Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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los dioses de la coalición seguían teniendo sed. El acuerdo de detener a Lenin precedió a la formación del gobierno transitorio del 7 de julio. Ahora era necesario marcar con un acto de firmeza la resurrección de la coalición. El 13 de julio apareció ya en el periódico de Gorki —la prensa bolchevista ya no existía— una carta abierta de Trotsky al gobierno provisional, en la cual se decía: «No podéis tener ningún motivo lógico para excluirme de los efectos del decreto en virtud del cual deben ser detenidos los compañeros Lenin, Zinóviev y Kámenev. Por lo que se refiere al aspecto político de la cuestión, no podéis tener motivo alguno para dudar de que yo sea un adversario tan irreconciliable de la política general del gobierno provisional como los mencionados compañeros». La noche en que se estaba constituyendo el nuevo ministerio, fueron detenidos en Petrogrado Trotsky y Lunacharski, y, en el frente, el teniente Krilenko, futuro generalísimo de los bolcheviques.

      El gobierno que salió a la luz después de una crisis de tres semanas, tenía un aspecto harto inconsistente. Componíase de figuras de segunda y tercera fila, seleccionadas de acuerdo con el principio del mal menor. Como sustituto del presidente fue nombrado el ingeniero Nekrasov, kadete de izquierda, que el 27 de febrero proponía la entrega del poder a uno de los generales zaristas para que sofocara la revolución. El escritor Prokopovich, sin partido ni personalidad, situado entre los kadetes y los mencheviques, fue ministro de la Industria y del Comercio. Zarudni, hijo del ministro «liberal» de Alejandro II, ex fiscal y luego abogado radical, fue llamado a la dirección de la Justicia. El presidente del Comité Ejecutivo de los campesinos, Avkséntiev, obtuvo la cartera de ministro de la Gobernación. El menchevique Skóbelev y el socialista popular Peschejonov permanecieron en sus puestos de ministro del Trabajo y de Abastos, respectivamente. De los liberales, entraron a formar parte del gabinete figuras no menos secundarias, que ni antes ni después desempeñaron ningún papel dirigente. Chernov volvió de un modo bastante inesperado al Ministerio de Agricultura; en los cuatro días transcurridos entre la dimisión y su nuevo nombramiento, había conseguido rehabilitarse. En su Historia, Miliukov hace notar imparcialmente que el carácter de las relaciones entre Chernov y las autoridades alemanas «quedó sin aclarar; es posible —añade— que tanto las declaraciones del contraespionaje ruso, como la sospecha de Kerenski, Tereschenko y otros, hubieran ido demasiado lejos en este sentido». La reintegración de Chernov al Ministerio de Agricultura no era más que un tributo al prestigio del partido dirigente de los socialrevolucionarios, en el cual Chernov, dicho sea de paso, iba perdiendo, cada vez más, su influencia. En cambio, Tsereteli se quedó prudentemente fuera del gobierno; en mayo se consideraba que su presencia en el gobierno sería útil a la revolución; ahora se disponía a ser útil al gobierno formando parte del Soviet. Y, en efecto, a partir de ese momento, Tsereteli cumple las funciones de comisario de la burguesía en el sistema de los soviets. «Si los intereses del país fueran vulnerados por la coalición —decía en la reunión del Soviet de Petrogrado—, sería un deber para nosotros hacer retirar del gobierno a nuestros compañeros». Ya no se trataba, como había prometido Dan no hacía mucho tiempo, de eliminar a los liberales una vez gastados, sino de abandonar ellos mismos el timón oportunamente en cuanto comprendieran que no podían dar más de sí. Tsereteli preparaba la entrega completa del poder a la burguesía.

      En la primera coalición, formada el 6 de mayo, los socialistas estaban en minoría, pero eran los verdaderos dueños de la situación; en el Ministerio del 24 de julio, estaban en mayoría, pero no eran más que una sombra de los liberales. «A pesar de que los socialistas tenían un pequeño predominio nominal —reconoce Miliukov—, el predominio efectivo en el gobierno pertenecía incontestablemente a los partidarios convencidos de la democracia burguesa». Se hubiera podido decir con más precisión: de la propiedad burguesa. Por lo que a la democracia se refiere, las cosas estaban menos definidas. Animado del mismo espíritu, aunque con argumentos inesperados, el ministro Peschejonov comparaba la coalición de julio a la de mayo; entonces, la burguesía tenía necesidad de un punto de apoyo en la izquierda; ahora, cuando amenaza la contrarrevolución, tenemos necesidad de apoyo en la derecha: «Cuanto mayores sean las fuerzas que podamos atraer a la derecha, menos numerosas serán las que ataquen al poder». Incomparable regla de estrategia política; para romper el sitio de una fortaleza, lo mejor es abrir las puertas desde el interior. Era ésta, precisamente, la fórmula de la nueva coalición.

      La reacción atacaba, la democracia retrocedía. Las clases y los grupos, amedrentados en los primeros momentos de la revolución, levantaban la cabeza. Los intereses que ayer se ocultaban, hoy salían a la superficie. Los comerciantes y los especuladores exigían el exterminio de los bolcheviques y la libertad de comercio, y levantaban la voz contra todas las limitaciones, incluso las que habían sido instituidas bajo el zarismo, impuestas a las transacciones comerciales. Los organismos administrativos de subsistencias que intentaban luchar contra la especulación, eran declarados culpables de la insuficiencia de productos. El odio que inspiraban esos organismos se hacía extensivo a los soviets. El economista menchevique Groman informaba que el ataque de los comerciantes «se había intensificado, particularmente, después de los acontecimientos de los días 3 y 4 de julio». Se hacía a los soviets responsables de la derrota, de la carestía de la vida y de los atracos nocturnos.

      El gobierno, alarmado por las intrigas monárquicas y por el temor a un estallido de la izquierda, mandó el primero de agosto a Nicolás Romanov y a su familia a Tobolsk. Al día siguiente fue suspendido el nuevo periódico de los bolcheviques, Rabochi i Soldat (El Obrero y el Soldado). Llegaban noticias de todas partes dando cuenta de detenciones en masa, de los comités de soldados. Los bolcheviques consiguieron reunir su congreso, semiclandestinamente, a finales de julio. Se prohibieron los congresos del ejército. Empezaron a recorrer el país únicamente los que antes permanecían en sus casas: los terratenientes, los comerciantes e industriales, los elementos cosacos dirigentes, el clero y los Caballeros de San Jorge. Sus voces resonaban de un modo uniforme, distinguiéndose sólo por el grado de su insolencia. La batuta, aunque no siempre de un modo descarado, la manejaba inequívocamente el partido kadete.

      En el Congreso del comercio y de la industria, que reunió a principios de agosto a cerca de 300 representantes de las organizaciones bursátiles y patronales más importantes, el discurso-programa lo pronunció el rey de la industria textil, Riabuschinski, que habló sin ambages. «En el gobierno provisional no había más que una apariencia de poder... Ha venido reinando, de hecho, una banda de charlatanes políticos... El gobierno se apoya en los impuestos, que hace recaer cruelmente, en primer lugar, sobre la clase comercial e industrial. ¿Es conveniente dar dinero al dilapidador? ¿No es mejor ejercer la tutela sobre el mismo, en aras de la salvación de la patria?». Y, como final, una amenaza: «La mano descarnada del hambre y de la miseria popular cogerá de la garganta a los amigos del pueblo». La frase sobre la mano descarnada del hambre, que venía a resumir la política de los lockouts, se incorporó definitivamente, desde aquel entonces, al vocabulario político de la revolución, y costó caro a los capitalistas.

      En Petrogrado se abrió el congreso de los comisarios provinciales. Los agentes del gobierno provisional, que debían formar un muro alrededor de este último, se agruparon, en realidad, contra él, y bajo la dirección de su núcleo kadete, se lanzaron al ataque contra el infausto ministro de la Gobernación, Avkséntiev. «No se puede estar sentado entre dos sillas: el gobierno tiene que gobernar, y no ser un fantoche». Los conciliadores se justificaban y protestaban a media voz, temiendo que la disputa que sostenían con sus aliados llegara a oídos de los bolcheviques. El ministro socialista salió del Congreso como una gallina mojada.

      La prensa de los socialrevolucionarios y de los mencheviques fue empleando poco a poco el lenguaje de las lamentaciones y de la injuria. En sus páginas aparecieron revelaciones inesperadas. El 6 de agosto, el órgano de los socialrevolucionarios Dielo Naroda (La Causa del Pueblo), publicó una carta de un grupo de junkers de izquierda que iban camino del frente. A los autores les «sorprendía el papel que desempeñaban los junkers. Les sorprendía el hecho de que recurrieran sistemáticamente al puñetazo, de que participaran en las expediciones punitivas acompañadas de fusilamientos sin formación de causa y por la simple orden de un comandante de batallón. Los soldados,

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