Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky

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el primer momento no sólo los bolcheviques, sino también los socialrevolucionarios de izquierda.

      El príncipe Lvov, después de presentar su dimisión, se lamentaba en la prensa de que «los soviets se hallan por debajo de la moral del Estado y no han limpiado sus filas arrojando a los leninistas, esos agentes de los alemanes». Los conciliadores consideraron punto de honra demostrar su moralidad como hombres de Estado. El 13 de julio, los comités ejecutivos adoptan la siguiente resolución, presentada por Dan: «Todas las personas inculpadas por la autoridad judicial quedan privadas del derecho de participar en los comités ejecutivos hasta que los tribunales dicten sentencia». Con esto, los bolcheviques quedaban de hecho fuera de la ley. Kerenski suspendió toda la prensa bolchevista. En provincias se detenía a los comités agrarios. La Izvestia vertía lágrimas de impotencia: «Hace pocos días fuimos testigos de la anarquía desencadenada en las calles de Petrogrado. Hoy resuena en esas mismas calles, sin que nadie la contenga, la palabra de los contrarrevolucionarios y de los “cien negros”».

      Después del licenciamiento de los regimientos más revolucionarios y del desarme de los obreros, la actuación del gobierno se orientó aún más hacia la derecha. Una considerable parte de las atribuciones reales del poder se concentró en manos de los elementos dirigentes de los grupos militares, industrial-bancarios y liberales. Otra parte del poder continuó en manos de los soviets. Existía el poder dual, pero no ya el poder dual legalizado, de contacto o coalición, de los meses anteriores, sino el poder dual de dos camarillas: la militar-burguesa y la conciliadora, las cuales se temían mutuamente, bien que al mismo tiempo se necesitasen. ¿Qué podía hacerse? Resucitar la coalición. «Después de la insurrección del 3-5 de julio —dice con justicia Miliukov—, la idea de la coalición no sólo no desapareció, sino que, lejos de ello, adquirió temporalmente una fuerza y una significación mayores que antes».

      El Comité provisional de la Duma de Estado resucitó inesperadamente y adoptó una violenta resolución contra el gobierno de salvación. Era el último empujón. Todos los ministros entregaron sus carteras a Kerenski, convirtiéndole con ello en el punto de concentración de la soberanía nacional. En la suerte ulterior del régimen de febrero, lo mismo que en el destino personal de Kerenski, ese momento adquirió una significación importante: en el caos de los grupos, dimisiones y nombramientos, aparecía algo semejante a un punto fijo alrededor del cual giraban todos los demás. La dimisión de los ministros no sirvió más que para iniciar las negociaciones con los kadetes y los industriales. Los primeros pusieron sus condiciones: responsabilidad de los miembros del gobierno «exclusivamente ante su propia conciencia»; unión completa con los aliados; restauración de la disciplina en el ejército; ninguna reforma social antes de la Asamblea Constituyente. Uno de los puntos no consignados por escrito era el aplazamiento de las elecciones para la Constituyente. Esto era calificado de «programa nacional por encima de los partidos». En el mismo sentido contestaron los representantes del comercio y de la industria, que en vano trataron los conciliadores de oponer a los kadetes.

      El Comité Ejecutivo ratificó su resolución relativa a la asignación de «todas las atribuciones» al gobierno, que equivalía a aceptar la independencia del gobierno respecto de los soviets. Aquel mismo día, Tsereteli, como ministro de la Gobernación, expidió circulares en que se ordenaba la adopción «de medidas rápidas y decisivas para poner término a todas las acciones espontáneas en la esfera de las relaciones agrarias». Por su parte, el ministro de Abastos, Peschejonov, exigió que se pusiera término «a los actos criminales y de violencia contra los terratenientes». El gobierno de salvación de la revolución aparecía, ante todo, como un gobierno de salvación de la propiedad agraria. Pero no era sólo esto. El ingeniero y hombre de negocios Palchinski, que desempeñaba la triple función de director del Ministerio del Comercio y de la Industria, de encargado principal del combustible y del metal y de director de la Comisión de Defensa, practicaba enérgicamente la política del capital sindicado. El economista menchevique Cherevanin se lamentaba, en la sección económica del Soviet, de que las buenas iniciativas de la democracia se estrellaran ante el sabotaje de Palchinski. El ministro de Agricultura, Chernov, acusado por los kadetes de estar en relaciones con los alemanes, se vio obligado, «para rehabilitarse», a presentar la dimisión. El 18 de junio el gobierno, en el que predominaban los socialistas, publica un manifiesto disolviendo el Seim finlandés insumiso, que contaba con una mayoría socialdemócrata. En una solemne nota a los aliados, con motivo de cumplirse el tercer año de la guerra mundial, el gobierno no sólo repite el juramento ritual de fidelidad, sino que da cuenta del feliz aplastamiento del motín provocado por los agentes enemigos. ¡Inaudito documento de adulación! Al mismo tiempo se publica una ley feroz contra la infracción de la disciplina en los ferrocarriles.

      Después que el gobierno hubo demostrado su madurez estatal, Kerenski se decidió al fin a contestar al ultimátum del partido kadete, en el sentido de que las condiciones impuestas por el mismo «no pueden constituir un obstáculo a la entrada en el gobierno provisional». Sin embargo, la capitulación enmascarada no bastaba ya a los liberales, los cuales tenían necesidad de hacer caer de hinojos a los conciliadores. El Comité Central del partido kadete manifestó que la declaración ministerial del 8 de julio —una sarta de lugares comunes democráticos—, publicada después de la ruptura de la coalición, era inaceptable para él y cortó las negociaciones.

      El ataque tenía carácter concéntrico. Los kadetes obraban en estrecha conexión, no sólo con los industriales y diplomáticos aliados, sino también con el generalato. El comité principal de la Asociación de Oficiales existente cerca del Cuartel General, se hallaba bajo la dirección efectiva del partido kadete. Los kadetes ejercían presión sobre los conciliadores, a través del alto mando, por la parte más sensible. El 8 de julio, Kornílov, generalísimo del frente sudoccidental, dio orden de disparar con las ametralladoras y la artillería contra los soldados que se batieran en retirada. Apoyado por el comisario del frente, Savinkov, ex jefe de la organización terrorista de los socialrevolucionarios, Kornílov había exigido poco antes de esto la implantación de la pena de muerte en el frente, amenazando, en caso contrario, con renunciar al mando. El telegrama secreto apareció inmediatamente en la prensa: Kornílov se había preocupado de que la gente se enterara de su existencia. El generalísimo Brusílov, más prudente y evasivo, escribía a Kerenski: «Las lecciones de la Gran Revolución francesa, olvidadas, en parte, por nosotros, hacen, sin embargo, recordar imperiosamente su existencia». Las lecciones consistían en que los revolucionarios franceses, después de haber intentado inútilmente transformar el ejército, basándose «en los principios de humanidad», habían adoptado la pena de muerte, «y sus banderas victoriosas recorrieron medio mundo». Fuera de esto, nada más habían leído los generales en el libro de la Revolución.

      El 12 de julio, el gobierno restableció la pena de muerte «durante la guerra, para los que cometan ciertos crímenes graves». Sin embargo, el jefe del frente septentrional, Klembovski, escribía tres días después: «La experiencia ha demostrado que aquellas partes del ejército que han recibido muchos refuerzos, han hecho evidente su completa incapacidad combativa. El ejército no puede ser sano, si la base de donde parten los refuerzos está podrida». Esa base podrida era el pueblo ruso.

      El 16 de julio convocó Kerenski en el Cuartel General una conferencia de jefes, con participación de Tereschenko y Savinkov. Kornílov no estaba presente: en su frente la retirada continuaba a toda marcha y no cesó hasta unos días después, cuando los propios alemanes se detuvieron en la antigua frontera nacional. Los nombres de los que intervinieron en la conferencia —Brusílov, Alexéiev, Ruski, Klembovski, Denikin, Romanovski— resonaban como el eco de una época hundida para siempre en el abismo. Por espacio de cuatro meses, estos generales habían tenido la sensación de ser poco menos que unos cadáveres. Ahora, al sentirse revivir, recompensaban impunemente con rencorosos capirotazos al ministro presidente, considerado por ellos como la encarnación de la revolución.

      Según los datos del Cuartel General, el ejército del frente sudoccidental había perdido cerca de 56.000 hombres en el período comprendido entre el 18 de junio y el 6 de julio, número insignificante de víctimas en una guerra de las proporciones

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