ésta encajonaba a los conciliadores, que andaban a tropezones. Tal era el gobierno de salvación, independiente de los soviets.

      Inmediatamente después de la visita de Kornílov, Koboschtin, miembro del gobierno provisional, declaró a Kerenski que los kadetes presentarían la dimisión «si hoy mismo no se acepta el programa de Kornílov». Aunque sin ametralladoras, los kadetes empleaban con el gobierno el lenguaje conminatorio de Kornílov. Esto produjo su efecto. El gobierno provisional se apresuró a examinar el informe del generalísimo en jefe, y reconoció posible en principio la aplicación de las medidas propuestas por él, «la pena de muerte en el interior inclusive».

      Se adhirió, naturalmente, a la movilización de las fuerzas reaccionarias el Concilio Eclesiástico panruso, el cual, si bien se proponía oficialmente libertar a la Iglesia ortodoxa del yugo burocrático, en el fondo debía protegerla contra la revolución. Con la abolición de la monarquía, la Iglesia se vio privada de su jefe oficial. Sus relaciones con el Estado, que desde tiempo inmemorial había sido su defensor y protector, flotaban en el aire. Verdad es que el Santo Sínodo se apresuró el 9 de marzo a bendecir la revolución efectuada, e invitaba al pueblo a «otorgar su confianza al gobierno provisional». Sin embargo, el porvenir se presentaba amenazador. El gobierno guardaba silencio sobre la cuestión de la Iglesia, lo mismo que sobre otras. El clero se hallaba completamente desconcertado. De vez en cuando llegaba de un sitio remoto, por ejemplo, de la ciudad de Verni, situada en la frontera de China, un telegrama del párroco asegurando al príncipe Lvov que su política respondía completamente a los preceptos del Evangelio. La Iglesia, adaptándose a la situación, no se atrevía a intervenir en los acontecimientos. Esto se manifestó con particular evidencia en el frente, donde la influencia del clero se desmoronó junto con la disciplina inspirada en la intimidación. «La oficialidad —confiesa Denikin— luchó durante algún tiempo por conservar sus atribuciones y su autoridad; en cambio, desde los primeros días de la revolución, la voz de los curas se extinguió, y cesó toda participación de los mismos en la vida de las tropas». Las reuniones del clero en el Cuartel General y en los Estados Mayores transcurrían sin dejar absolutamente ninguna huella.

      A pesar de todo, el Concilio, que representaba antes que nada los intereses de casta del propio clero, sobre todo de su sector superior, no quedó encerrado en el marco de la burocracia eclesiástica: la sociedad liberal se agarró a él con todas sus fuerzas. El partido kadete, que no tenía raigambre política en el pueblo, soñaba con que la Iglesia reformada le sirviera como de agente de relación con las masas. Desempeñaron un papel activo en la preparación del Concilio, al lado de los príncipes de la Iglesia, los políticos de la nobleza de distintos matices, tales como el príncipe Trubetskói y el marqués Olsufiev, Rodzianko, Samarin y los profesores y escritores liberales.

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